El cero es la pieza fundamental de las matemáticas. Sin embargo, llegar a ese pequeño círculo tan usado, nombrado y a veces menospreciado no fue para nada sencillo. Su hallazgo requirió mucho tiempo e imaginación y su introducción en el actual sistema de numeración fue una proeza intelectual de tal calibre que abrió el camino a todas las ciencias.
Cierto es que casi todas las civilizaciones antiguas emplearon algo, una palabra, un símbolo o un espacio vacío para representar la nada en sus cuentas o mediciones, aunque muy pocas llegaron a advertir que esa “nada” podía ser varias cosas a la vez: desde un marcador de posición, hasta la representación del valor nulo, el intermediario entre los números positivos y negativos o, incluso, la simbolización del infinito.
Para alcanzar este grado de abstracción tan elevado, el marroquí Georges Ifrah, en su magistral investigación titulada Historia universal de las cifras, nos cuenta que primero fue necesario descubrir el principio de posición, es decir, que cada número adquiere un valor según el lugar que ocupa. En el número 505, por ejemplo, el cinco cumple dos funciones de acuerdo con su posición: de centena y de unidad.
Ifrah y otros historiadores coinciden en que solo unos pocos pueblos de la Antigüedad hallaron este principio de manera independiente. Unos 2000 años a. C., los babilonios idearon un sistema posicional de base 60 —tan sofisticado que lo seguimos utilizando para medir del tiempo— y con un uso primitivo del cero, representado originalmente con un espacio vacío y, siglos después, con un símbolo semejante a un par de dardos inclinados que rellenaban dicho espacio. Este “rellenador de vacíos” es considerado como la primera representación simbólica del cero en la cultura humana.
Por su parte, en el siglo IV d. C, los chinos ajustaron el sistema de los babilonios a otro de base decimal mucho más abstracto y parecido al actual. Lo llamaron suan zi. Los mayas desarrollaron, allá por el 900 d. C., un sistema posicional con base 20 completamente original y con el uso del cero muy avanzado. A veces lo presentaban como un hombre, otras, como una concha o una flor.
Los incas inventaron un ingenioso sistema de cuerdas y nudos de registro de cuentas con base decimal, conocido como kipu. Manejaron un curioso concepto tangible del cero (un espacio de cuerda sin nudos) y lo llamaron quilla, igual que la luna.
A pesar de que estos sistemas daban cuenta de un grado de evolución muy adelantado, no eran del todo perfectos. Los babilonios, en lugar de utilizar 59 figuras diferentes, tenían solo dos, una para la unidad y otra para la decena. El resto de números se escribían duplicando estas figuras las veces que fueran necesarias, volviéndolo impreciso y hasta confuso. Su cero era útil como marcador de posición, pero no significaba nada fuera de sí mismo.
Con el sistema chino ocurrió que sus símbolos ideográficos causaban problemas de interpretación. Además, el cero escapó literalmente a sus ojos. Los mayas, en cambio, limitaron su uso al cálculo calendárico, perfeccionando por un lado la astronomía, pero estancando, por otro, el desarrollo de las matemáticas.
Y así fue como, fruto de una lenta maduración de estos sistemas primitivos, el cero, tal y como lo conocemos ahora, fue surgiendo, “tras miles de años durante los cuales produjo una extraordinaria profusión de ensayos y errores, de saltos repentinos y de obstrucciones, retrocesos y revoluciones”. Un big bang de la inteligencia humana en toda la regla.

Un lunes de agosto
El triunfo final se lo llevó la civilización india. Motivados por su pasión por los números infinitos, los hindúes diseñaron un sistema numérico decimal coherente y completo en el que cada una de las diez figuras que lo conformaban, además de cumplir con el principio de posición, tenían un símbolo propio.
Con apenas diez signos distintos entre sí, podían expresar cualquier cantidad: diez figuras para todos los números del mundo. “Esta especificidad gráfica —señala el historiador Denis Guedj, en su libro El imperio de los números— confirió a cada uno de los diez signos una total independencia y liberó a la escritura numérica de toda ambigüedad”.
La revolución fue absoluta cuando incluyeron un cero completamente operativo que, a la vez que llenaba los espacios de las unidades faltantes, expresaba el hasta entonces esquivo significado de “valor nulo”.
El primer registro escrito del número cero apareció en el Lokavibhâga (Las partes del universo), un tratado de cosmología cuya fecha precisa de publicación correspondía al lunes, 25 de agosto del 458 d. C. de nuestro calendario. En este documento, el cero aparecía con el nombre en sánscrito de sunya que, además de vacío o espacio, significaba lo no creado, el no ser, lo impensado. Fue utilizado para describir la posición de los planetas.
Por entonces reinaba en India la dinastía Gupta (240-535 d. C.), una era de gran progreso económico y cultural que coincidió con la democratización del idioma sánscrito —restringido hasta entonces a círculos nobles—, el renacimiento del brahmanismo y el establecimiento de los seis sistemas de filosofía conocidos como Dárshana, impregnados de ideas sobre el infinito, el vacío y la dualidad.
La nada que es algo
En las filosofías orientales y precolombinas los hábitos de pensamiento en los que la idea de “la nada como algo” eran simples de asumir.

