Por Francisco Febres Cordero
Todos los martes, jueves y viernes, Carlos Michelena presenta su espectáculo al aire libre en el parque El Ejido, junto a la columna que marca el sitio de la “hoguera bárbara” y donde ahora también hay un monumento a Eloy Alfaro. A las diez de la mañana el público se va congregando para ganar puesto y poder sentarse en la yerba. Llega el actor con un baúl en el que guarda sus máscaras y los elementos de vestuario, y comienza sus ejercicios de calentamiento hasta que, exactamente a las diez y media, inicia su espectáculo. Para entonces, hay unas trescientas personas que rodean al actor, quien marca los límites imaginarios del escenario. En medio de la función, hace promoción de las naranjas, los chochos con tostado, “keyes” o el agua de coco que ofrecen las vendedoras ambulantes. Y todo, claro, con humor, con ese mismo humor, esa gracia, esa chispa inteligente con que interpreta sus sketch en que, por igual, satiriza a los políticos que a los burócratas, a los ladronzuelos de los fondos públicos que a los trepadores, mientras va relatando historias de la gente. De esa gente de todos los días, de esa gente de la calle que araña la vida para buscar su subsistencia, que anda en bus, que malvive en los suburbios, que no encuentra lugar en los hospitales, que sufre, en fin, las injusticias de una sociedad mal construida.
Con poquísimos elementos, Michelena se transforma: una vez es policía; otra, cualquiera de los presidentes de la República que de nuestra historia han sido; otra, una mujer, un cura, un conscripto. Y nada lo hace sin ese lenguaje tan propio que le ha permitido trascender, incrustarse en la memoria y en el corazón del pueblo. Y es que el Miche (como se lo conoce) se ha tornado en un icono que ha hecho del teatro callejero una expresión del mejor arte escénico. Después, pasa una canasta para que el público contribuya con lo que quiera como pago de la “entrada”.
Terminada la función, mientras Carlos se desmaquilla, nos sentamos en la yerba para hablar.
—¿Por qué el parque El Ejido, Carlos?
Esto es más bien una consecuencia del grupo que formamos con Pancho Aguirre, Rudy Acosta, Maricela Valverde, Guido Navarro, Eduardo Bueno y El Papeles. Rodábamos por la ciudad con una obra que se llamaba El Pedo. Siempre ha habido ordenanzas que han prohibido que se haga un tipo de teatro crítico o, si no, diciendo que el teatro callejero afea y daña la ciudad. Entonces, buscando, buscando, caímos en El Ejido, donde había un escenario en el Centro de Promoción Artístico. Usamos eso. Como era sombrío, nos pasamos a otro sector, que era el destinado a los niños. Nos prohibieron que estuviéramos ese sector hasta que encontramos este lugar. De ahí los compas se fueron, buscando cada cual su ruta: Panchito se dedicó al cine, Guido tiene su propia escuela, Eduardo se dedicó al estudio, Acosta se hizo sacerdote, la Churos vive en Alemania. Y yo me quedé solo, aquí.
—¿Cuánto hace de eso?
Unos veinte años.
—¿Fue ahí que comenzaste en el teatro?
No, yo empecé hace 40 años, en la Escuela de Arte Dramático de la Casa de la Cultura.
—¿Cómo?
Buscaba en qué ocuparme porque mi mamá me exigía que dejara de vender caramelos y que fuera a estudiar la secundaria.
—¿Cómo fue tu infancia?
Vivíamos como inquilinos en la calle Elizalde, luego en El Dorado, de donde nos desalojaron y fuimos a vivir en una mecánica frente a la maternidad Isidro Ayora; de ahí nos pasamos por la plaza de Santo Domingo, luego a San Roque y por último, hace poco, pude hacerme una casa por el peaje de la autopista que va a Sangolquí, donde viven mis hijos y mi mujer. Yo vivo en San Juan, con mi mamá. A ella, que tiene 82 años, le gusta seguir en el puesto de venta de caramelos y ahí le dejo instalada, frente a la maternidad Isidro Ayora.
