
La Casa de los Siete Patios se levanta entre las calles Rocafuerte e Imbabura, en el barrio de San Roque. Es un referente de la arquitectura civil de la capital ecuatoriana. En sus 4000 m2 residen 36 familias de las clases populares.
Víctor Vizuete
San Roque es un barrio empotrado en el centro del primer Quito hispánico y es uno de los reductos de la idiosincrasia capitalina. A mediados del siglo pasado fue la cuna de la élite quiteña. En él vivieron personajes con apellidos como Riofrío, García, Polanco, Rodríguez, Ibarra y Bustamante. Pero con el paso de los años se convirtió en un espacio de las clases medias y populares, sobre todo provenientes de la migración, como sucede en otras zonas del Centro Histórico quiteño: El Tejar, San Diego y La Chilena.
Las 32 manzanas que componen San Roque parecen legos gigantes conformados por estructuras republicanas de dos o tres pisos y decenas de casas más modestas. En ese barrio, entre las calles Rocafuerte e Imbabura se emplaza la Casa de los Siete Patios, un inmueble de 4000 m2 de superficie que cobija a 36 familias y está considerado como el inmueble residencial más grande de Quito.
Entre la tradición y el vértigo
Para los residentes de este barrio la Casa de los Siete Patios es tan sanroqueña como las colaciones de la Cruz Verde, la sopa de churos de la Plaza Victoria o las papas con cuero de la Imbabura y 24 de Mayo.
Aunque no se conoce la fecha exacta de su primera construcción, los escolares y colegiales de los primeros cursos de los años sesenta y setenta del siglo pasado tenían la visita a este inmueble como uno de los retos más bizarros de su vida extraacadémica. Lo confiesa Manuel Grijalva, residente de la Rocafuerte de toda la vida.

“Lo hacían impulsados por la curiosidad de comprobar qué de cierto tenían las leyendas urbanas sobre la casona, que ya eran vox populi”.
Esas fábulas fueron uno de los ganchos que tuvo el inmueble para volverse conocido y famoso. Otro de los anzuelos, obviamente, fue su estructura sui géneris. El arquitecto Fernando Almeida explica que la gran vivienda posee un diseño uniforme, conformado por viviendas distribuidas en torno a seis patios de piedra. Los bloques residenciales se conectan por zaguanes, corredores y por escalinatas con los pisos superiores.
También existe un séptimo patio residual, en la esquina suroriental. Este, tipo azotea, tiene una gran vista del paisaje y el entorno. De hecho, es el preferido por los más de cuarenta niños que residen en el lugar porque es el epicentro de juegos y actividades comunales.
La primera construcción data de la segunda mitad del siglo XIX y, por el intenso trajín al que ha estado expuesta, la edificación ha tenido varias intervenciones, cambios y ampliaciones. La forma actual en L es, precisamente, la consecuencia de la fusión de una casa más pequeña que estaba adosada a la principal, a inicios del siglo XX.
Misterio y fantasmas

En cuanto al hálito de misterio y a la presencia de visiones o apariciones en el inmueble, las voces están divididas.
Gonzalo Rivera, un vecino de 65 años que reside cuarenta en el sitio, afirma que nunca ha visto fantasmas, pero sí ha sentido su presencia algunas veces. “Cuando están aquí, el lugar se vuelve pesado y un frío sepulcral se apodera del ambiente”.
Una historia —que rueda de boca en boca, pero siempre en voz baja— afirma que el espectro que se aparece a ciertos residentes es el alma en pena de una estudiante que se ahorcó en su departamento por una pena de amor.
Carmen Ruales, otra antigua residente y dueña de uno de los departamentos, no cree en esos sucesos esotéricos y sobrenaturales. Ella ha vivido 52 de sus 59 años en uno de los 36 departamentos actuales del inmueble. Su padre, Jorge, falleció ahí hace diez años y su madre, que ya cumplió los 81, todavía la acompaña.
Sin que se sepa bien cómo ni cuándo, dice Ruales, los diarios y las radios empezaron a llenarse de historias que hablaban de fantasmas danzando sin descanso en alguno de los patios de la casa, en noches especialmente pesadas. Tampoco faltaron los testimonios de algunos vecinos que juraban que habían visto varios muchachitos etéreos jugando “bolas” en medio del silencio fúnebre.
“En un inmueble tan grande, con más de 250 vecinos, las historias tienen orígenes mucho más humanos. En los más de 170 años de existencia de la casa se han tejido amores, desamores, rencillas, odios… Yo mismo soy un ejemplo de esa coyuntura. Con mi esposo, quien falleció hace un año, vivimos algún tiempo ventana frente a ventana. Entonces, nos enamoramos, nos casamos y conformamos una familia. Aquí nacieron mis dos hijas, mis nietas y una bisnieta. Y aquí trabajo en una peluquería que atiendo cuando me solicitan”.
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De mano en mano