Ya lo vimos antes: babilonios, chinos, mayas e incas incorporaron de forma obvia la idea del vacío en sus sistemas, cosa que no ocurrió con varias de las civilizaciones occidentales que recelaron profundamente de ella durante milenos, influenciadas, sobre todo por la filosofía griega que “negó el concepto de la nada desde sus principios. Tales de Mileto decía que algo no puede emerger de la nada e ignoró el concepto del No-Ser”, escribe John D. Barrow en El libro de la nada.
Charles Seife, en su obra titulada Cero, biografía de una idea peligrosa, coincide con Barrow y afirma que “para los hindúes, el vacío y el desorden era el primigenio y natural estado del cosmos” y, por ello, su viaje hacia la representación de la ausencia con una presencia fue inevitable.
En Occidente, por el contrario, la intuición natural sobre el concepto del cero se estrelló contra las raíces filosóficas plantadas por Aristóteles, Pitágoras o Ptolomeo para quienes el vacío no existía. “La ausencia del cero atrofió el crecimiento de las matemáticas y sofocó la innovación en ciencias. Aceptarlo significó destruir el universo filosófico occidental”, asegura.
Además, el componente lingüístico fue clave en el proceso hindú: “La notación sánscrita —explica Ifrah— tenía una excelente calidad conceptual. Era fácil de usar y facilitaba la concepción de los números más altos imaginables”. Esta lengua poseía toda una gama de palabras-símbolos para expresar conceptos abstractos relacionados con el espacio vacío (abhra, ambara, gagana, kha, nabha), que hablaban de elementos inmutables y eternos como el cielo, el espacio, la atmósfera o el firmamento.
En dibujos y pictogramas los indios representaban al cielo por un semicírculo o por un diagrama circular completo. Así fue como el pequeño círculo, por una simple transposición de ideas, se convirtió en el símbolo universal del cero.
La dinamización de las matemáticas
En el siglo VII el matemático Brahmagupta elevó al cero a una nueva categoría al incluirlo en las operaciones aritméticas. Y en el año 773 el sistema posicional decimal indio hizo su entrada gloriosa en las matemáticas árabes. La primera obra que presentó este nuevo saber se publicó en las primeras décadas del siglo IX, bajo el nombre de Libro de la adición y de la sustracción según el cálculo de los indios. La firmaba un tal Mohamed Ben Musa Al-Kwuarizmi.

Cuando este célebre tratado se difundió por Europa desde el Al Ándalus (el territorio conquistado por los musulmanes en la península ibérica), se había traducido tantas veces que el origen de su autor terminó latinizándose como Algorismus y sus seguidores se convirtieron en “algoristas”.
No obstante, los árabes no se limitaron a la simple difusión de las matemáticas indias, sino que, tal y como recuerda Ifrah, “combinaron la estricta sistematización de las matemáticas y la filosofía griega con la practicidad de la ciencia india. Esto les permitió hacer un progreso significativo en los campos de la aritmética, el álgebra y la geometría, trigonometría y astronomía”.
Los árabes, además, personalizaron el número. De hecho, los números, tal y como los dibujamos hoy, aparecieron en la España árabe. Son las llamadas cifras del ghobar o cifras del polvo, dibujadas con arena sobre una tabla. Ahora se conocen como números indoarábigos.
Y si los hindúes democratizaron las matemáticas simplificándolas de tal forma que cualquiera pudiera desentrañar sus misterios, los árabes las dinamizaron, pues no se limitaron a aprender y propagar, sino también a experimentar, corregir, completar y aplicar sus hallazgos al resto de saberes. El árabe se convirtió en el idioma de la ciencia.
Un sinuoso viaje hacia Occidente
“En Occidente, la ingenuidad y el miedo empujó a las personas a vincular al cero con lo maligno. De hecho, en la Edad Media se consideraba al cero como obra del diablo, el gran supresor del significado”, escribe el periodista estadounidense Robert Kaplan en su Historia natural del cero.

