Cambiar algo para que todo quede igual

cambiar algo

Mientras Occidente se ilusiona con una apertura, Irán tiene una estrategia clara.

Por Jorge Ortiz

            Los gobiernos occidentales, con el de los Estados Unidos a la cabeza, reaccionaron con un entusiasmo cercano a la algarabía cuando los resultados electorales fueron anunciados: ahora sí —dijeron y creyeron—, con un presidente ‘moderado’ en reemplazo del tan radical y tosco Mahmud Ahmadineyad, será posible dialogar y, así, lograr que Irán detenga su programa de construcción de armas nucleares, con lo que descenderá el peligro de una guerra generalizada en la región más tensa y explosiva del mundo. Y es que, para sorpresa de muchos, un clérigo con fama de pragmático y reformista había ganado las elecciones del 15 de junio y, en medio de las celebraciones, había hecho una afirmación directa y rotunda: “esta es la victoria de la moderación sobre el extremismo”.

            En efecto, Hasan Rohaní, un clérigo chiíta de 64 años de edad, era el menos radical de los ocho candidatos que participaron en las elecciones presidenciales iraníes. En su campaña ofreció que, si fuera elegido, se dedicaría a tratar de sacar a Irán del aislamiento que tanto se agravó durante los ocho años de Ahmadineyad. Y, claro, su sorpresivo triunfo electoral fue recibido con aclamaciones. “Estamos dispuestos a colaborar inmediatamente con el nuevo gobierno”, fue la reacción del gobierno de los Estados Unidos. Varios gobiernos europeos hicieron comentarios parecidos. Y algunos regímenes árabes moderados también aplaudieron la elección de Rohaní. En medio del júbilo, no hubo tiempo ni calma para preguntarse si esas esperanzas de apertura y cambio eran en verdad justificadas.

            Era, tal vez, comprensible ese apresurado desate de esperanzas: el régimen revolucionario iraní, con su programa nuclear, se había convertido en la mayor amenaza para la paz mundial, un rol que fue profundizado por la política de confrontación y desafío aplicada por Ahmadineyad. La réplica de la comunidad internacional fue la imposición a Irán de sanciones que, sumadas a la pésima gestión de su gobierno, llevaron la economía iraní al borde del colapso. Es así que, a pesar de ser el quinto exportador mundial de petróleo, con algo más de un millón y medio de barriles por día, Irán tiene una inflación anual de 30,3 por ciento, con 14,5 por ciento de desempleo abierto y con una moneda que se depreció casi 80 por ciento en los últimos dos años. Con ese panorama, un presidente que aseguró que su prioridad será la economía, y no la ideología, fue recibido con mucha ilusión. Pero, ¿esa ilusión tiene sustento?

            En el Irán de los imanes chiítas, herederos de la revolución islámica que en enero de 1979 encabezó el ayatolá Khomeini, el poder genuino lo detenta el jefe espiritual del islam y su consejo de guardianes de la ortodoxia religiosa. Es, al fin y al cabo, una teocracia, guiada por los preceptos musulmanes chiítas. El presidente tiene un poder muy limitado y dependiente. Fue ese jefe, el ayatolá Alí Jamenei, quien aprobó las candidaturas presidenciales de 8 de los 686 aspirantes, entre ellos, por supuesto, la de Hasan Rohaní. Su elección, por lo tanto, tuvo el beneplácito explícito del ‘líder supremo’, quien sigue teniendo la última palabra en todos los temas de fondo, incluyendo el programa nuclear. En esos temas, el nuevo presidente tendrá voz, pero no voto.

            Es posible, incluso probable, que la elección de Rohaní haya sido digitada por el líder supremo y el ‘consejo de guardianes’ por la necesidad de proyectar al mundo una imagen más amable y menos agresiva de su país, para tratar de aflojar las sanciones económicas occidentales (boicot al petróleo y a los seguros de flete) que están afectando el nivel de vida de los iraníes. Pero, más allá de la imagen, pocos cambios son previsibles. Por lo pronto, el programa nuclear proseguirá, así como el apoyo a la dictadura siria y a los grupos radicales islámicos —‘Hezbolá’, el ‘Partido de Dios’, en especial— que operan en el Oriente Medio. Con Rohaní, casi seguramente las novedades serán de forma, no de fondo. Es decir la sabia sentencia del Gatopardo: “cambiar algo para que todo quede igual…”.