—¿Cómo estaba integrada tu familia?
Vivíamos mi mamá, mi hermana mayor y yo. Luego mi hermana tuvo su hija.
—¿Y tu papá?
Era zapatero y por las circunstancia se dedicó mucho a los amigos, al cuarenta, al chupe, una vida más bien bohemia, creo que no entendió el sentido de la responsabilidad.
—¿Les abandonó?
Más bien nosotros nos separamos de él porque cada vez que se chumaba o perdía el Aucas iba a desquitarse con mi mamá. Era una situación bien turra.
—Pero tu abuelita también contó en tu vida ¿no?
Mi abuelita Rosario Michelena hacía tamales de gallina, quimbolitos, pristiños, buñuelos y los vendía afuera del Mercado Central. Ella era conocida por su volumen, era tan gorda que los taxistas no querían llevarle porque les desbalanceaba el auto y les ponía llanta baja.
—¿Esa herencia culinaria llegó al resto de tu familia?
Una hija suya, mi tía Aída, se casó con un señor Osvaldo Salas, al que le llamaban El Quinde, que vendía las empanadas de morocho en el estadio.
—¿Tú tienes gusto por la cocina?
No. Otra tía mía, Blanca, tenía un kiosco en La Carolina. Además, ella era muy aficionada al canto. Había formado el trío Los Angora con mi tío Miguel Ángel y mi papá.
—¿Entonces tu vena artística te viene por ahí?
A mí me quedó el gusto, genéticamente hablando.
—¿En qué escuela estuviste?
En la Simón Bolívar, pero nunca me gustó, salvo el recreo, donde jugaba fútbol. Eso no fue muy grato para mí.
—¿Por tu temperamento?
Porque tenía una atención dispersa por la situación de mi hogar, por la pobreza, por las necesidades. Yo estaba con el pensamiento en otras cosas, preguntándome si cuando regresara a la casa estaría mi papá, si estaría chumado, si me iba a pegar. Mi mamá hacía también habas de sal, habas de dulce, maní de sal, maní de dulce, y con mi hermana empacábamos en unos tubitos de celofán para ir a entregar a los carameleros que vendían a la entrada de los cines.
—¿Qué te dejó tu infancia?
Dentro de la dureza, un saldo favorable de unas buenas bases para hablarle a la gente en sus propios términos, porque cuando tú has pasado esas experiencias de necesidad, de no tener un trabajo estable, de ser perseguido por la autoridad, tú te sientes del lado de es sector social y ves, al pasar de tantos años, que la cosa es dura y que las circunstancias, básicamente, no han cambiado. Tus raíces están ahí. Y por eso es que yo me identifico con esa gente. Prefiero estar en el parque con ellos que en un canal de televisión o hacer otro tipo de trabajo artístico.
—Pero un tiempo estuviste en la tele.
Hay una suposición generalizada de que el artista tiene que mantenerse al margen para dar esa imagen de algo superior, sublime. Por eso no empatamos: me decían que la imagen del canal no era compatible con el parque. Hay empresarios que me han dicho que me pueden pagar bien por una función pero que no salga al parque, por mi imagen; no podemos, decían, pagar por algo exclusivo cuando usted va y pesetea ahí. Entonces, contra esos conceptos cerrados he tenido que luchar. Yo no busco ni esa fama plástica, ni ser millonario, ni llegar a la Asamblea, ni nada de eso. Simplemente quiero compartir mi vida con la gente.
—Cuando vendías caramelos frente a la Maternidad ¿qué sentías?
Rechazo a lo social, porque los panas de entonces pasaban gritándome de todo, vago, caramelero, andá a estudiar. Y mientras yo le perseguía a uno que gritaba, venían los otros y se cogían los caramelos. Todo un desbarajuste.
—¿De esa vida de la calle aprendiste vicios?
