Por Ana Cristina Franco.
Ilustración Luis Eduardo Toapanta.
Edición 425 – octubre 2017.
Desde que tengo uso de razón he escuchado a mi madre hablar de contracciones, de dilatación, de pujos. Cada que puede aprovecha para contar cómo fue la primera contracción, cómo pudo controlar el dolor respirando, lo que sintió cuando yo nací: fue, dice, el momento más feliz de su vida. Tal vez por eso siempre añoré conocer la maternidad. Creía que, al hacerlo, podía encontrar un secreto nuevo que habría estado durmiendo en mí. Algo así como descubrir un orgasmo. Me refiero a las posibilidades del cuerpo, de la feminidad, que abren las puertas de la mente y del alma. Por eso yo quería un parto natural. Dicen que los hijos, desde que nacemos, hacemos todo para complacer a las madres, hasta tener nuestros propios hijos. Los tenemos para ganarnos el amor de nuestros padres, así como ellos tendrán más hijos para ganarse el nuestro. Quería que mi madre estuviera orgullosa de mí. Pero sobre todo, yo misma quería estar orgullosa de mí. Quería ser fuerte. Sentir esa posibilidad de ser mujer hasta el extremo, vivirla en carne propia. Había escuchado a tantas mujeres decir que no habían sabido lo valientes que eran hasta que dieron a luz de forma natural. Yo también quería vivir eso.
Antes de estar embarazada las acusaciones que le hacían a la cesárea me molestaban. Me molestaban porque había una asociación entre el dolor y la feminidad que, a mi modo de ver, era innecesaria. Me molestaban porque creía que el sistema patriarcal se había encargado de reproducir la máxima “parirás con dolor” en la mujeres de hoy en día haciéndoles creer que eran “más mujeres” mientras más dolor fueran capaces de sentir. La mujer que tiene a su bebé por cesárea, pero que intentó un parto natural, es vista con cierta piedad, como una submujer, porque al menos lo intentó. Pero la mujer que decide tener a su bebé por cesárea, porque no quiere sufrir, es muy mal vista. No es solo mala madre, es pésima madre y un bodrio de ser humano. Estas ideas me indignaban. ¿Por qué para ser respetadas debíamos pasar por tanto dolor?, ¿acaso el dolor significa ser más mujer? Por todas estas ideas había pensado que, si alguna vez me embarazaba, daría a luz por cesárea, por pura bronca. Pero no fue así.
Al estar embarazada supuse que el parto, más allá de las explicaciones racionales, sería una especie de puente entre el embarazo y la maternidad, y presentía que en ese puente se crearía un vínculo entre la madre y el bebé. Tenía pesadillas en las que yo estaba ausente de mi propio parto, simplemente me entregaban al bebé y no sabía a qué rato había sucedido. Eso, exactamente eso, fue lo que sentí en la cesárea. ¿Por qué tuve una cesárea?, tal vez no dilataba, tal vez ya no había tiempo, tal vez simplemente no pude. Las razones ya no importan. Sentí que entré en el terreno de la maternidad perdiendo de entrada. Miradas compasivas y un dejo de “no pudo”. Aunque había pasado por el dolor necesario que al parecer es requisito para ser madre, había fracasado. Me habían partido la piel en miles de capas, me habían anestesiado dejándome una cicatriz que me llevaré a la tumba, pero yo no era valiente, yo no era “mujer”, yo, aunque tenía un bebé que se había formado adentro de mí, no era madre o no merecía serlo.
Era una perdedora. Una perdedora con una cicatriz que no me dejaba ni toser, con un cuerpo deforme y torpe que ahora debía atender a otro ser humano. Me dolía pensar que no me sentía igual que mi madre después de parir, feliz y realizada. No, yo me sentía partida, dividida, fragmentada, sola. Sin fuerzas, sin entender qué pasaba. Sintiéndome en ese estado, me trajeron a Lucas. Entonces nos miramos. Él con sus ojos que huelen a estrella me miraba y lloraba, yo con los ojos narcóticos, vacíos, cansados, lo miraba sin entender, pero lo miraba, porque su mirada era lo único verdadero que yo tenía, porque su mirada era como un hilo que conectaba los dos lados del abismo. Nos mirábamos como dos seres de distinta especie que no se entienden pero se miran. Que tienen miedo, pero se miran. Que no saben quiénes son, pero se miran. Que aún no saben cómo amarse, pero se miran.