Evitar el derrumbe

            Con una población cercana a los 80 millones, Irán tiene el 60,3 por ciento de sus habitantes con menos de 30 años de edad. Para ellos, la revolución de 1979 y sus proclamas son referencias lejanísimas, que merecen cada vez menos atención a medida que su nivel de vida decae y que ven a su país aislado, casi sin aliados y gastando cantidades inmensas en un programa nuclear que, a pesar del esfuerzo propagandístico por asegurar que es civil y no militar, para la dotación de energía eléctrica y no de bombas, resulta incomprensible en medio de una crisis económica tan severa. Para esa enorme masa de jóvenes, la posibilidad de un cambio de rumbo político, dejando en segundo plano la ideología, fue una ilusión que movilizó a muchos.

            Pero desde la revolución de 1979, la lucha por el poder no transcurre en las calles, sino en la cúpula de la estructura religiosa que dirige el país. Y allí el control actual del líder supremo parece ser férreo. De hecho, la figura emblemática de los aperturistas, el expresidente Alí Akbar Rafsanyaní, fue uno de los candidatos vetados por el Consejo de Guardianes. Y, en el otro extremo, también fue vetado el representante de los sectores más radicales, Esfandiar Rahim Mashaei, quien llevaba la bandera de los partidarios de continuar con la política belicosa y desafiante de Ahmadineyad. Esos dos vetos, sumados al triunfo de Rohaní, confirmarían que el liderazgo iraní no está dispuesto a la apertura y el cambio, pero tampoco quiere mantener los ataques verbales constantes contra Occidente que tanto contribuyeron al aislamiento y las sanciones.

            La única disputa auténtica por el rumbo de la revolución ocurrió tras la muerte del ayatolá Khomeini, ocurrida en 1989, solamente unos meses después del final de la brutal guerra con Iraq, que había estallado en 1980. Y es que, desaparecido el guía, un sector del liderazgo iraní planteó que, con el país en la ruina económica al cabo de ocho años de guerra, era indispensable adoptar una línea pragmática, de ampliación de las relaciones internacionales y de diversificación del comercio. Sin embargo, estos ‘aperturistas’ jamás objetaron la preeminencia del poder religioso, la represión de cualquier oposición, la supresión de la prensa independiente y la discriminación de las mujeres.

            Los radicales, por su parte, temían que con la economía resquebrajada por la guerra, cualquier apertura liberaría fuerzas políticas y sociales que estaban aplastadas por el régimen revolucionario, lo que podría significar el desplome del sistema creado en 1979. Con mucha habilidad, lograron presentar a sus rivales aperturistas como traidores a la revolución y partidarios de la democracia y el capitalismo occidentales, lo que, ya en este siglo y estimulado por la ruda y nada sutil política internacional de los Estados Unidos en los ocho años de George W. Bush, derivó en el triunfo de los radicales, que en 2005 llevaron a la presidencia —con la anuencia del líder supremo— a Mahmud Ahmadineyad.

            En los siguientes ocho años, la situación de Irán se deterioró aún más, hasta llegar al borde del abismo. Y es que, a medida que el programa nuclear consumía recursos económicos cada vez más escasos, el liderazgo iraní generaba un círculo vicioso, en que mientras más aislado se quedaba su país por su política confrontacional y desafiante, más radicalizaba sus políticas y más motivos daba para la desconfianza y las sanciones. Y, así, al aproximarse las elecciones de 2013, la jerarquía chiíta decidió que, sin variar de rumbo, había llegado la hora de alterar la imagen: en vez del tosco Ahmadineyad, Irán necesitaba al suave Rohaní. Y eso, exactamente, fue lo que sucedió.

