Una periodista colombiana que le ha puesto rostro a los conflictos de Oriente Medio.
Por Manuela Botero Thiriez.
Fotografías: Kaveh Kazemi.
Edición 430 – marzo 2018.
“El periodista o escritor tiene que ir al terreno”.
La conocí cuando ambas andábamos de aventureras en la isla Gorgona, por ahí en 1998. Nos habíamos cruzado por unos pocos meses en la redacción del periódico El Tiempo de Bogotá, donde ella, en ese entonces, cubría fútbol (¡!) y turismo. Nos caímos bien. Años después me enteré de que se había ido a vivir a Irán y en 2008 la contacté como fuente para un artículo del diario El Universo sobre los intereses de Irán en el Ecuador, a propósito de la amistad entre el temible Mahmud Ahmadineyad —entonces presidente de Irán—, y Rafael Correa, y la firma de convenios de exploración minera y petrolera con Galo Chiriboga, entonces ministro de Energía y Minas y su par iraní.
La volví a ver en abril de 2017 en Teherán, aquella ciudad en la que había jurado no vivir nunca cuando fue a Irán como turista por primera vez en 2005. Ya llevaba diez años viviendo allí y era una periodista reconocida a nivel internacional como corresponsal en Oriente Medio e Irán para varios medios de televisión, radio y prensa: la revista Semana de Colombia, el periódico La Vanguardia de Barcelona, radio Francia Internacional en español, Noticias RCN y NTN24.
Además, el documental La verdad desnuda: los combatientes de ISIS, del que fue productora para Fusión TV/Univisión, acababa de ganarse el Premio Scripps Howard Award 2017. Ella, tras cámaras, fue la que coordinó la delicada logística, de vida o muerte, para que el corresponsal Vytenis Didziulis y su equipo pudieran filmar en 2016, en medio del fuego cruzado, la lucha de las Unidades de Protección Popular Kurda (YPG) contra el Estado Islámico (EI) en el norte de Siria y entrevistar a los jóvenes, hombres y mujeres, americanos y europeos, que se habían unido voluntariamente a esta causa. El documental de 43 minutos se encuentra en YouTube.
Me llevó a caminar un par de horas por Teherán. Eran las 8:30 de la mañana y casi todo estaba cerrado. Sabía meterse por los laberintos. Teherán es una de esas ciudades en las que nunca te imaginas lo que hay tras los muros. Gris, con tantos o más cables que Quito, con un tráfico infernal y con una orquesta delirante de pitos, es difícil palpar la vida diaria de su gente (entre ocho y doce millones, según los censos) si no tienes un lugareño que te lleve de la mano. Entramos en una casa de fachada inocua, subimos una escalera y llegamos a un coffee shop con un patio con flores y lienzos de gran formato de artistas jóvenes. Pude huir por un momento de la agenda turística y los gigantescos restaurantes de bufet. Fue como si me quitaran un inmenso esparadrapo de la boca. Ella sabe hablar farsi, conoce los códigos culturales y eso hace toda la diferencia.
Catalina Gómez Ángel seguía siendo la misma mujer sencillota, dulce y aparentemente frágil, tras un velo puesto de manera descuidada. “Con cara de mosquita muerta”, como dirían en su natal Pereira, nadie imaginaría que esta mujer menuda, hoy con 45 años, se mete en las que se mete: desde el año 2007 que decidió instalarse en Oriente Medio (un corto período en Beirut y luego en Teherán) ha cubierto los conflictos de Afganistán, Egipto, Iraq, Kurdistán, Líbano, Gaza y, sobre todo, el estado de terror y destrucción generado por la entrada del EI en la región y la guerra en Siria, que ella define como una “guerrita mundial” por todas las consecuencias que ha generado. También cubrió la crisis de los refugiados sirios en Europa.
Las circunstancias la han llevado a convertirse en corresponsal de guerra, un título que usualmente los periodistas —más hombres que mujeres— exhiben como trofeo de caza. En su caso cuesta sacarle el lado “Indiana Jones” al relato porque para ella lo que hace tiene un valor mucho más básico y más importante: ponerle rostro a las historias.
Por ello, cuando fue invitada a dar una charla TEDx en Pereira escogió como tema “el valor de las historias personales”. Era noviembre del año pasado y, mientras ella hablaba de sus experiencias en el frente de guerra, de niñas traumatizadas por el abuso, de mujeres que luchan contra la muerte en una precaria sala de cuidados intensivos, su madre convalecía en una cama cercana. Murió aproximadamente un mes después.
Unas de cal y otras de arena, ese diciembre Catalina recibió el Premio Simón Bolívar de Periodismo a la mejor noticia en televisión por la cobertura que hizo de la batalla de Mosul en Iraq (2016-2017), cuando una coalición internacional y de fuerzas iraquís recobraron el territorio tomado por EI. El Círculo de Periodistas de Bogotá (CPB) también la declaró, en dos oportunidades, mejor corresponsal internacional.
