Auge y caída de Chicago Chiquito

Solemos hablar de la violencia y el tráfico de drogas de manera generalizada, como si solo fueran cifras y segmentos en los noticieros. Ante eso, ofrecemos una crónica atomizada y urbana, que muestra los personajes de una cotidianidad perturbadora.

Barrio Chicago chiquito en Guayaquil.
Ilustraciones: Camilo Pazmiño (en base a fotografías de Andrés Loor)

En 2017 el Municipio de Guayaquil anunció que remodelaría el Mercado del Norte, en ese entonces ubicado en las calles Baquerizo Moreno y Padre Aguirre, en el centro de la ciudad. La idea era que los puestos de venta de víveres se mudaran temporalmente mientras duraran los trabajos, pero han pasado cinco años y no han vuelto. Ni volverán: en noviembre de ese mismo año el Cabildo anunció que destinará la sede original a un proyecto cultural.

Resignados a su suerte, los comerciantes esperan ahora que construyan el nuevo mercado en un solar que ocupa más de la mitad de una cuadra de la calle Ximena, en su intersección con Piedrahíta. Actualmente, y desde fuera, se distingue un terreno cercado con planchas de zinc, pero allí, entre los años setenta y noventa, surgió y se expandió un caserío que llegó a ser conocido como Chicago Chiquito, lugar estratégico de expendio y consumo de estupefacientes de la época.

“¿Qué clase de cosas quiere saber?”, me dice con voz de tarro don Lanza, el cuidacarros que se instala afuera del mercado provisional, en Piedrahíta y Boyacá. En lugar de responder mis preguntas sobre Chicago, me suelta que el municipio sacó con engaños a los vendedores del mercado original, cuando en realidad su intención desde el principio fue que desalojaran el lugar, presionados por los dueños de la clínica Guayaquil, que estaba junto al mercado original.

Su gesto adusto me hace entender que es inútil insistir. Pero justamente es él quien menciona por primera vez el nombre de Mari Trini, antes de correr tras un conductor escurridizo que pretende irse sin pagarle. “Hable con ella. De pronto tenga cosas que contarle”.

Chicago Chiquito, por dentro

“Para entrar a Chicago tenías que ser un hijueputa o ganarte la confianza de los brujos (microtraficantes)”, recuerda Manolo, quien vive y labora en el centro porteño como repartidor de cilindros de gas.

“Poco a poco los brujos fueron instalándose en ese espacio vacío formado por pequeños solares, y con el tiempo armaron sus chocitas de caña y madera, ganándole terreno a la vegetación. Cada quien ocupaba su lugar y nadie se atrevía a invadir los linderos del otro. Por las noches se alumbraban con candil o velas, que eran las únicas fuentes de luz, aparte de los chispazos de los fósforos y cigarros encendidos de marihuana y polvo de los fumones, muchos de los cuales también terminaban quedándose a vivir allí.

En invierno todo eso se anegaba, así que había pequeños puentes que conectaban las orillas del Callejón de la Muerte, que era como le decían al pasadizo que llevaba de la calle Piedrahíta a la Manuel Galecio, dentro de Chicago”.

Y claro, Manolo recuerda perfectamente a Mari Trini. “Era una de las vendedoras del lugar. No le gustaba quedarse callada y siempre defendía a su gente, por eso, en el callejón la respetaban”. Cuando le pido que me indique dónde encontrarla, me dice que más abajo, en la Rumichaca. O en los puestos de flores de la Julián Coronel, frente al cementerio, donde trabaja cuidando carros. “Pero ya no queda nada de la Mari Trini de aquellos años”, me advierte Manolo antes de continuar trabajando.

“Cuando conocí a Mari Trini, yo era el amo y señor de la esquina de Rumichaca y Julián Coronel”, dice Johnny. No hay melancolía en su voz, sino un mal disimulado orgullo. Sin embargo, no es de él que quiere hablar, sino de su mujer, de Mari Trini, de cómo aun antes de conocerla ya había escuchado de ella por su fama ganada a pulso como una de las duras de Chicago Chiquito.

De las dieciocho veces que ella lo ha sacado de la cárcel desde que están juntos. De cuando en un operativo antinarcóticos, en el 98, la salvó de ser detenida, arranchándosela al braveo a los mismísimos policías que pretendían llevársela.

De otras cosas me enteraré después, de la boca de la propia Mari Trini: sus peleas, los cinco abortos que le provocó, los insultos y maltratos que él le inflige, la vez que le quiso quitar la vida.

“Yo era el templado de Los Garroteros, la banda del barrio que traficaba y cuidaba nuestros intereses. Refilábamos (sobornábamos) a todo el mundo: policías, jueces, intendentes. En cambio Mari Trini era la dura de Chicago Chiquito. Se vestía siempre elegante, con colores chillones y zapatos de taco alto. No era bonita de cara, pero sí atractiva; por actitud, por carisma. Más de uno vivía enamorado de ella. Capitanes de policía, fiscales, que se le ponían a las órdenes. Por eso, se hizo creída. Pero eso fue mucho antes de estar conmigo”.

