
El destino de Carson McCullers (1917-1967) también estuvo marcado por los avatares de un viaje liberador. En 1933, luego de graduarse de la escuela secundaria, decidió partir a Nueva York desde el puerto de Savannah, en su estado natal de Georgia.
Debió tratarse de una travesía marítima larga y proclive a la reflexión (McCullers tenía una mente exquisita) en un barco que serpenteó las costas atlánticas de Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, Delaware, Nueva Jersey, para finalmente acoderar en la gran ciudad. McCullers, luego conocida no solamente por ser una narradora extraordinaria y un personaje estrafalario, quería dejar atrás los usos y costumbres sureños y buscar algo de mundo.
Carson McCullers, mujer de letras, había nacido como Lula Carson Smith en Columbus, Georgia. El sur profundo. El cinturón bíblico. Llámenlo como quieran (al sur), pero es evidente que a McCullers le correspondió vivir los residuos de la Guerra Civil estadounidense.
Una sociedad (la sureña) que, si bien había abolido la esclavitud formalmente, todavía se basaba en la tenencia de la tierra, en las insondables diferencias de clase, en el gobierno de clanes y parentescos, y en un régimen de segregación. Se trata, pues, del mismo territorio meridional en su momento retratado por Flannery O’Connor, Harper Lee, Truman Capote, Tennessee Williams y, en particular, William Faulkner.
Su aspiración inicial fue seguir una carrera musical (de hecho, se podría sostener que su novela de estreno, El corazón es un cazador solitario, es en buena parte un alegato a favor de la superioridad de la música entre todas las artes) en Nueva York.
Según la leyenda urbana, su padre vendió una joya de la familia para poder costear la navegación y parte de la estadía, pero en la ciudad le robaron el dinero, aparentemente en el metro. El plan original de Carson era estudiar en la escuela de Julliard para poder convertirse algún día en pianista clásica. Tuvo que buscar trabajos precarios y alimenticios para poder sobrevivir en la ciudad y, tras numerosas peripecias, prefirió inscribirse en clases de escritura en la Universidad de Columbia.
Para entonces tenía leídos a los clásicos decimonónicos rusos —Dostoievski, Tolstói y Chéjov, fundamentalmente—; se había empapado de sus tribulaciones psicológicas y sus sinsabores burgueses, y decidió cambiar las teclas por la pluma. Así, pues, de un viaje accidentado nació la invención de Carson McCullers y su literatura, a un tiempo potente y radicalmente poética. Sin embargo, la música no quedó en el olvido, por cuanto en varios pasajes de su ficción hay vasos comunicantes entre ambas artes, por no hablar de la notable consonancia de su propia prosa.
Tres obras de ficción apuntalan el lugar de McCullers en las grandes ligas de la literatura estadounidense: La balada del café triste, Reflejos en un ojo dorado y sobre todo El corazón es un cazador solitario. El trabajo de invención se completa con El reloj sin manecillas y con Frankie y la boda. En el corto pero contundente elenco de esta escritora, me parece, El corazón es un cazador solitario condensa a la perfección su concepción de la novela como obra de arte.
En esencia se cuenta principalmente la historia de John Singer, un sordomudo que vive y trabaja modestamente en un pueblo de Georgia en los años treinta del siglo pasado. Al ambiente profundamente opresivo de la novela —que sugiere comparaciones con las asfixias y melancolías de Juan Carlos Onetti— es necesario añadir un importante componente político: toda la trama se desarrolla en el sur profundo estadounidense, todavía teñido por las heridas de la esclavitud, las tensiones raciales, la pobreza y las diferencias sociales.
Se trata, además, de un pueblo industrial golpeado por los coletazos de la Gran Depresión y por las divisiones partidistas.

Con lo anterior en mente, El corazón es un cazador solitario equivale a una transparente radiografía de la desdicha; un sagaz ensayo acerca de la soledad y la inequidad. Trasluce también la pasión de Carson McCullers por la música —acordémonos, pues, el objetivo inicial de su viaje a Nueva York— incorporada en otro de los fascinantes personajes: Mick, una joven de sexualidad indefinida que pasea por los barrios e identifica las casas que cuentan con radio, para poder así escuchar la música ajena agazapada debajo de las ventanas.
Mick también destina los centavos —todos los personajes de la novela cuentan y viven al centavo— de su almuerzo colegial para tomar clases de piano. Así la música, desde los compositores clásicos hasta las notas sureñas del blues o el jazz, atraviesa El corazón es un cazador solitario, una obra maestra, angustiosa, pero al tiempo intensamente lírica.
En diferente registro, en el caso de Reflejos en un ojo dorado, estamos frente a una nouvelle exploratoria de las fronteras entre el deseo, los celos y el voyerismo. Un retraído soldado que cuida los jardines de un oficial —todo, por supuesto, ambientado en localizaciones del húmedo y atosigante sur profundo de Estados Unidos— y que, durante sus trabajos de jardinería, espía a la mujer del oficial desnuda a través de los cristales.
En la novela corta se desarrolla un poliedro amoroso, tocante a la obsesión del soldado raso por la señora del oficial, por la atracción de este último por el conscripto y por la intervención del amante de la pareja del oficial. Carson McCullers, en Reflejos en un ojo dorado, domina el arte de la novela corta consistente, según Ricardo Piglia a propósito del prenombrado Onetti, en la develación de un secreto. Todo en la limitada trama de la novela corta —alega el argentino— debe sostenerse en entender y descubrir lo escondido y sus razones.
Con motivo de La balada del café triste McCullers vuelve a hurgar en sus obsesiones: la ruina, el avasallamiento del sistema de castas heredado de la Confederación, la soledad como condición ineludible de la naturaleza humana. Acá también McCullers nos expone a una complicada situación amorosa que incluye a una mujer de carácter fuerte y maneras recias, a su violento, efímero y cruel marido (el matrimonio duró diez días) y a un supuesto primo de la mujer, jorobado y aparecido de la nada con apenas una borrosa foto como evidencia del parentesco.
En esta novela corta Carson McCullers cierra el círculo de una saga sureña, notablemente influenciada por William Faulkner, signada por el aislamiento, la injusticia y el amor posesivo.
Sin duda, las tribulaciones personales, la tortura de la enfermedad crónica, los fantasmas de la depresión, el deseo no retribuido y los grilletes del alcohol, embeben las páginas de Carson McCullers. Su catálogo, corto pero trascendente, transpira la tristeza de una vida de heridas y magulladuras. Finalmente, McCullers murió cerca de Nueva York, en 1967, con cincuenta años.
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