“Realmente creo que para que esas realidades tomen dimensión, el periodista o el escritor tiene que ir al terreno y ponerle rostro a eso que el poder o los políticos llaman sociedad civil, refugiados, víctimas, combatientes”, decía Catalina en su charla TEDx.
El periodismo es tal vez el único oficio en el que ascender es un castigo: ya eres editor de escritorio y no reportero de campo. Por eso llegó Catalina a Irán. Trabajaba como editora cultural en la revista Semana y se dijo “yo no quiero trabajar toda mi vida en un escritorio”.
Sus historias se han publicado en los periódicos La Vanguardia y El Mundo de España; en las revistas Gatopardo de México, Paula de Chile; y SoHo, Semana, Don Juan, Summus y Arcadia de Colombia.
Fuente: www.jetset.com.co
Le toca duro. Cada movimiento en esta explosiva zona del mundo es como el avance del escalador a muchos metros de altura. No puedes fallar, tienes que activar todos los seguros para no caer. Por eso para ella es clave su equipo: el fixer (persona local que le hace los contactos de avanzada y la seguridad), el traductor, el fotógrafo, el chofer. Actualmente no tiene respaldo de ningún medio en particular, es freelancer.
“Mucha gente se va a los medios en inglés porque pagan mejor. A mí me parece bonito e importante seguir cubriendo noticias para el público colombiano y latinoamericano, en el caso de NTN24, y en español, porque creo que el mundo no se lo debe contar desde una sola perspectiva, desde una sola persona ni desde una sola lengua”, explica Catalina que, sin embargo, dice que ya está lista para hacer trabajos de más largo aliento y menos efímeros que la TV o el periodismo de diario.
Volvamos a rebobinar.
—¿Por qué una mujer colombiana decide ser corresponsal de guerra en el siglo XXI e irse a meter en un país donde ser mujer es una desventaja mayor que en cualquier parte del planeta?
—Tengo una obsesión con Oriente Medio desde que era una niñita en Pereira. Me interesaban mucho dos eventos que leía en los periódicos: la guerra del Líbano y la Revolución iraní. Más tarde, como muchas de nosotras, me obsesioné leyendo a Oriana Fallaci, no había Internet ni canales internacionales, pero leía todo lo que me caía en las manos sobre Oriente Medio.
Cuando me fui a España a hacer una maestría en Relaciones Internacionales (en el año 2000) nos asignaban un país para seguir durante los dos años de estudio. Recuerdo que a mí me tocó Venezuela y se lo cambié a una venezolana a quien le tocó Irán. Terminé haciendo mi monografía sobre Irán y las relaciones internacionales en la época de Mohammad Jatamí, cuando él hablaba de diálogo de civilizaciones y coincidió con la llegada de Bush que decló a Irán el “eje del mal” y toda esa transición.
Me quise ir a Irán, pero en ese momento sufría una anorexia grande; entonces, guardé el dinero que me habían dado mis padres por el grado. Tres o cuatro años después, cuando me recuperé, me fui a Irán de paseo. Estuve casi dos semanas. Interesantísimo. Nunca pensé que fuera a volver.
Cuando volví a Colombia empecé a estudiar farsi con una niña que había crecido en Irán y su padre era Imán en Villavicencio y como dos años después, cuando trabajaba en la revista Semana, decidí irme un año sabático para aprender farsi y nunca más volví.
—¿Es Irán un país realmente hostil para las mujeres?
—Irán es un país hostil para las mujeres, dentro de los grises que existen en la humanidad. Si te digo que voy a viajar sola, a comer sola, no me va a pasar nada. Mucho menos que en otros países. De hecho, hay mucho menos acoso que en países como Egipto o Iraq. Hay hostilidad en otros niveles: como mujer tienes que usar velo desde que llegas al país y tienes que taparte el cuerpo. Hay una imposición y hay un cierto grado de violencia en eso, pero la violencia real empieza en las leyes: tu vida frente a la ley vale la mitad que la del hombre, a la hora de separarte es mucho más complicado que escuchen tu versión, en una herencia recibes la mitad que tus hermanos y, hasta hace poco, una madre no podía dar su nacionalidad a sus hijos; todas esas cosas son absolutamente violentas contra la mujer.
Hay otro tema que es muy ambivalente: cuando la ley islámica convirtió toda la educación en religiosa, gente que no dejaba ir a sus mujeres a la universidad por temor a la “occidentalización” comenzaron a permitirlo. Por eso hoy vemos que incluso mujeres que tienen velo son mucho más independientes, son mucho más libres a la hora de la crianza de sus hijos y el manejo de la vida diaria. Otra cosa es en la intimidad del matrimonio.