De hecho. Si no pagas piso, si no te involucras en los códigos callejeros, te marginan, te botan. Claro, hubo una época en que me dediqué mucho al trago, por ejemplo. Me dedicaba a estar por las cantinas, chupando. Igual, otros panas más modernos me ensañaban a fumar yerba y otros más pelucones a jalar coca; a veces los sicodélicos me llevaban a comer hongos. De todo eso vas también descubriendo cosas.
—Además de esos viajes por los territorios de la mente, ¿has hecho otros?
Con el tema migratorio, me contrataban para alegrarles la vida a los panas que estaban en España, en Italia, en Suiza. Ver otras culturas, otras expresiones, te nutre, te hace crecer. Pero como la crisis llegó también allá, ya no me llevan. Ahora viajo a nivel local nomás, o sea participo del consumo interno bruto.
—Es decir, ¿la vida ha sido tu gran maestra?
Sí, hasta ahora. Si bien los libros son un gran soporte de conocimientos, la vida diaria es la que más te enseña.
—¿Siempre has estado contra el poder político? ¿Con qué te alineas?
Discutíamos esas cuestiones con Pancho Aguirre. Decíamos nosotros hemos apoyado a Alfaro Vive, al Mir, a los sindicatos, pero básicamente no estábamos de acuerdo con su esencia. Que los unos piden que les den más sueldo y siguen siendo esclavos de su trabajo, que los otros buscan el poder, pero sin tener acceso real al poder, llegan a asesores o viceministros por haber sido izquierdosos. Entonces decíamos nosotros lo que somos es underground, contestatarios, no creemos en la esencia del Estado como tal, somos cuestionadores de cómo se impone una forma de vida a los seres humanos.
—¿Estás más cerca del anarquismo?
No creo, porque el anarquismo, con Bakunin y ellos, lo que hacía era cuestionar al poder del momento y buscar un tipo de comportamiento anexo al sistema. En cambio los underground lo que hacen es buscar un concepto filosófico para una distinta forma de vida, que más se alinea con los sufís, con los mantras, con los yogas, con el libre pensador, con la filosofía oriental, con el contacto con la tierra, con volver a estar en paz, en calma con su interior.
—¿Haces yoga?
Sí.
—¿Y eres disciplinado?
No. Eso es lo que falta. Lo que me falta es esa disciplina, ojalá el tiempo me lleve a eso.
—¿Vegetariano?
No. Ahora, si me toca comer lechugas, le hago a eso ¿no? No me hago lío. Tampoco soy adicto a la carne. Pienso que en la vida los extremos son malos. De repente, un puerquito no te cae mal. Comerse un cuy no es malo, si eso te propone la vida. No soy dogmático ni me hago el del estrecho.
—¿Cómo nació en ti la afición al dibujo?
Eso fue también una herencia del puesto de caramelos. Como de muchacho me pasaba tantas horas frente a la charola, sentado, intuitivamente lo que hacía era coger las tiras cómicas que salían en los diarios, Mandrake, El Fantasma, todo eso, y las calcaba porque me gustaban las figuras. Después me dijeron que ese ejercicio había sido bueno porque ahí iba soltando el pulso. Luego me dieron chance de ir al taller de grabado de la Casa de la Cultura, donde me enseñaban Carlos Viver, el Pedro Niaupari, el Luciano Mogollón, el Eduardo Gutiérrez. Ellos me direccionaron. Hago unos folletos que los distribuyo entre el público que ve mi espectáculo, y también afiches reflexivos.
—¿Tu solidaridad te ha llevado también a ayudar a los presos?
