La vida en Canadá, como migrante, puede ser una ruleta que haces girar con el cuerpo, mientras tu mente se autoengaña con la idea del descanso intelectual. También puede ser el camino en bus al lugar donde caminas dieciséis mil pasos diarios para recoger el desorden de otros.
El bus de la línea 31 pasa por la esquina de mi casa todas las mañanas, a las 7:00, cuando aún está oscuro. Hace tres meses que soy amiga del conductor y perder el bus es casi imposible: si no me ve ahí, en la parada, me espera hasta tres minutos. También soy amiga de Jay, una mujer de Nigeria que espera el bus junto a cuatro niños menores de diez años. Se los escucha venir a un par de cuadras, antes de que tomen la curva y aparezcan frente a la parada. Al más pequeño lo sostengo de la mochila cuando el bus se acerca porque siempre está a punto de lanzarse, quiere ser el primero en subir.

Jeba (la e suena como i) y Ali son una pareja de Bangladesh. Ali se baja antes, Jeba se sienta conmigo y muchas veces se recuesta en mi hombro y se duerme hasta llegar a su parada, un mall que queda a veinte minutos. Cuando todos se bajan me siento cerca del conductor y conversamos. Me cuenta sobre su dificultad para dejar el café, sobre sus hijos que lo visitaron por Navidad. Me habla de su esposa y son esas las historias que más me gustan porque me recuerdan a mí: ella quejándose de cómo él no le escucha ni le presta atención.
El hombre se jubilará dentro de un año, cuando abandone la ruta que ha recorrido cada día desde las cuatro de la madrugada. Dice que no se jubiló antes porque su esposa gasta demasiado en cosas que no sirven para nada y pierde su dinero. Le digo, un poco en broma, que seguramente es clienta de la tienda de objetos de segunda mano en la que yo trabajo. Él lo confirma. Nos despedimos.
Empieza a amanecer. He hecho esta ruta durante tres meses. Unos días en la nieve y otros días esquivando parches de hielo. En este tiempo la temperatura ha fluctuado entre 0 y –47 grados centígrados. Antes de salir reviso la app del clima y, dependiendo de eso, me abrigo. Uso aproximadamente seis capas de ropa, dos de ellas son abrigos, uno para –20 y encima otro para –40. Mis compañeros de trabajo se burlan de mí cuando me encuentran en los lockers, desvistiéndome lentamente, recuperando el calor y a veces el sentido.
He trabajado 273 horas en una tienda de artículos de segunda mano. Suena tan poco y pesa tanto. Nunca había hecho tanto trabajo físico y tan poco trabajo intelectual. Incluso escribir me resulta ajeno. Tengo que robarle horas al sueño y servirme una ración doble de cereales para sentarme y reflexionar sobre lo que estoy viviendo.
Es increíble cuánto trabajo físico se puede permitir mi cuerpo que estaba rígido y débil. Esto después de 273 horas de trabajar caminando, moviéndome con agilidad y sumando los varios kilómetros que camino a la semana. No tener carro es otro modo de estar en forma.
He pasado gran parte de mi vida adulta sentada frente a una computadora, contando como dobles los dos años en que dictaba clases por Zoom a estudiantes universitarios. Ahora quiero comprarme un reloj de esos que cuentan los pasos, finalmente siento que mi musculatura empieza a recuperar su vida. Me siento fuerte y tengo mucha energía. Esta nunca he sido yo.
Un paso a la vez
Haber caminado de la parada del bus a la puerta de mi trabajo en total oscuridad, bajo 47 grados centígrados y con viento en contra, es la mayor proeza de la que me considero capaz. No sé si sobreviviría a algo peor que eso. En diciembre, durante una ola polar de cinco días, caminé de un lugar al otro sin morir, y los pasos están grabados en mi cuerpo a medio camino entre el logro y el trauma.
¿Qué mantiene a cada persona con vida?
¿Qué me ha mantenido con vida en estos meses?
Me pregunto si no es precisamente para eso que vine a Canadá: a tener esta aproximación intensa, la búsqueda del sentido a través de mi instinto de supervivencia exacerbado. La idea de que estas cosas se hacen por los hijos es un lugar común, válido y con el que me identifico. Se lo he repetido a todo el que me ha preguntado, y me lo digo a mí misma para convencerme de dar otro paso.
Sin embargo, cuando siento que con mi cuerpo he rozado los límites de mi fuerza, y con mi mente, los de mi cordura, pienso que estas cosas solo se pueden hacer por una misma. Sobrevivir, fortalecerse, sentir que la capacidad de los pulmones se expande con cada respiración helada: saber que la llama que enciende mi mente soy yo.
Me pregunto si esta vivencia es mi destino, si hay algo de azar o de mística en la forma en que se manifiestan los aprendizajes que debo incorporar a la vida diaria. También me pregunto si elegí conscientemente este camino o si la decisión es el resultado de mis errores de cálculo, de mi indecisión permanente ante lo que debería hacer.
