Por Daniela Merino Traversari.
Edición 426 – noviembre 2017.
Muchas veces el arte contemporáneo nos puede dejar con más preguntas que respuestas. Se manifiesta ambiguo, no necesariamente con la intención de ser incomprensible o incluso arrogante, sino quizá con el afán de encontrar nuevos puentes de comprensión, más sutiles, menos evidentes, más sofisticados y menos obvios.

Algunas obras contemporáneas podrían parecer de lectura muy cerebral a primera vista, digeribles únicamente después de su análisis y su estudio. Pero si nos aproximamos a estas obras no necesariamente desde los esquemas que han marcado el arte contemporáneo, sino desde un espacio totalmente diferente, más intuitivo y menos racional, podemos encontrarnos con una experiencia inédita, con algún tipo de respuesta que resuene en nuestro interior, que traspase nuestra piel en silencio sin percatarnos.
He descubierto a una artista que se enmarca dentro de estos nuevos lenguajes de comprensión, a la que me aproximé con muchos prejuicios y aquellos clásicos paradigmas respecto a lo que me puede ofrecer el arte contemporáneo: incomprensión, astucia, ironía, sarcasmo, etc. Es decir, todo menos una experiencia emocional. Pero me sorprendió. Ella es Cathy Wilkes (Glasgow, 1966), próxima a exponer en el MoMA PS1 de Nueva York. Wilkes surge a mediados de los años noventa, alimentando el fuerte escenario artístico que se estaba desarrollando en esa ciudad a fines del siglo XX. La marca una herencia feminista.
Sus elaboradas instalaciones hechas con maniquíes junto a objetos tomados de escenas domésticas —las suyas— funcionan de una manera asociativa y no precisamente desde una narrativa estructurada. Su trabajo artístico surge de un vocabulario muy personal que explora la relación entre su realidad interna y la experiencia con el mundo físico. Lo suyo es una práctica de intimidad que puede parecer impenetrable. Sin embargo, hay dos herramientas para entrar en su obra: el espacio entre los objetos que ha escogido para crear sus instalaciones, y el propio silencio de la contemplación que nos conduce a la esencia melancólica de su trabajo.
La poética del espacio
Nominada para el prestigioso Premio Turner en 2008, y actual receptora del nuevo Premio Maria Lassnig, Cathy Wilkes ha creado instalaciones a partir de un compendio de objetos cuidadosamente seleccionados. Pero, ¿qué son y qué significan estos objetos?, ¿por qué son estos y no otros? Por lo pronto, nos damos cuenta de que son objetos muy sugestivos y tan solo podemos intuir algún contenido en su significado; esto se debe a la elección y la variedad de sus materiales: viejos lavabos, excusados, juguetes, comida empaquetada, platos de ensalada a medio comer, tazas, botellas, teléfonos, aparatos de televisión, sábanas descoloridas o con estampados de flores, sus propias pinturas y maniquíes ya desgastados de tiendas de ropa.
Las escenas que construye Wilkes son de carácter muy teatral y dramático, pero no nos plantean una narrativa concisa; al contrario, el ensamblaje de estos objetos invita a la confusión y la perplejidad. La utilización de maniquíes, o de figuras antropomórficas de papel maché en su más reciente trabajo, y esa relación de espacio muy precisa entre todos los objetos escogidos, crean una tensión en la escena que nos produce una sensación profunda, difícil de describir en palabras. Valga decir que estas escenas tienen su origen en acontecimientos muy íntimos de la vida de la artista: el nacimiento de sus hijos, la muerte de sus padres y su propia vida doméstica.