Kléver Estrada es otro residente de vieja data. Él ha escrito su bitácora de 48 años entre esos siete patios, pasajes y edificaciones. Este profesional cuenta que el inmueble perteneció al señor Luis Suárez Baquero, quien tenía los apartamentos puestos en anticresis.
Cuando don Luis falleció se hicieron cargo del manejo del conjunto su esposa e hijos, pero la tarea les resultó muy pesada. Con el paso del tiempo, el bien se depreció sin remedio. Obviamente, los conflictos legales crecieron en proporción directa con ese deterioro.
Al ver la penosa situación del inmueble, su padre y otros vecinos organizaron una directiva con el objetivo de recuperarlo y lograr que les vendieran los inmuebles donde vivían.
En 1971, cuando la situación estaba en su punto de quiebre, el municipio compró el inmueble, lo catalogó como bien patrimonial y planificó su rehabilitación. La situación era terminal. Habían desaparecido dos patios y el resto estaba apuntalado y con múltiples derrumbes. Paradójicamente, la casa estaba habitada por veintisiete familias, según un informe pericial del Fondo de Salvamento de Quito (Fonsal), hoy Instituto Metropolitano de Patrimonio (IMP).

Cuando la situación era casi insostenible, una casualidad cambió el rumbo de las cosas. Fue en la alcaldía de Rodrigo Paz y durante la realización de un Congreso Latinoamericano de Museos.
En ese evento el padre de Estrada se encontró con su colega Carlos Efraín Machado y le contó el drama que vivían las veintisiete familias que habitaban la casa. El relator deportivo lo escuchó con atención y le puso en contacto con el arquitecto Manuel Ramos, representante de la Junta de Andalucía en Quito, entidad que trabaja en la recuperación espacial y patrimonial en la ciudad.
Al final, la junta facilitó el dinero con una sola condición: que se les diera en propiedad los departamentos a quienes los habitaban. Sin embargo, la entrega efectiva del inmueble se hizo en 1989, en la alcaldía de Jamil Mahuad. Solo entonces, los antiguos residentes volvieron a su anhelada querencia, que se convirtió por varios años en una especie de tierra prometida.
La familia Baquero, dueña original del bien, también tiene su departamento. Allí vivía uno de los hijos, quien falleció. El Municipio de Quito también apartó dos unidades habitacionales.
El resto de departamentos habilitados (diez en total) y dos locales comerciales se sortearon entre los muchos solicitantes que se inscribieron para adquirirlos. Así lo cuenta Susana Cabezas, presidenta de la directiva actual del condominio y una de las personas favorecidas por esa adjudicación democrática, hace veintiséis años.
De vuelta al deterioro
La casa nueva no tenía nada que ver con la original. Los departamentos eran amplios, funcionales, claros. Los patios estaban muy bien iluminados, al igual que los pasillos y las escaleras de acceso a los segundos pisos. El ingreso tenía doble puerta de seguridad. Hasta la guardianía y la administración se implementaron durante los primeros años posteriores a la rehabilitación de 1989.
Cabezas añade que el uso diario y los eventos naturales han conspirado con los acabados, algunas estructuras y hasta con una que otra infraestructura de la casa. Hace unos años, las granizadas destruyeron las pérgolas de acrílico que cubrían dos patios. Y hay algunos equipamientos, como tuberías, que se han gastado por el uso.
Según la presidenta, los cinco dólares mensuales que se cobran por alícuota a cada unidad habitacional son insuficientes para realizar reparaciones y otras adecuaciones, aunque aumentar el valor de las expensas es imposible pues muchos condóminos no tienen trabajos fijos.
Los pedidos de ayuda al municipio para las mejoras se han topado con una barrera difícil de franquear: la propiedad del inmueble. Según el ente municipal, ellos ya no tienen ninguna incidencia porque vendieron los departamentos a los propietarios actuales.
No obstante, la directiva siempre está sacándose algún as de la manga, asevera Estrada. Un botón de muestra: recientemente se habilitó un espacio como garaje de motocicletas, pues muchos vecinos las utilizan como su medio de movilización diaria y de trabajo.
Las expectativas de la directiva son ambiciosas. Por ello, antes de la pandemia, el inmueble empezó a formar parte de varios recorridos turísticos e históricos realizados por colectivos como La Chulla Historia, Quito te Cuenta y Quebrada de las Calaveras. Hoy quieren volver a ser parte de estos circuitos.
Con o sin alícuotas, lo cierto es que todas las familias y las más de 250 personas que residen en la icónica casa se sienten totalmente identificadas con ese lugar. Y aseguran que no cambiarían de residencia por nada.
Así lo expresa Orley Vera, un manaba de 52 años que se decidió por vivir en Quito hace dos décadas. Él es uno de los residentes más nuevos y propietario del departamento 35, desde 2006.
Para Vera, su esposa y sus dos hijos residir en este inmueble patrimonial es un orgullo y una satisfacción por varios motivos: la paz que se siente en el ambiente, la buena vecindad que se ha mantenido como norma, las fiestas comunales, las visitas turísticas que se han reiniciado, entre otros.
Este emprendedor también resalta la seguridad del inmueble, pues el doble ingreso se mantiene y cada vecino tiene sus llaves y, algo que para él es fundamental: la casona se encuentra cerca de todo (oficinas de gestión, iglesias, almacenes, comercios y el Centro Comercial Ipiales), lo que optimiza sus gestiones y su tiempo de manera radical.
Al final del día, aquí todos saben que los verdaderos misterios de esta casa suceden en la convivencia cotidiana que se gesta alrededor de sus siete patios.