
Tatiana Rodríguez, chef ambateña radicada en Cuenca, explora la cocina ancestral andina, y asume a la chicha como un símbolo gastronómico y político.
No viene de una familia con figuras ejemplares en las labores de cocina. Es más, nunca se imaginó dedicada a ese oficio. Tatiana Rodríguez, 37 años, estatura pequeña y energía vigorosa, nació y creció en una gran hacienda llena de frutales que poseía su abuela materna en Samanga, un caserío a las afueras de Ambato.
Hija única de una única hija, Tata, como la llaman sus amigos, encontró una familia en los campesinos que la criaron. Sus recuerdos relacionados con la comida se remiten a los sembríos en las chacras, al humo de los fogones, a las preparaciones sencillas que compartía con los trabajadores de la hacienda, a la chicha que bebía con ellos en medio de las jornadas agrícolas. “Recuerdo haber comido chapo toda mi infancia —dice Tata—, a la máchica se la mezclaba con todo: con leche, con chocolate, con infusiones, con sopas.
También me acuerdo de la Mariquita, una mujer de Otavalo que vivía en la hacienda y siempre cocinaba con leña. Me daba de comer arroz con arvejas y manteca de chancho, y una cosa muy loca de ella era que me daba de comer pájaros, y me encantaban”.
De actitud en apariencia hosca hasta acceder a la confianza, el semblante de Tata Rodríguez se enternece al rememorar esos pasajes dulces de la infancia. Vivió en la hacienda hasta los diez años, que fue cuando sus padres se divorciaron y las relaciones familiares empezaron a fragilizarse. Entonces, se fue a vivir a Ambato con su abuela paterna, con quien pasó gran parte de su adolescencia. Más tarde se mudó a Quito para estudiar la universidad y, sin ninguna razón clara para hacerlo, se inscribió en Biología en la Universidad Católica.
Un año después se dio cuenta de que fue un error y se retiró. Habiendo cortado relaciones con su madre, y con un padre que no podía apoyarla económicamente, ya para entonces vivía sola y se mantenía por su cuenta. Fue a la Universidad Técnica Equinoccial para pedir un crédito y seguir estudiando. Pero no sabía qué estudiar.
Con la amiga que la acompañó revisó las carreas disponibles y así mismo las fue descartando. Hasta que apareció Gastronomía. “Mi amiga me animó —dice Tata—, pero yo jamás en mi vida había cocinado. De todas formas, revisé el pénsum y me gustó, y así fue que me decidí a estudiar cocina”.
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Tata Rodríguez siempre tuvo que trabajar para costear sus estudios y su vida independiente. En Quito su primer empleo fue en el restaurante Plaza Gourmet, propiedad del chef Miguel Aguilar. El ritmo era frenético, con clases por la mañana y trabajo hasta la madrugada, pero fue un terreno de fogueo determinante.
“Miguel fue importante en mi formación”, reconoce Tata. Vía Messenger, el chef también reconoce el trabajo de aquella novata: “Era una chica con muchas ganas de triunfo, obstinada y muy virtuosa. No se quedaba con nada y quería comerse el mundo”.
En adelante alternó varios trabajos menores que no lograron proveerle los recursos necesarios para mantener su educación, por lo que, faltándole apenas un semestre para graduarse, tuvo que abandonar la universidad y regresar a Ambato. Allí consiguió un empleo en el hotel Ambato y, al mismo tiempo, al no tener más opciones, en la Universidad de los Andes se inscribió en Ingeniería de Gestión de Alimentos, una carrera nueva y poco organizada que le provocó una crisis vocacional.
“Me gustaba la adrenalina del trabajo en cocina, pero me sentía hueca, no entendía el sentido de trabajar en esa industria completamente capitalista”, dice. Aquella etapa de malestar significó también el despertar de una conciencia política, no en el sentido partidista, sino desde la necesidad de objetar las lógicas de poder que incentivan la producción alimentaria industrial y desdeñan las labores del campo.
Si algo la animaba en medio de esa desazón era el deseo de realizar una investigación sobre las cocinas campesinas de Tungurahua, el único mundo culinario con el que sentía conexión. Pero el proyecto le parecía imposible, le faltaba energía y claridad para emprenderlo. Fue entonces cuando, en Ambato, conoció a Tania Navarrete y José Luis Jácome, directores del colectivo Central Dogma, una importante plataforma de gestión artística y cultural.
