NOTA DE LIBRE ACCESO

El Remember

Yo
sé cómo duele
cuando se ama
a quien no se debe

– Karina –

Advertencia: este texto puede causar hambre.

Segunda advertencia: si no te causa hambre, debe ser porque tienes el estómago lleno, o el corazón vacío (por no decir muerto).

Tercera advertencia: nada que merezca una, dos, tres advertencias, puede ser tan malo.

Ahora sí.
Vamos.
Vamos ahí.

A las siete, ya pasados el sol de la tarde y la azul/violeta transferencia hacia el comienzo de la noche, la única preocupación es esta: ¿de qué sabor pido mi batido, de mamey o de níspero? La respuesta es: ambas dos, hoy uno, mañana el otro.

A las dos de la tarde, pasada la hora del almuerzo, siempre pasada la hora del almuerzo, pensamos qué vamos a almorzar. Tres de los siete adultos del grupo, los que vivimos en Quito, en la sierra, encontramos poco menos que ridícula cualquier opción apenas lejana al ceviche. Los otros cuatro, que viven en la costa o, mejor, decidieron quedarse a vivir en la costa, ser de allá y no de aquí, están de acuerdo, podrían comer ceviche todos los días. No los culpo. ¿Quién podría?

Ceviche
Fotografía: Shutterstock.

La discusión, entonces, es otra: qué ceviche compramos.

El grupo se parte ahora en facciones, los que defienden la corriente purista, la del ceviche blanco, por así decirlo, al que sólo se le pueden agregar cebolla, cilantro y ají, cualquier otro accesorio sería una franca traición a la corona; los más contemporáneos, gente enterada, de mundo, que estudió artes en la universidad, hace campaña por la vanguardia, el ceviche blanco pero mezclado con finas tiras de zanahoria encurtida (flashback al colegio: funda de plástico transparente, trozos de fruta china teñidos de rojo, encurtidos en limón, pimienta y remolacha); y está, claro, la facción silenciosa, que yo diría también popular, y anhela secretamente un ceviche manchado y diverso, en cuyo jugo se sientan claramente la presencia de la mostaza y la salsa de tomate, es más, en cuyo jugo se vean flotar cubos de tomate fresco con sus pepitas amarillas. Estos últimos no dirán nada, su plan es otro: por la noche, luego del batido, iremos, yo los acompañaré, a cenar un ceviche manchado y diverso y más parecido al mundo como es.

Ante la duda, triunfa la monarquía y nos decidimos por el ceviche blanco. El problema es que somos siete adultos y tres niños, diez personas en total, y saldría carísimo porque el mejor ceviche del pueblo se ha vuelto carísimo y por eso mismo solitario: no es que al plato le falte sabor, es que a la gente le falta plata.

En nuestro caso, haciendo números, y pensando en la relación calidad-precio, decidimos seguir la voz del cacique de la tribu y comprar un ceviche blanco, puro, pero nuevo, con precio de introducción al mercado, un precio que quizás está dañando ese mercado, quitándole de manera algo tramposa consortes al rey, pero que sin duda resulta más rendidor. Así las cosas, más baratas, los hijos mayores del cacique, no sin hacerlo notar, se ofrecen primeros a pagar/invitar el almuerzo.

La mesa está servida. Los niños, uno sentado al lado de las otras, tragan emocionados y no se sabe qué es más rico, comer o ver a alguien que está comiendo rico, sabroso, especialmente a una criatura.

Antes de llegar a mi pueblo, es decir, durante las semanas que prologan la navidad, traté no sin afortunados fracasos de mantener la dieta; quería darles a mis padres ese regalo, esa tranquilidad, su hijo, cuarentón, solterón y gordo, no está todavía flaco o siquiera en un peso de cifras saludables, pero se nota el esfuerzo y es ese esfuerzo el que hoy le da derecho a la palabra y a la comida.

Lo logré, reduje los compromisos socio-navideños a su mínima expresión y con ello reduje también el consumo en modo feriado de sólidos, líquidos y encendidos.

Debería, ahora, contarte por qué lo hice. Fácil: muchas fueron las mesas, familiares o no, en las que vi a un padre o a una madre hacerle daño a sus hijos por la cantidad de comida que los pequeños podían soportar. Cada vez que uno se servía, saltaban los comentarios y preguntas: ¿todo eso?, ¿te vas a comer todo eso?, ya, hasta ahí, por favor, niño, por favor, a las personas gordas les va mal en la vida, no van a la playa porque les da vergüenza sacarse la camiseta, se quedan solos, se enferman, te ves horrible, eres horrible, ¿es que acaso en esta casa no hay espejos?

El almuerzo que hoy cito fue distinto, los niños son grandes, los grandes son viejos, los nuevos niños tienen una infancia tranquila y sobre todo acompañada por sus padres. Igual, dijo mi madre: no te sientes al lado de tu papá porque no le gusta verte comer.

Pero yo ya aprendí a comer, lo que pasa es que mi proceso personal con el ceviche es cautivador: primero, aplasto la funda (ojalá sean dos, o tres) de chifles entre mis manos hasta que quedan triturados; segundo, echo los átomos de plátano verde al plato sopero (entre más grande, mejor) y riego el jugo del ceviche encima, así espero que tomen una textura, digamos, del tipo menestra; tercero, hecho los trozos de pescado, el cilantro, la cebolla el ají; cuarto, revuelvo; quinto, como lo tan arduamente preparado en no más de cinco o seis bocados. Preparo como hombre, trago como bestia. Es imposible hacerlo de otra manera.

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