Wilkes aborda el tema traumático de la separación, implícito en la experiencia materna, y hace referencia a la historia bíblica de Jochabed y Moisés al describir su trabajo: “También he utilizado los procesos o los pensamientos de la experiencia de la madre de Moisés poniendo a su bebé en una canasta y poniendo la canasta en el agua y empujándola”.
Hay una fijación profunda en esa sensación de distanciamiento con un objeto cargado de significado el momento preciso en que los dedos dejan de tocar la canasta, cuando se abre un espacio insuperable entre dos seres. Wilkes nos habla de la pérdida, traza la ruta de un trauma femenino y lo pone de manifiesto en ese espacio, un espacio al que el espectador busca darle sentido. Se puede decir entonces que el trabajo de Wilkes transcribe su experiencia femenina volviéndose altamente autobiográfico, siendo el maniquí el readymade que proporciona un lenguaje expresivo único en el que convergen las subjetividades de la artista.



Esas sensaciones íntimas deben ser trasladadas al espacio tridimensional y ahí está su desafío. Wilkes no intenta ser clara, solo quiere explorar su mundo interno y para ello ha creado un lenguaje propio, muy particular, en constante evolución. Hay ternura y suavidad en las formas de los seres que utiliza como referencia humana y que nos invitan a observar y sentir sin tanto analizar.

Desde el silencio
“Incluso durante los momentos más íntimos de mi vida, cuando me he extendido más allá de mí misma, muy lejos de mis límites, mi cuerpo y mi mente; el nacimiento de mis hijos, la muerte de mis padres, la separación del ser que amo se ha mantenido insuperable. Yo confío en mi sentimiento en relación con esto, nuestra separación, yo, la artista y tú. Entonces no hay expectativa de que la audiencia participe. Y no hay necesidad de que alguien comprenda totalmente. Al mismo tiempo, a través de la contemplación y la comunión, todos los objetos se pueden volver trascendentales”, dice Cathy Wilkes.
- The Encyclopedic Palace, instalación (detalle), 2013.

La última frase es crucial para adentrarnos en su trabajo. La sola observación puede ser un gran recurso para comprender obras de arte que pueden parecer inaccesibles (por lo menos inaccesibles desde la razón). En el mirar y en el volver a mirar surgen elementos intuitivos que nos permiten acercarnos al verdadero significado de una obra (y quizá tampoco es necesario comprender una pieza en su totalidad para valorar las intenciones del artista).
El trabajo de Wilkes aparece en constelaciones de objetos que se relacionan entre sí a través de la disposición meticulosa que ha realizado la artista. Es evidente que el azar no es parte del juego; todo lo contrario, hay una intencionalidad en el posicionamiento espacial de los objetos, una relación directa entre unos y otros. Algunas veces estas relaciones son oscuras y muy misteriosas, otras veces son más precisas, pero siempre tienen una presencia avasalladora y un propósito.

Por ello es necesario mirar las obras de Wilkes desde el silencio, una y otra vez. Desde el silencio y en esa contemplación repetitiva surgen relaciones entre los objetos que conforman la instalación, y se establece una narrativa basada en asociaciones que nace desde nuestro interior. Su obra puede ser muy críptica, pero hay un reconocimiento en el cuerpo femenino, en el cuidado de una enfermera, en el rostro suave pero inexpresivo de un niño o en los ojos de un soldado que nos provoca terror. Este reconocimiento nos ancla en ese silencio contemplativo y permite la construcción de diálogos entre los objetos extraídos de su cotidianidad.
Esta manera de aproximación a la obra nos vuelve a nosotros mismos los seres que estamos mirando. Esas escenas son las nuestras. Nosotros somos los maniquíes. Esos rostros sin sonrisa son el rostro de nuestros propios traumas. Y aunque las obras son bastante oscuras y su lectura parece imposible, hay un acercamiento instintivo que las vuelve universales. Se convierten así en espejo de una cotidianidad femenina.
Entonces, solo en la contemplación de nosotros mismos podemos comprender el verdadero significado de la existencia. No hacen falta los textos explicativos ni tampoco un análisis exhaustivo de una obra. En cada escenario de Wilkes hay una atmósfera de dolor y una gruesa capa de perturbación, y nosotros sentimos una profunda inclinación de ocupar esos espacios o esos “vacíos” que ha dejado la artista, de juntar los elementos y de construir nuestra narrativa individual. Esto también puede ser el arte contemporáneo.