“Yo acompañé en el desarrollo del proyecto y le di unos tips para que pudiera ordenar sus ideas y conseguir fondos de investigación —dice Tania Navarrete—. Y José Luis le animó para que hiciera un libro”. De esa forma, Tata comenzó a entender las posibilidades del vínculo entre gastronomía y arte, una relación que desarrollaría en adelante. Pero sobre todo logró encontrar el aliento que le hacía falta para emprender el proyecto.
Logró reunir alrededor de veinte mil dólares para la investigación, y así recorrió toda la provincia tierra dentro. Quería encontrarse como cocinera, entender de dónde venía su memoria del gusto, y aquella travesía le ofreció respuestas. “El contacto con ese territorio, la cocina con leña, me hizo entender que yo soy del campo, que también soy runa —dice ella— pero, además, entendí que todo viene de ahí, y que la gastronomía debe estar ligada a todos los procesos productivos de la chacra”.
Tan importante como aquellas reflexiones fue la epifanía que tuvo al volver a tomar chicha junto a los campesinos que visitó. “Yo ya no me acordaba de lo que era la chicha, pero cuando la volví a tomar, todos los recuerdos se ordenaron, por eso su producción ahora es tan importante para mí”.
El recuento de aquella investigación se plasmó en el libro De los sabores, saberes y el sentir. Memorias culinarias de la zona rural de Tungurahua, que fue presentado a inicios de 2014. Se trata de un inventario de las cocinas tradicionales de la provincia, un glosario de productos de ese territorio y un sustento antropológico de la ruralidad.
Tras ese proceso, supo que su ciclo en Ambato había terminado, por lo que, una vez más, partió para iniciar un capítulo nuevo.
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Un día llegó a Cuenca, regaló su libro a algunos colegas, comentó que la ciudad le parecía linda y enseguida le ofrecieron un trabajo. Tata se encontró otra vez en una cocina monumental, participando en la producción de comida para eventos de seis mil personas. Tras más de un año en las entrañas de la industria, cuestionándose otra vez sobre su destino profesional, dejó ese mundo por completo y empezó a estudiar Agropecuaria Andina en el Instituto Tecnológico Jatun Yachay Wasi, cuya sede está en el cantón Colta, provincia de Chimborazo.
“Mis compañeros eran runas y campesinos de todo el Ecuador —dice Tata—. Fueron tres años de estudios con los que las cosas terminaron de alinearse”. Su proyecto de titulación indagó en la conservación de razas de maíz a través del consumo de chicha de jora.
Aquella experiencia de estudios le permitió vincularse al mundo de la agroecología, ciencia, movimiento y práctica que aplica procesos ecológicos a los sistemas de producción agrícola y a los sistemas alimentarios, el cosmos del que verdaderamente se siente parte. Pasó a coordinar un proyecto de soberanía alimentaria en el Municipio de Cuenca, con el difícil propósito de crear espacios de comercialización de productos agroecológicos.
La gestión se volvió una lucha política que desde entonces ha mantenido firme. En ese trajinar conoció a la Red Agroecológica del Austro, grupo que reúne a veinticuatro organizaciones campesinas y con el que rápidamente estableció un sólido vínculo de trabajo y una férrea hermandad.
Tanto dentro de la administración pública como de manera independiente, varios son los frentes en los que Tata ha trabajado junto a la Red. “Cuando hablamos de soberanía alimentaria hablamos de territorio, de cuerpo, de organización familiar y política, de género, de derecho al agua. Todo esto gira alrededor de la alimentación, y los espacios de comercialización cierran todos esos otros procesos porque, si no vendes, no vives”.