El que ha sufrido carcelazos luego se conmueve por los que quedan adentro. Encuentras ahí gente que no debería estar guardada, hombres de edad avanzada, jóvenes a los que encontraron con unos tres paquetitos de marihuana, y mil cosas así de absurdas. La primera vez que me metieron preso no tenían de qué acusarme. Estaba con el Lucho Martínez del teatro La Matraca y nos dijeron que queríamos robarnos el edificio ese del Filanbanco, la licuadora que le decían. Antes tenía más expectativa, más esperanza de ser un aporte para hacer una rehabilitación de las gentes de adentro y di un año clases en la cárcel de mujeres de El Inca, formamos un grupo de teatro y uno de danza y las obras se presentaron dos veces en el Prometeo. Y a la par estuve también en la cárcel de varones y en el CDP, pero cuando ya teníamos listo el montaje de una obra, por orden del señor Gutiérrez (Lucio) me prohibieron la entrada y ahí se acabó la nota. Ahora, claro, cuando me llaman voy a dar funciones allá, a los panas.
—¿Cuántas veces has estado preso?
Tres. En la época de Borja, cuando ya me sacaron me habían querido volver a meter. Y les digo no pues, a quién le gusta que le vuelvan a meter (lanza una carcajada pícara), y agarré a mi mujer, encargamos a la hija que teníamos y fuimos a parar a Bolivia, donde estuvimos dos meses. Regresamos por tierra y me tocó estar quieto un rato hasta retomar la actividad, porque no sé hacer otra cosa.
—A propósito de tu mujer, ¿cuántos matrimonios has tenido?
Nunca me he casado. He convivido y he compartido varios años de la vida y siguen los hijos creciendo, ya me han dado dos nietos, el mayor de siete años y el menor de dos y medio.
—¿Cuántos hijos?
Cuatro.
—¿Estudiaste secundaria?
No, solo tengo primaria y el resto es una autoeducación que dura hasta ahora.
—¿Cómo es tu relación con la gente del parque?
Aquí se ha ido estableciendo un código de respeto. Doña Lupita Pachacama, que es mi secretaria, me da el jugo en medio de la función, mientras ella vende naranjas. A través de los años he ido entendiendo que el arte no tiene porqué divorciarse de la actividad diaria de la gente. Así como ellas venden sus cosas, yo también estoy ofertando mi arte, entonces no hay rivalidad, el respeto parte de ahí. Pero eso me ha demorado años en entender.
—¿Cuándo entraste a la Escuela de Arte Dramático?
Cuando tenía 15 años. Me aceptaron como oyente. A los dos años pasé a ser utilero del Teatro Ensayo, que dirigía Antonio Ordóñez, quien luego me dio chance a actuar en la obra Huasipungo. Ahí empecé realmente a involucrarme en el escenario. Hice como diez años teatro de sala, obras de Shakespeare, de Moliere, de Jean Genet.
—¿De dónde te brota el humor?
De lo que oyes en el bus, de los comentarios de los panas que cuidan los carros, de las ocurrencias de los chumaditos que te nutren de cosas.
—¿Lees mucho?
Sí. Últimamente he estado leyendo a Ana Arendt, que enfoca la crisis del gobierno de Nixon, Watergate, los documentos secretos y toda esa vaina de Vietnam y la oposición anónima de los jóvenes estadounidenses a esa guerra. Ella es una politóloga muy clara, muy centrada. Me gusta también leer al señor Saramago, sobre todo en El evangelio según Jesucristo, que me parece que le aterriza a la figura de Cristo y le pone en términos muy humanos, muy conmovedores.
—¿Eres creyente?
Sí. Si no voy a la iglesia es otro asunto, pero tengo mis piedras de río, mis notas naturales, creo en la energía, en los espíritus de la gente que se ha ido y que pueden protegerte. Siempre que llego a la casa me limpio con una vela y me bajo las malas ondas.
—¿Qué más lees?
Estoy leyendo también un acercamiento al teatro de Brecht y de noche, para poder dormir, Ricardo III de Shakespeare, donde se ven las maniobras del poder. La condición humana está reflejada en la literatura.
—¿Escribes?
No, no tengo esa práctica. Más bien dibujo. Me cuesta mucho redactar, más me llevo con la gráfica. Si se me viene una idea o alguna propuesta escénica, las dibujo.