Como vimos, la lógica griega impedía concebir una idea en que la nada fuera o significara algo, así que resulta asombroso pensar que matemáticos como Diofanto, autor de uno de los libros de aritmética más influyentes de todos los tiempos, o Arquímides, quien inventó teoremas y números capaces de representar cantidades astronómicas, lo consiguieran sin la ayuda de un cero. Sorprende también que una civilización que sentó las bases de la geometría moderna nunca introdujera el símbolo del cero en sus cálculos.
En la tradición hebrea la nada tenía también numerosas connotaciones indeseables: pobreza, infertilidad o pérdida de favores divinos. Con estos precedentes, el cristianismo confinó a la nada a un estado sin Dios. La antítesis entre el Ser y el No-Ser.
Pese a ello, el monje francés Gerbert de Aurillac —nombrado papa Silvestre II en el año 1000— fue el primer europeo en cultivar las novedosas ideas que probablemente asimiló durante su estadía en la España islámica entre los años 967 y 970. A su vuelta a Francia, su ánimo divulgativo encontró una feroz resistencia y sus compañeros cristianos se aferraron a las técnicas numéricas de la Roma clásica.
Los números indoarábigos aparecieron por fin en el año 976 en un documento llamado Codex Vigilanus, copiado por el religioso español Vigila. A pesar de esta primera evidencia escrita, los números se siguieron transmitiendo durante muchos años de forma oral porque escribirlos era como perpetuar la simbología satánica.

En el siglo XII se produjo una ola de traducciones al latín de los textos árabes y un siglo después, el matemático italiano Leonardo de Pisa, conocido como Fibonacci, viajó al norte de África para conocer de primera mano los avances en aritmética y álgebra. En 1202 publicó su famoso Liber abaci (El libro del ábaco), que se convirtió en la biblia de los algoristas y en la contribución definitiva para la difusión de los números indoarábigos en Europa.
Al cero lo llamó zephiruse, una traducción latina del árabe sirf que, al igual que el sánscrito sunya, significaba vacío. El zephiruse pasó a llamarse zero en italiano y cero en castellano.
La ciencia medieval poco a poco se fue desvinculando de las disputas teológicas sobre el vacío y grandes científicos como Torricelli, Galileo o Pascal se atrevieron a experimentar con él. El miedo al cero como puerta hacia la “oscuridad” de los números negativos se fue disipando y el cálculo se fue desvinculando del uso del instrumento de lujo conocido como ábaco: cualquiera que tuviera una tablilla, una pluma o un pergamino podía realizar cuentas que antes estaban reservadas a los abacistas.
En el siglo XVII Gottfried Leibniz sentó las bases del sistema binario actual con las variables 0 y 1, esencial para el desarrollo de las ciencias computacionales e informáticas. El número peligroso acabó transformándose en uno de los más poderosos: no existe campo de la ciencia, la tecnología o la vida cotidiana que no gravite en torno a él.
Historia del número cero
• Siglo XX a. C.: Los babilonios idean un sistema numérico posicional de base 60 con un espacio vacío como cero. Siglos después, usaron un símbolo semejante a un par de dardos inclinados para rellenarlo.
• Siglo X a. C.: Los incas desarrollan un sistema de cuerdas y nudos de base decimal llamado kipu, con un curioso uso del cero tangible: un espacio de cuerda sin nudos.
• Siglo IV d. C.: En China se perfecciona el sistema babilonio con uno de base decimal denominado suan zi.
• Siglo V d. C.: El 25 de agosto del año 458 aparece el sunya o primer cero operativo de la historia, en el tratado de cosmología hindú Las partes del universo.
• Siglo VII d. C.: El matemático hindú Brahmagupta eleva al cero a la categoría de número al incluirlo en las operaciones aritméticas.
• Siglo IX d. C.: Los mayas desarrollan su propio sistema numérico posicional de base 20 con un uso del cero muy avanzado: a veces figura como un hombre, otras como una concha o una flor.
• Siglo IX d. C.: El cero indio es presentado por primera vez en el mundo árabe en Libro de la adición y de la sustracción, del matemático persa Al-Kwuarizmi.
• Siglo X d. C.: El monje francés Gerbert de Aurillac es el primer europeo en difundir el cero hindú, pese al feroz rechazo que la idea “demoníaca” suscita en la mentalidad occidental.
• Siglo XIII d. C.: El matemático italiano Fibonacci publica en 1202 su famoso Liber abaci, la obra definitiva para la divulgación del zephiruse o número cero en Europa.
• Siglo XVII d. C.: El alemán Gottfried Leibniz sienta las bases del sistema binario actual con las variables de 0 y 1, esencial para el desarrollo de las ciencias informáticas, motor de nuestra era.