
Muchos aseguran que es el mejor camarero de Quito. Varios coinciden que, más allá de las alitas del Hunter’s, él es el rostro del restaurante. Esta es la historia de Jorge Troya.
Soy Jorge Troya González. Quienes me conocen me dicen Jorgito, en diminutivo, con cariño.
Casi todos los días visto pantalones de casimir, negros bien planchados, una corbata y zapatos del mismo color, bien lustrados; una camisa celeste y un chaleco a cuadros. Es un uniforme rígido, pero me muevo con mayor velocidad cuando lo llevo puesto, mucho más rápido que en mis trotes de la mañana, cuando ando en calentador o en pantaloneta y corro siete kilómetros. Tengo sesenta años, pero subo y bajo escaleras como alguien de veinte: soy el mesero más veloz, dicen. Y eso que soy flaco, y bajito.
El restaurante está lleno, llenititito. Hay gente en los tres pisos. Hay gente sentada hasta en la barra. Me gusta verlos, casi todos comen alitas. Las cervezas vienen y van, la música suena duro. La música le pone a uno alegre. Algunos se toman fotos en algún rincón, debajo de esas placas de automóviles antiguos.
Los televisores están mudos, pero mis amigos igual miran la pelea entre Paul Kroll y Marquis Taylor, que termina en empate. Los boxeadores descansan, van a su esquina y toman aire, y toman agua. Yo no descanso ni un segundo. En el ring hay un ir y venir de golpes, pero yo corro de ida y vuelta con charoles cargados de comida, bebidas y platos vacíos. Cuando suena la campana, sigo de pie: un nuevo pedido está listo.
Ahora hay otra pelea. Amir Khan, excampeón mundial, contra Kell Brook, quien mostró más hambre en los seis rounds de combate donde doblegó a su oponente. Khan no pudo esquivar los golpes y le cuesta mantenerse parado. Yo continúo de pie, zumbo como una abeja y camino como un pavo real al atender cada mesa. A veces esquivo los abrazos de la gente, pero otras veces bajo la guardia y los recibo.
Trabajo en el restaurante Hunter’s, en Quito, desde que tengo 32 años. Y me divierto porque, realmente, no trabajo, la paso bien haciendo lo que hago. La gente cree que exagero cuando digo que soy feliz. ¿Usted es feliz en lo que hace? Si lo es, diviértase; si no, simplemente trabaje. Yo paso más horas en el restaurante que en mi casa. Se podría decir que es mi hogar. Mi familia es lo más importante, pero acá están mis amigos y amigas. No me gusta llamarlos clientes.
*
Vengo de una familia de agricultores de San José de Minas. Mi destino era labrar la tierra. Pero el primero en revelarse al destino fue mi papá, Gerardo, que consiguió un trabajo en la capital y se vino con su esposa y los hijos. Digo esposa porque mi mamá, Mariana, murió antes. Conocí la orfandad cuando tenía cinco años, era chiquito. También murió mi hermana: la viruela se ensañó con ella. Quedamos mi hermano y yo, que soy el mayor. Mi papá se volvió a casar y tuvo seis hijos más. Mi madrastra siempre me trató con cariño. Lo mismo mis hermanos, porque con todos tengo una buena relación.
Llegué a Quito empezando el sexto grado de escuela. Terminé la primaria bien, la secundaria arranqué mal. Estaba en primer curso en el colegio Santiago de Guayaquil y todo se puso cuesta arriba. Dejé los estudios. Es más fácil juntarse a las malas compañías. Realmente, me pegaba muy pocos traguitos, uno que otro con mis amigos. No éramos de vicios. La verdad es que nos gustaba holgazanear y echarnos la pera, salir con las chicas.
Tocaba mentirles para que a uno no le crean vago (y vago no era porque desde entonces trabajaba y colaboraba en casa, pero no me gustaba ir a clases). Según mi edad, les decía que estaba en tercero o en cuarto curso, pero ni siquiera acababa primero. Con lo que ganaba avanzaba para invitar un cafecito o los helados a las peladas.
Empecé cuidando carros en la calle, cuando tenía once. De ahí picaba hielo en una heladería hasta que me enfermé de bronquitis y no se pudo más, por la salud, ya sabe. Salí del cuarto frío bien caliente por la fiebre. Corrí menos riesgo como bodeguero y como ayudante de cocina. A los dieciséis regresé a estudiar sin dejar de trabajar. Fui para la nocturna en el Colegio Salamanca. Convertirme en bachiller no fue una carrera de cien metros, consistió en una maratón: fue la competencia de largo aliento de mi vida.
