Monumental, exhaustivo, fascinante, erudito, polémico, oportuno, hasta lectura obligatoria para graduados y posgraduados, se ha dicho del libro Delirio americano del ensayista colombiano Carlos Granés. Aquí, el autor nos da algunas pistas para entender este amplio relato histórico, político y cultural de América Latina.
Uno de los grandes libros que nos dejó 2022 es Delirio americano, un extenso ensayo del escritor colombiano radicado en Madrid, Carlos Granés, quien estuvo en Quito en diciembre pasado.

Grande no solo por su tamaño, sino porque nunca antes se había hecho una historia tan completa del siglo XX en América Latina en su conjunto, entretejiendo las variables política y cultural. Sus 517 páginas se leen como pan recién salido del horno porque en ellas encontramos muchos de los movimientos artísticos y también de los descalabros políticos que siguen vigentes en el subcontinente, incluidos los del Ecuador.
Como lo dice el mismo autor, refiriéndose a Delirio americano, este es un libro de aprendizaje, un gran compendio de lo que ha pasado en la región desde la muerte de José Martí, pasando por el arielismo, hasta la muerte de Fidel Castro en 2016.
En efecto, como en Rayuela de Julio Cortázar, el autor presenta en la introducción varias opciones para su lectura: como un solo ensayo de tapa a tapa, en este caso, un fascinante viaje por los movimientos artísticos y políticos desde Argentina hasta México y el Caribe; como tres tratados distintos organizados de manera cronológica (1898-1930, 1930-1960 y 1960-2022) o como un manual de consulta de las figuras claves en nuestra historia reciente.
—¿De dónde surge la idea de escribir Delirio americano?
—Me ha obsesionado la relación entre cultura y política en el siglo XX y ya había escrito tres libros sobre eso. Uno en específico, El puño invisible (Taurus, 2011), aborda la historia de las vanguardias artísticas en Europa y Estados Unidos. Al terminarlo, me di cuenta de que la mesa estaba coja sin América Latina, porque esas vanguardias podían rastrearse en carriles paralelos. Pero, en nuestro caso, la influencia más fuerte fue del futurismo y no del dadaísmo como en Europa. Consideré que merecía un estudio independiente y su propio libro, entonces en 2017 renuncié a un trabajo y dije “llegó la hora”.
El futurismo se lo inventó el poeta Filippo Tommaso Marinetti, que publicó su Manifiesto en 1909 como un intento no solo de innovar las artes plásticas, sino también de revigorizar la identidad italiana. Italia en esa época era una nación débil, que se había unificado apenas en 1870 y enfrente tenía dos imperios muy poderosos: el austrohúngaro y el germánico. Entonces, a inicios de siglo XX, surgió un movimiento nacionalista muy fuerte que fue uno de los impulsores del fascismo italiano.
—¿Por qué la mentalidad latinoamericana estaba predispuesta a encandilarse con el proyecto futurista?
—Desde 1898, cuando Estados Unidos expulsa a los españoles e invade el Caribe, la gran ansiedad latinoamericana tiene su fuente en el imperialismo yanqui. Así como Marinetti, los poetas empiezan a ver una debilidad tremenda. No tenemos una identidad común que nos permita ponerle un cordón de seguridad a la influencia sajona. Este es el momento en que el arte latinoamericano se empieza a politizar y esto ocurre incluso antes que en Europa, con el modernismo.
Las primeras reacciones vienen de la pluma de Rubén Darío y son sorprendentes porque él era un poeta preciosista, que jamás se preocupó por la realidad social de Nicaragua. También Leopoldo Lugones en Argentina y José Santos Chocano en Perú van a empezar a buscar su inspiración en la propia historia de América Latina.
Para ese momento Estados Unidos es claramente una potencia y se vislumbra como el paradigma de la modernidad, entonces surge José Enrique Rodó, un intelectual uruguayo que le escribe un sermón laico a la juventud que titula Ariel. En él establece una división entre lo que él llama la raza sajona y la raza latina. De allí surge el arielismo, que es un intento por reivindicar la vinculación de América Latina con elementos hispánicos y romanos, como la religión católica, el culto a lo artístico, al misticismo; valores que no tienen que ver con fines prácticos, como los sajones.