Le consulto si no tiene problema con que hable con ella y me dice que no, que Mari Trini sabrá si quiere o no abrir la boca, pero me pide como condición que le deje un par de monedas. Se las doy, sin dudarlo.

Con ustedes, Mari Trini

Barrio Chicago chiquito en Guayaquil.

Antes de cumplir quince años, Marisela dejó su casa en Durán, hostigada por el malgenio de su mamá, y se mudó a Guayaquil donde sus tías que vivían en el callejón de la Ximena, apenas a unos metros del Cementerio General, cruzando la calle Julián Coronel. En ese entonces Marisela aún no era Mari Trini, pero había desarrollado su carácter y el amor por la música.

Allí conoció los entresijos del microtráfico de drogas, porque “Tenía primos, tías y tíos que se dedicaban a eso. Entonces quise formar parte también, pero como la ley jodía mucho en el callejón de la Ximena, me instalé en Chicago, que por aquellos años ya existía, aunque no era tan grande como llegaría a ser. Yo tenía dieciséis recién. Ahora tengo 58”.

Funcionando en modalidad 24/7, el negocio prosperó y le dio lo que anhelaba: independencia. Y también algo que no buscaba, pero con el tiempo fue entendiendo y valorando: el respeto de la gente.

“Todos los que traficábamos en Chicago éramos muy unidos. No peleábamos entre nosotros, porque había mercado para todos. Siempre nos dábamos la mano. Incluso los vecinos del barrio nos cuidaban, mijo. Los chicos que jugaban pelota nos decían: ‘Cuidado, ñañita, donde los cebiches están comiendo unos manes con cara de Judas, parecen agentes, parecen fiscales’.

Entonces corríamos y escondíamos todo. Nosotros nos encargábamos de mantener el orden, de cuidar que nadie le robe a nadie, porque cualquier escándalo significaba llamar la atención de la ley. Claro que nunca faltaba por ahí un malcriado, pero lo echábamos”.

Ella tiene claro que el apoyo de la barriada no solo se debía a un espíritu de cuerpo. “Nadie podía decir nada porque cual más venía y me pedía comida o que lo ayudara con plata por tal o cual desgracia. Los vecinos sabían que podían contar conmigo para lo que fuera, por eso, me querían, hasta ahora”.

“Allí incluso di a luz a mi única hija mujer, Karina Liseth, la séptima y última de todos mis hijos. Una noche, en pleno Callejón de la Muerte, me agarraron los dolores de parto. Mijo, me tocó pujar como no tienes idea para que la criatura saliera. Cuando me llevaron a la maternidad Enrique Sotomayor, llegué con mi hija en los brazos”.

Mari Trini, la cantante, nacería después, ya separada de su primer marido. “Comencé cantando en el barrio, en fiestas. Después me presentaba en el bingo de don Toribio, en 9 de Octubre y Chimborazo, cantando música romántica de Tormenta, Claudia, Silvana. O temas rocoleros de Carmencita Lara”. Y por supuesto, de Mari Trini. “Ahora solo canto cuando me tomo mi puro”.

Pero no todos en el barrio tienen ese mismo recuerdo romántico de Chicago. Hay vecinos que se acuerdan de cómo los ladrones, para escabullírsele de la policía, entraban por el lado de la calle Piedrahíta y salían por Manuel Galecio, o se perdían en la maraña de casuchas y pasadizos que había dentro. Recuerdan los operativos antinarcóticos, las balaceras entre uniformados y delincuentes, los escándalos a medianoche cuando a los viciosos se les acababa la medicina, los cadáveres tirados en la vereda.

Pero las cosas no han variado mucho desde entonces. Es decir, han cambiado los rostros, los nombres, pero este otro mercado, no el de víveres sino el de alucinógenos y estimulantes, crece y se diversifica en esas mismas calles del centro guayaco. Y más allá. “Por ahí queda uno que otro de la vieja guardia todavía. A casi todos los han matado. Gente de otro lado se los lleva encañonados del callejón de la Ximena, los trepa a una camioneta y al día siguiente aparecen tiroteados. La guerra por territorios, mijo. Usted sí lee el periódico, ¿no cierto? Dios mío. Nadie tiene derecho sobre la vida de nadie”.

Mari Trini duda cuando se le pregunta por fechas, pero hay una que no olvida: el 25 de agosto de 1998, cuando dejó el negocio y se fue vivir con Johnny, dos cuadras más abajo de la casa de sus tías. El día de su aniversario se convierte entonces en referencia para ubicarse en el tiempo. Todo ha ocurrido tantos años antes o después de ese día. Por ejemplo, cuando dice que “Tres años antes de unirme con mi marido cerraron Chicago. Desbarataron todo el caserío, sacaron a la gente de ahí y prohibieron el ingreso. Los dueños de los predios empezaron a preocuparse por sus respectivos solares y entonces todo Chicago Chiquito desapareció”.

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