—¿Cómo es tu relación con el cine?
He hecho unos intentos de hacer cine, pero me he abierto porque me molesta eso de “¡corte!” y repite y repite y repite. Siento que pierdo espontaneidad, que estoy imprimiendo una falsedad para el que va a ver. Me dicen “siéntete solo”, pero ¿cómo me voy a sentir solo si me rodean quince personas, entre camarógrafos, luminotécnicos y eso? Me parece que ahí hay una mentira. En el teatro que hago, en cambio, me toca redoblar el sentido stanislavskiano de la memoria emotiva y todo eso, porque eso sí te lleva a decir tu verdad como actor y no hay repetición: lo que se fue, se fue.
—¿Y se te han ido cosas de las que después te has arrepentido?
Sí. He tenido a veces conflictos con espectadores que te dicen a veces alguna insolencia o te provocan adrede para ver cómo te expones políticamente. A estas alturas la gente ya sabe mi postura política y para llegar a eso me toca develar mi vida, mis pensamientos, mi sinceridad.
—Para eso también te vales de las máscaras. ¿Las elaboras tú?
Todas, salvo la del señor actual (se refiere a Rafael Correa) que me la hizo un amigo porque yo intenté y no me salía.
—Y con el señor actual tuviste una bronca personal, ¿no?
Él agarró conmigo una bronca personal. Yo con él, para nada. Yo creo que es un fantoche del poder. Todos los que han pasado son la cara visible, pero por debajo hay cantidad de asesores, gente anónima que son a lo mejor maquiavélicos que le inducen al hombre a decir tal o cual cosa. Ahora, él tiene la cualidad esa de ser locuaz y hasta de querer ser histriónico. Él a mí me habla de payaso y él pretende ser payaso ante la gente, cuando en realidad para hacer lo que uno hace sobre el escenario ha ensayado por años la semiótica corporal, gestual. Eso es una especialidad. Así como ellos se especializan en la demagogia, uno se especializa en el arte. Entonces, yo a todos los que han pasado por el poder les he criticado por sus devaneos, por sus desviaciones de no cumplir con lo que han ofrecido y ser irrespetuosos con los convenios sociales. Si este señor también cae en esa actitud, tiene que aguantar la crítica. Él a lo mejor tiene bronca conmigo, pero para mí es un ser mortal que algún rato será un recuerdo… y ojalá un buen recuerdo.
—¿Qué es la revolución ciudadana?
Una promoción comercial del momento. Te venden un producto, como en época de Navidad te ponen guaguas, familias felices y todo para venderte la falsa imagen de felicidad. Ahora este señor, con los medios que incautó y semejante aparataje publicitario, te vende una idea de revolución que no existe. Porque si no hay una educación óptima, si no hay garantía de salud para la mayoría de la población, ningún planteamiento de revolución va a llegar a ser bueno, porque vos no vas a enseñar nada a nadie tirándole un bono de humillación, para querer decir que con eso sale de la pobreza o que su dignidad está a flote. No hay tal.
—¿Qué rescatas de este gobierno?
Destacaría, por ejemplo, la actitud que ha tenido el señor vicepresidente Lenin Moreno. Cuando yo estuve en un circo se cayó del trapecio una artista y tuvo una triple fractura. Yo fui a la vicepresidencia a probar si me daban una silla de ruedas para ella. Hice un trámite un poquito paciencioso pero a la larga me dieron. Esos detalles reflejan que la persona que está al frente de esos proyectos tiene la voluntad de hacer. Entonces, creo que el vicepresidente pone el equilibrio ante la actitud irascible que tiene el señor Correa.
—¿Te han tentado para que pases a la política?
Sí. Pero no es mi línea, a pesar de que ha habido fuertes tentaciones: me han querido dar carro, celular, asesores… Pero no.
—A propósito de carro, ¿cómo te transportas?