Lugones busca un personaje vernáculo en el gaucho y todo esto se mezcla con componentes modernos, cosmopolitas y urbanos; de ahí nace el criollismo argentino. En la sierra peruana el efecto del futurismo es mucho más claro porque los poetas empiezan a contar las escenas típicas del indígena y el campesino andino en tono épico y grandilocuente. Por ejemplo, los hermanos Peralta, Alejandro y Arturo (bajo el seudónimo Gamaliel Churata) publicaron el Boletín Titikaka (1926-1929) con textos muy combativos contra la costa peruana, ese anti Perú como lo llamaban, contrapuesto a la pureza del Ande.
En el Caribe pasa lo mismo con el negro y aquí en el Ecuador con el montuvio, aunque un poco después. Empiezan a surgir proyectos claramente americanistas: el negrismo, el criollismo, el indigenismo, el andinismo que tienen ese influjo “modernólatra” identitario del futurismo. Entonces ese esfuerzo unificador del arielismo se atomiza y el resultado es un fuerte nacionalismo.
—¿Cuál es la hipótesis de Delirio americano?
—No es un libro de tesis, es un libro de descubrimiento, de aprendizaje. La conclusión general es que América Latina es siempre una pantalla donde alguien intenta proyectar una utopía, una fantasía o un delirio. Tanto los extranjeros como nosotros mismos.
Se dice que es el continente mágico-realista, el continente de las revoluciones o el continente solitario que llegó tarde al banquete de la civilización… y, ¿alguien busca definir a Europa? Intento quitar todas esas capas de ficción para demostrar que somos un continente extremadamente complejo geográfica, racial y culturalmente.
Finalmente, nos toca a todos convivir en democracia y con tolerancia, y eso supone dejar todos esos anhelos de pureza con respecto al enemigo exterior que siempre derivan en la búsqueda de un enemigo interno, lo cual ha sido nuestra gran tragedia.
—¿Por qué nos cuesta tanto la democracia?
—Con el arielismo la democracia latina debía estar restringida a las minorías selectas, a la aristocracia del espíritu. Eso le imprimía un sello muy elitista que, además, se mezcló con las ideas de Bolívar que se rescataron en esa época, como la presidencia vitalicia, el cesarismo democrático.
Llega la vanguardia y los jóvenes se impregnan del espíritu revolucionario del fascismo y el comunismo, y vislumbran en estos proyectos unas palancas que van a transformar la realidad rápidamente. La democracia es un proyecto que tiene procedimientos, la revolución no, la revolución es inmediata. Por ejemplo, el poeta chileno Vicente Huidobro describe en los años veinte la democracia como “un colchón de papeles inútiles”.

Surge entonces la figura del caudillo y en los años treinta se transfiere a las castas militares que aprovechan la debilidad de las oligarquías después de la crisis económica de 1929. Desde El Salvador hasta Argentina hay una nueva ola muy mussoliniana de dictaduras militares nacionalistas.
En ese momento la gran pelea es Nicaragua y surge la figura de Sandino. Los gringos habían invadido Nicaragua y tienen aún presencia y control en Puerto Rico y Cuba. Para mí fue una revelación descubrir que Sandino no tenía un pelo de izquierdista, sino que era católico y arielista consumado, y lo que quería era sacar a los invasores sajones. Es más, expulsa a Farabundo Martí. En la zona del Caribe y Centroamérica surgieron unas vanguardias artísticas fantásticas.
—Según tu libro, García Márquez no fue en un inicio cercano a la Revolución cubana…
—La gran virtud de los escritores del boom fue odiar políticamente a los yanquis, pero no negarse a su influencia cultural. Hacen una división entre el compromiso artístico y el compromiso político, y eso libera a los creadores del continente de una forma espectacular.
En el Ecuador pasa algo diferente: fue el país más refractario al influjo del boom. Desde 1930 el Grupo de Guayaquil y los escritores “realsocialistas” (Gallegos Lara, Gil Gilbert, Pareja Diezcanseco…) asumen un compromiso político muy claro, pero demandan el mismo tipo de compromiso estético. No se puede escribir de una forma que no sea reivindicativa, que no hable de lo nacional y que tome prestada algún tipo de innovación técnica foránea.
Es un caso muy particular porque el Ecuador fue muy cosmopolita en los años veinte, hubo poetas dadaístas, antinacionalistas. Hugo Mayo (seudónimo de Miguel Augusto Egas Miranda, nacido en Manta 1895) es el más conocido. También José Antonio Falconí Villagómez, Gonzalo Escudero, menos dadaísta pero sí cosmopolita, y Pablo Palacio, cuentista, fueron experimentales y muy abiertos a la vanguardia internacional, pero llega 1930, el Grupo de Guayaquil publica Los que se van y todo cambia.