Un clérigo leal

            El ‘suave’ Rohaní tiene, sin embargo, un largo historial de militancia revolucionaria y de lealtad plena a las líneas trazadas por los sucesivos líderes supremos. Ya a los 13 años, en 1961, ingresó a un centro religioso musulmán y, por su buen desempeño, tres años más tarde ya había sido admitido en un seminario en Qom, la ciudad que alberga los principales centros de estudio y difusión del islam chiíta. En 1969 ingresó en la universidad de Teherán, obtuvo una licenciatura en Derecho y se vinculó con los grupos radicales que en 1979 derrocaron al sha Mohamed Reza Palevi y establecieron la teocracia que desde entonces gobierna el país. Pero incluso antes de la revolución, en 1977, Rohaní ya le dio a Khomeini el título de imán, reconociéndole así como la autoridad religiosa máxima, lo que abrió el camino para que dos años más tarde fuera declarado líder supremo.

            Cuando Rohaní, en un sermón en la mezquita del Gran Bazar de Teherán, le dio a Khomeini el título de imán, la policía política del sha lo persiguió, por lo que el clérigo huyó a Escocia, donde prosiguió sus estudios de Derecho y se dedicó a conspirar contra la monarquía. Volvió a Irán con el líder supremo y, en toda la década siguiente, durante la guerra contra Iraq, ocupó muy altos cargos políticos y militares, en cuyo desempeño siguió siempre la línea dura trazada por la jerarquía religiosa. Pero desde 2003, cuando encabezó la delegación iraní encargada de negociar los temas nucleares con la Organización Internacional de la Energía Atómica, Rohaní se ganó una tenue fama de hombre flexible, con quien sí es posible llegar a entendimientos. Esa fama le sirvió para que, cuando el ayatolá Alí Jamenei sintió llegada la hora de cambiar la imagen internacional de Irán, Rohaní fuera llevado a la candidatura presidencial. Y, claro, ganó.

            Tras su victoria, dos fueron los anuncios fundamentales. El primero, que su prioridad será la economía, lo que implicaría que podría cambiar el enfrentamiento con Occidente por la cooperación, para tratar así de salir de la crisis. El segundo, que el programa nuclear iraní proseguirá, aunque con “más transparencia”. Fue con esos dos anuncios, acompañados por una actitud amable, tan distinta a la terquedad constante de Ahmadineyad, que Rohaní logró la reacción jubilosa de los Estados Unidos y de algunos países de Europa, que no esperaron los hechos, y se quedaron en los dichos, para declarar su disposición a la colaboración y al diálogo.

            Está claro, sin embargo, que no es el presidente, sino el líder supremo, quien tiene la última palabra en los asuntos políticos capitales. La pregunta es, entonces, si después de haber querido proyectar hacia afuera una imagen más amable, Alí Jomenei estará pensando también en, por ejemplo, permitir algunas inspecciones de la Organización Internacional de Energía Atómica, disminuir la frecuencia de las sentencias judiciales a muerte, darle cierto pequeño espacio de la prensa independiente y liberar a unos cuantos presos políticos, para así lograr que Occidente afloje, o levante, las sanciones económicas. Esos serían los cambios para que todo quede igual, porque los temas de fondo (la estructura teocrática, el mantenimiento del eje Irán-Siria-Líbano, el apoyo a Hezbolá, el programa nuclear, la marginación de las mujeres, la decisión de destruir Israel…) parecen ser políticas inamovibles.

            En todo caso, el régimen revolucionario iraní sigue contando con algunos apoyos internacionales que lo han salvado del ostracismo. Cuatro son los más significativos: Rusia, China, Siria y Venezuela. Los dos primeros tienen a Irán como un as bajo la manga en su competencia global con los Estados Unidos y Europa, aunque el volumen de sus intereses económicos son muy distintos, pues mientras los rusos apenas tienen un comercio bilateral anual con Irán de cinco mil millones de dólares, los chinos llegan a 40 mil millones, además de que sus inversiones en los sectores iraníes de la energía y el transporte crecen cada año y podrían llegar en 2014 a cien mil millones. Siria es, a su vez, la punta de lanza del intento de Irán por recuperar la influencia regional que tantas veces tuvo a lo largo de los casi cinco mil años de historia del Imperio persa, mientras que Venezuela es su puerta de ingreso a los países latinoamericanos de ideología chavista. Se trata de un delicado ajedrez geopolítico, con demasiadas manos en el tablero