En bus. Mi mujer tiene carro, pero yo no sé ni manejar y me siento más libre moviéndome en bus o, por último, en taxi. A mí me alimenta el contacto con la gente. Eso también es parte de la pelea contestataria: mientras hablas de contaminación, vas en tu carro y estás contaminando. Entonces, hay que vivir de acuerdo a lo que uno piensa. Yo soy a la antigua.
—¿Cuál es tu reacción frente al cariño que te demuestra la gente?
Me llena cuando es sincero, uno percibe eso. Porque tampoco que toda la gente sea una maravilla, ni tampoco que toda sea mala. Me gusta que si voy al mercado me brinden su morocho, sus tortillitas, su empanada y todo con cariño; entonces digo, estoy pagado. Por esa gente, lo que sea.
—¿Eres pionero en el teatro de la calle?
Tuve relación en esta actividad con un pana que murió, que era el Diego Piñeiros, Tamuca. Él hacía teatro callejero y alternaba con otros dos que hacían poesía: el Bruno Pino y el Héctor Cisneros. Yo le pedí al Tamuca que me diera chance para actuar con él. Destaco en esa época a Santusa Obenhollzer, una suiza-italiana muy buena artista de marionetas y música.
—¿Cómo ves ahora a los actores callejeros que han proliferado?
Como que muchos de ellos buscan solo el humor fácil, la procacidad. A veces los jóvenes, por necesidad o lo que sea, caen en el facilismo, medio pintarse la cara, ponerse algún atuendo y salir a decir ofensas a la gente y, con tal de que rían, hacer uso y abuso de temas de sexo, de deformidades físicas, de cualquier cosa.
—¿Cómo preparas tus sketchs?
Eso es lo que me ha llevado a veces a tener problemas con propuestas escénicas formales, porque yo no trabajo a destajo. Yo primeramente observo, recaudo información, voy elaborando máscaras, tomo algunas notas y voy probando eso en el parque, con la gente. Ahí se va estructurando la escena, formando los personajes, los textos.
—¿Y la improvisación?
Eso es algo propio del espacio abierto, porque no sabes lo que va a pasar y con qué te va a salir el público. La improvisación me ha dado la experiencia, los años de estar aquí.
—¿Y la plata? ¿Vives de lo que recaudas en las funciones del parque?
No. El parque lo que hace es fortalecerme interiormente, reafirmarme en mis principios, pero económicamente tengo la suerte de ser conocido y por eso me contratan dentro del país y con esos contratos me equilibro económicamente.
—En el parque estás junto al monumento a Alfaro, ¿eso significa algo para ti?
Con el tiempo me fui dando cuenta de dónde estoy. Y eso incorporo a mi discurso para hablar de la historia. Es que estamos llenos de mitos. Estoy retomando la batalla del Pichincha, estoy revisando la novela El cojo Navarrete de Enrique Terán, y esas escenas quiero transportar a la gente. Le hablo a la gente que el monumento a don Eloy le han hecho con él mismo agarrado un fósforo, cuando el monumento debía tener otra semiótica, otra composición corporal. En ese orden de cosas también le integro al Viejo Luchador, que es un símbolo que está siendo muy manoseado por los políticos de turno. Cuentan los historiadores que don Eloy, como ser humano, tampoco era ninguna pera en dulce, entonces no hay por qué endiosarlo tanto y querer venderlo como en su momento le vendieron al Che Guevara y a tantos que pasaron. Tenemos que rever todos esos enfoques históricos.
—¿Te pesan los años?
A veces sí, cuando me desmando, si no me cuido, cuando de repente voy a alguna jarana por ahí. Al otro día estoy que me muero. Ya no puedo. Sí, los años pesan.
—¿Tienes miedo a la muerte?
Sí, más que por mí, por los que dejo, por el amor a los hijos. Y por romper la costumbre y decir, ¡puta, ya no puedo ir al parque! De ahí, por lo otro, la muerte tiene que ser otra aventura.