Hay una gran cantidad de divorcios. Muchas crían a sus hijos solas y enfrentándose a esta violencia de ser una mujer independiente, soltera o divorciada en una sociedad muy tradicional, no muy diferente de lo que ha pasado en nuestras sociedades… Son unas mujeres tan valientes que las admiro: han llevado una guerra y han sabido levantar la voz.
—¿Qué te enamoró de ese país para quedarte? (Aparte de tu esposo).
—Me enamoró esa complejidad de este país. Primero, la belleza de Irán, un país con semejante historia y una cultura milenaria. Aquí hay un concepto, independientemente de que seas religioso o no, del ser iraní, de lo que representa tu historia, tu cultura, tu gastronomía, tus poetas, tus escritores… y cada vez que viajas por el país a hacer una entrevista, a hablar con cualquier persona, es absolutamente enriquecedor. Es un país que lleva casi 40 años de revolución, con muchas transformaciones sociales, con una gran importancia geopolítica, con Occidente obsesionado con Irán; poder entender toda esa turbulencia social que está pasando es apasionante. Me siento afortunada de poder estar ahí, porque mucha gente cubre Oriente Medio sin entender a Irán.
—La mayor parte de tu trabajo periodístico es de corresponsal de guerra. ¿Era tu propósito o fue una consecuencia de tu ubicación geográfica?
—Yo creo que es 50 y 50. Hay años en que cubro más guerras, otros en que no. Fue una coincidencia porque empecé a hacer más televisión y, en la medida en que pasó lo de Egipto, Siria, Dáesh (EI), Iraq… tuve que ir al frente. No me considero una corresponsal de guerra pero para cubrir Oriente Medio hay que cubrir las zonas de conficto. Para hacer televisión hay que conocer no solo a las víctimas sino también a los victimarios y es ahí cuando conoces todos los daños que hacen las guerras y todos los intereses políticos que hay en la región. Siria, que es una pequeña guerra mundial, lo mismo Iraq; o sea, que si no se está al frente, hay muchas cosas que no se entienden en Oriente Medio.
Me siento muy afortunada de poder ir al frente y ver cómo funciona, pero también hago muchas cosas atrás para entender cómo funciona la sociedad y cuáles son las consecuencias de ese conflicto en ella.
—¿Qué aprendizajes sobre la condición humana te ha dejado esta experiencia?
—Yo creo que leyendo literatura se aprende muchísimo de la condición humana, pero nunca he aprendido tanto como cubriendo conflictos, en muchos aspectos: primero, cómo los seres humanos somos sobrevivientes por excelencia; por más dura que sea la lucha el ser humano está ahí, peleando por los suyos, con un instinto de supervivencia impresionantemente grande.
Segundo, cómo transforma la guerra a la gente, a algunos para ayudar y a otros, que eran esencialmente buenos y muy honestos, para tomar las armas y terminar metiéndose en ese pequeño círculo que es la guerra, porque creen que el mundo los ha abandonado, que es su tierra… Pero también me aterra cómo, cuando la guerra se acaba y dejan las armas, el ser humano tiene la capacidad de volver a tener una vida normal, tener hijos, volver a vender el pan, sin que quede ese rastro en ellos.
—¿Cuáles son esos clichés que no nos permiten entendernos a nivel cultural?
—Cada país de Oriente Medio es diferente. Irán es un país que se quedó aislado por 40 años; entonces, el problema es que la gente, al tener tan poco contacto con el mundo, sobre todo en cierto nivel socioeconómico, no se pone en contexto y no puede entender cómo funciona realmente Occidente; que también hay una cantidad de problemas: corrupción, pobreza y que no todo son fiestas ni apertura sexual. Ahí hay un “Lost in translation” de las culturas interesante.
—¿Te has hecho feminista?
—Soy de una generación que creíamos haber logrado algunas cosas y de pronto te das cuenta que no, que solo es apariencia. Me he vuelto feminista porque aún vivimos en un gran patriarcado y no solo por la lucha de nuestras colegas y nosotras y nuestro ambiente; también por ellas, en Oriente Medio, que son mucho más conscientes que nosotras de que están viviendo una lucha. Nosotras nos estamos despertando ahora con la campaña del #MeeToo. En estos momentos los argumentos de las francesas no me valen, porque primero tenemos que defender a las mujeres que no tenían la voz ni el poder de hacer lo que están haciendo.
—¿Dónde te ves en el futuro?
—Quiero seguir haciendo reportería a un nivel más profundo: hacer libros o documentales. Me encanta el terreno, me encanta recorrer esos países, conocer esa gente, poder contar sus historas, poder contar esas evoluciones. A futuro me gustaría hacer proyectos más largos que tengan más durabilidad en el espacio y con más contexto.