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Tata visita cada semana a sus compañeros de la Red en las chacras donde trabajan. La mañana de un lunes soleado a finales de 2021 llega hasta la comuna Illiapamba, a unos cuarenta minutos del centro de Cuenca, donde catorce familias tienen sus propias huertas y manejan una comunal, donde siembran, principalmente, papas y maíz. Los campesinos están en plena faena, labrando la tierra con yunta y azadones. Tata se mueve con toda comodidad, rápidamente se mete entre los surcos de tierra para saludar a sus amigos, y ellos la hacen sentir que está en casa. Compra algunas hortalizas, pero más que nada conversa con ellos, escucha lo que tienen para contarle, ríe y brinda consejos. Al regresar a Cuenca, está fortalecida. Las pequeñas visitas a las chacras son también alimento espiritual.
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Junto a la Red Agroecológica del Austro, Tata concibió el proyecto que la devolvió a la gastronomía y le permitió, además de mantener su compromiso político, adentrarse aún más en la investigación de la chicha. A mediados de 2019 nació La Chichería, restaurante con apego a las tradiciones gastronómicas andinas y especializado en la producción de esa bebida milenaria. Todos los miércoles acoge a una pequeña feria de la Red, y los domingos realiza cocina en leña. Además, funciona como un espacio cultural abierto a diversas manifestaciones artísticas. Es el laboratorio en el que Tata da curso a todas sus búsquedas.

La Chichería queda en el Museo de los Metales, ubicado en la avenida Fray Vicente Solando, cerca del Centro Histórico de Cuenca. Inaugurado en 1995 como un espacio dedicado a las artes y diseño con metales, el museo ocupa una enorme casa de tres plantas de estilo señorial, contorneada por un jardín amplio y agradable. En el primer piso funciona la Chichería, en el segundo están las salas de exhibición, y el tercero es la residencia de Tata y su pareja, Gustavo Romero, la otra cabeza que maneja el restaurante.
Hace varias décadas esa casa albergó a la Cervecería del Azuay, y hoy hospeda un pequeño restaurante dedicado a investigar y producir chichas artesanales. “Cuando ingresó la industria cervecera a Sudamérica —explica Tata—, primero por Colombia y luego por Perú y Ecuador, hubo un proceso de desprestigio de la chicha para hacer que se reduzca su consumo y se amplíe el mercado para la cerveza”. La vida del lugar carga una curiosa deriva simbólica.
La chicha, nombre que reciben diversas bebidas resultantes de la fermentación del maíz y otros cereales originarios de América, aunque también, en menor medida, de frutas y tubérculos como la yuca, es acaso el contenedor más sabio y resistente de la larga tradición alimentaria del continente. En el Ecuador los primeros vestigios se habrían encontrado en el período formativo de la cultura Valdivia (de 3500 a 1500 antes de nuestra era).
Sobran las razones para entregarle pasión a su estudio y preparación. “Como tecnología primigenia, el maíz tiene una carga brutal de información de nuestros pueblos y de lo que somos —dice Tata—, y la chicha es la representación máxima de resistencia, una de las pocas formulaciones ancestrales que sobreviven en nuestra gastronomía”.
En su gastronomía hay espacio para muchas chichas: de quinua, de caña de azúcar, de chamburo, de maíz morado. Pero por su bagaje cultural e histórico, la de jora es la más importante. Tata utiliza maíces cusco, jima y morocho, las variedades que más se dan en la zona. Al maíz se lo pone en remojo, durante doce días, para que germine o se maltee (la jora). Al cabo de ese tiempo, se lo seca por tres días y, antes de ser molido como harina, se lo puede tostar con distintas intensidades. La harina es cocida con agua en ollas de barro por una hora y media.

Luego esa mezcla es filtrada y entonces pasa a fermentarse un mínimo de veinte días. Es cuando las condiciones climáticas, el tiempo de reposo y las bacterias generan la magia. “No uso plantas aromáticas, especería dulce ni cáscara de piña, lo usual al momento de cocinar para darle otro sabor —explica Tata—. Solo añado un poco de panela al momento de servir. Por ahora soy una purista extrema de la chicha”.
En el menú del restaurante, las chichas, unas más fermentadas y aromáticas que otras, acompañarán una selección de platos cargados de las reflexiones que Tata valora. Acaso no se distinga lo que conjuga una sencilla orden de ocas horneadas o el plato de charqui de res (carne deshidratada al sol). Hay que saber, sin embargo, que son solo dos ejemplos de lo que puede significar la suma de técnicas ancestrales de cocina andina y una lucha política permanente.
