Por Gonzalo Dávila Trueba
Ilustración: Camilo Pazmiño
Edición 457-Junio 2020
A los cocineros de vez en cuando se nos corre alguna teja de la cabeza. Queda el seso expuesto al aire y este oreo permite que brote alguna ocurrencia gastronómica por entre los resquicios de los lóbulos cerebrales. O podría producirse, si llegara a darse una tormenta de rayos, un circuito nervioso y ¡bumba!, concibes la idea que hará realidad lo que era imaginario.
Esto me sucedió al contemplar a cierta distancia las ruinas de Ingapirca. Con mi mente de apasionado por la arqueología, me imaginé asistir a la fiesta del Wawa Inti Raymi y presenciar la llegada del inca Huayna Cápac, acompañado de uno de sus hijos predilectos: Ataw-Wallpa.
Miles de personas preciosamente ataviadas asisten a la ceremonia. Sus cuerpos decorados con orejeras y petos, con collares y brazaletes de oro, plata y cobre, reflejan los rayos del sol. Es la visión de un caleidoscopio acompañado de la música de huáncares, quenas y tinyas; de calabacines, zampoñas y pututos que retumban para resaltar aún más la magnificencia del homenaje que el solsticio de invierno requiere y el soberano inca se la merece.
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