Acampar en una sociedad en la que cada pequeño detalle de la vida ha sido planificado con precisión, desde la infancia hasta la adultez, me hace sentir incompetente. Según el reloj de una de mis compañeras de trabajo, recojo el desorden que dejan los clientes en un total de 16 000 pasos al día. Mientras eso pasa, mi mente divaga y se tortura: debo escoger lo que sea práctico y eficiente, alejarme de elucubraciones intelectuales o esperanzas pseudo-espirituales.
Cuando estoy realmente confundida, quizás desesperada, me acerco a Zarah, una amiga musulmana que nació en Etiopía y me abraza siempre con suavidad. ¿En qué piensa Zarah mientras clasifica ropa (usada) todo el día, dónde está su mente? Ella me responde: “Back home” (En casa). ¿Pero qué hay en Etiopía, Zarah? Ella solo sonríe. Nighat, una compañera de Afganistán, nos mira con sospecha y dice: “La existencia es más que esto de ahora; no deben tener un pie aquí y otro allá; deben estar aquí, porque eso fue lo que decidieron”. Nighat llegó a Canadá hace veinte años.
Zarah, y las otras mujeres musulmanas, oran cinco veces al día; ella me asegura que es de ahí de donde proviene su fortaleza. Gaby, de México, mi madre adoptiva en el trabajo, me dice todos los días: “Tú tranquila, cariño, así es esto. Todo va a estar bien”. El azar, el destino, mis errores, o lo que fuere, me permiten experimentar a diario proximidad y una conexión profunda con las personas que me rodean.
Salir de mi mente es aprovechar el patio de afuera para entrar en los otros. En mi día a día me muevo mucho, haciendo cosas que parecen inútiles, pero también abrazo a las personas, las miro a los ojos, me fijo en sus manos decoradas con henna y con anillos, las manos callosas y resecas. Comparto la comida, escucho tres, cuatro, cinco idiomas al día, y encuentro belleza en los rostros de la gente desconocida.
El cliente tiene algo de razón
Un cliente, de India, me habla sobre su negocio de reventa de maletas, aspiradoras y tocadiscos, y de su hijo, que es quien vende en Marketplace (el mercado de las redes sociales) las cosas que él y su esposa consiguen en tiendas de segunda mano. Una mujer canadiense me explica el valor de los adornos que recibimos como donación, muchos de ellos provienen de casas de personas ancianas que están muriendo o a quienes sus hijos están dejando en asilos.

Una abuela me muestra las fotos de sus nietos, a quienes les compra puras chucherías para que hagan manualidades. Una mujer que jamás hacía contacto visual de pronto me cuenta la historia de sus padres, ancianos a quienes cuida con gran dificultad porque ambos padecen demencia y ella se hace cargo sola, con un poco de ayuda de enfermeros que el Estado envía a su casa cada seis horas para cambiarles los pañales.
Escucho. Ofrezco alguna palabra de consuelo.
El día, la semana, los meses avanzan y no todo es siempre tan alentador. También está la gente grosera y sus pésimos modales: esconden las cosas que rompen, desordenan a propósito porque están acostumbrados a que alguien limpie detrás de ellos. Los que presumen de cuánto dinero ganan revendiendo lo que encuentran y compran tan barato; ellos nos miran con aire de superioridad a nosotros, los tontos, que somos al final del día los únicos que no estamos “haciendo plata” con el negocio redondo de las cosas usadas que a los ricos les sobra.
Ramil, un compañero de Filipinas, me dice siempre: “Amiga, why are you always smiling?” (¿Por qué siempre estás sonriendo?) No tengo respuesta.
Como dicen mis lecturas existenciales: mi actitud es lo único sobre lo que tengo control.
Yo soy entonces mi lucha de cada día. Paciencia, actitud positiva, entrega, fe.
Pero tampoco romantizar la vida de obrera con sueldo básico.
Las cosas son así: sí, pagan mal. Sí, es agotador, mucho más de lo que una se pueda imaginar. Sí, el ego sale a defenderse todo el tiempo. No, no alcanza el sueldo ni siquiera para el arriendo. No, no es verdad que porque haces trabajo físico tu mente descansa. No, no es fácil.
Y aquí estoy. Tres días después de haber empezado a escribir este texto. Escrito en las esperas del bus, en mis recesos de quince minutos en el trabajo, en la computadora con las teclas pegajosas (mi hijo Elías no entiende que no puede comer cuando está en mi computadora), en mi cama que es mi colchón Ikea en el suelo, recostada sobre las almohadas heredadas (aún no me puedo comprar la almohada que necesito). Permitiéndome esta pausa para contar y contarme a mí misma un poco la historia de esta vida que estoy viviendo.