La geopolítica regional

 

            A la muerte de Mahoma, en el año 632, el islam se dividió profundamente y para siempre. Y es que, acaso confiando en la sabiduría de Alá, el Profeta no había designado a su sucesor, precisamente en un momento en el que, por los cambios sociales desencadenados por los principios islámicos, entre las tribus de la inmensa península arábiga había un muy frágil equilibrio de redes y alianzas. La designación del sucesor, el ‘califa’, era urgente.

            La misma tarde del 8 de junio, los colaboradores más cercanos del Profeta decidieron que quien debía reemplazarlo era Abu Bakr, su amigo fiel y seguidor desde los primeros días de su prédica en el desierto. Pero su designación fue rechazada por quienes creían que el sucesor debía ser el primo y yerno de Mahoma, Alí, que estaba casado con Fátima, la hija menor del Profeta. Detrás de Alí se alinearon los ‘alíes’, de quienes derivarían los ‘chiíes’ o ‘chiítas’, mientras que en el otro bando se alinearon los ‘suníes’ o ‘sunitas’, es decir los seguidores de la Sunna, que es una interpretación del Corán y una recopilación de los dichos y hechos del Profeta.

            Catorce siglos más tarde, en la actualidad, el mapa geopolítico regional está en pleno rediseño, como lo estuvo en el siglo VII por la insurgencia de los principios islámicos. Hoy se debe al poder económico inmenso que tienen los países seguidores del islam, en sus dos versiones antagónicas, por los precios astronómicos del petróleo. Y ahora, como tras la muerte de Mahoma, el conflicto entre sunitas y chiítas está teniendo una influencia determinante.

            Ese conflicto llegó a su punto más alto a raíz del estallido, en marzo de 2011, de la guerra civil en Siria: allí los sunitas, que representan el 85 por ciento de la población, están levantados en armas contra la minoría del diez por ciento de los alauíes a la que pertenece la familia El Asad y que son una derivación del islam chiíta. El otro cinco por ciento, que tienen otras religiones, prefieren apoyar al gobierno por temor a un triunfo del islamismo más radical. Al empezar la guerra civil siria, las rivalidades y enemistades entre los dos bandos se expandieron con velocidad de vértigo por todo el mundo musulmán.

            Irán, donde está el centro del poder chiíta, apoya a Siria, no tanto por su identificación religiosa como porque ese nexo le da una base política en el Mediterráneo, que es, además, una vía de paso para la provisión de armas a los grupos armados pro iraníes que tienen una influencia creciente en el Líbano y los territorios palestinos. A su vez, los países sunitas más poderosos, con Arabia Saudita y Qatar a la cabeza, apoyan la insurrección en Siria para tratar de impedir la expansión iraní.

            Pero los chiítas, que son la séptima parte de los musulmanes, están ganando espacio y poder. Su fuerza aumentó significativamente a partir de la invasión estadounidense en Iraq, en 2003, cuando al derrocamiento del gobierno sunita de Saddam Hussein las fuerzas de ocupación se las arreglaron para imponer un gobierno controlado por los chiítas, una jugada muy poco hábil, que dio lugar al “arco chiíta”, es decir su continuidad territorial desde Irán hasta el mar Mediterráneo. Y ese predominio podría acentuarse si, como es probable, el gobierno minoritario sunita de Bahréin fuera finalmente derrocado por la actual rebelión de la mayoría chiíta.

            Y, así, con la influencia en plena expansión de Irán, en el mundo musulmán ya se habla de una ‘yihad chiíta’, una guerra santa de los aliados de los clérigos iraníes tanto en contra de sus rivales sunitas como de los infieles cristianos que desde el Occidente, a punta de sanciones económicas, están tratando de detener una expansión que muy pronto (tal vez antes del final de 2013) podría tener el respaldo atronador de bombas nucleares.

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