Tenía una enamorada y las cosas iban bien, hasta que se pusieron mal. Terminamos. Un hombre despechado hace lo que sea y lo que hice fue enlistarme en el ejército. Por entonces trabajaba en la famosa farmacia La Mariscal. Ahí escuché un llamado para el acuartelamiento en radio Tarqui. Pedí mi liquidación y me vestí de militar. Quise pelear la guerra de Paquisha, pero aún no acababa el bachillerato y al ser un soldado con formación en tierra, algo que no necesitaban en ese momento, no fui aceptado para ir al frente de batalla. Me sentí tan frustrado como cuando terminé con mi pelada. Si no iba a la guerra, para qué seguir. Deserté.
De nuevo a buscar trabajo. Y ahí me pasa una y buena. Veo que necesitaban personal en una empresa que hacía publicidad para radio y tele. En la entrevista les conté que quería ir a la frontera para pelear por mi país y darles duro y matar a los peruanos. Pese a lo que digo me contratan y quien lo hace, al pasar los días de entrenamiento, me dice: “Jorgito, yo soy peruano”. Chuta, a mi jefe diciéndole eso. Por su acento pensé que era mono.
Trabajé ahí por nueve años. Limpiaba y hacía mensajería. Regresé a la nocturna y me gradué como contador. Entonces, en el trabajo empecé a realizar los kardex de la empresa, como el inventario, que también le dicen. Llegué a ser hasta asistente de cámara. Era un capo haciendo balance de blancos para que la imagen salga nítida. De repente, la estabilidad laboral se esfumó. Eran buenos jefes, buenas personas, pero la empresa no daba más. De patitas a la calle y con una familia, la mía, por mantener.
*
Cachueleaba pintando casas, pero la plata ya no alcanzaba. No sabía qué hacer. Fue una época dura, sin ingreso fijo y con una esposa y tres hijos. Me enteré de que en el restaurante Barlovento necesitaba personal y me fui allá a dejar mi carpeta. Pero justo, al ladito, veo otro lugar. Se llamaba Hooters, como el restaurante gringo. Tuve una corazonada y sentí que debía trabajar ahí. Le pregunto al guardia cómo se llama el dueño: “don Farid Chemali”. Me presenté ante él y le dije que venía por el trabajo sin saber si en verdad buscaban a alguien.
“Por fiestas de Quito estamos contratando saloneros por temporada”. Le dejé mi carpeta y quedé en volver a las seis de la tarde. Regresé media hora antes, a las cinco y media. Nunca revisó mi currículo, pero le caí bien porque le vi llegar con varias bolsas del supermercado y corrí a ayudarle. “Mañana te espero a la una de la tarde”, fueron sus palabras de bienvenida. Mi primer día en Hooters fue el 3 de diciembre de 1993.
No le iba mal a don Chemali, pero se cansó. Vendió el negocio a don Eduardo Bueno, que en paz descanse, quien fue como un padre para mí. Él le cambió de nombre a Hunter’s. Sus hijos Eduardo, Cristina, quien ahora administra, y Andrés mantuvieron el local abierto. Ellos siempre han permitido que yo, felizmente, sirva a mis amigos.
*
“Hombre, Jorgito, sigues vivo”, siempre grita el torero David Fandila cada vez que entra al restaurante. Somos amigos. Me llevo muy bien con él y con Sebastián Castella. Cuando están por el país, vienen siempre para acá. El Hunter’s tiene su fama y un montón de gente famosa nos visita. Cuando vinieron los Trotamundos de Harlem, yo fui su mesero 24/7. No hubo noche que no se golpearan la cabeza en la barra, son altotes, yo les llegaba al pupo.
A mediados de los noventa atendí personalmente a Jaime Nebot cuando recorría Quito en su última contienda presidencial. Soy apolítico y tengo buena relación con todos. Por quién voto, eso sí, nunca les voy a contar. A lo mucho puedo decirles que soy hincha del Auquitas y por ahí le voy a la Liga en memoria de don Eduardo que era fanático a muerte. Perdón las lágrimas, disculpen el quiebre de voz, pero siempre que le recuerdo me pongo sentimental.
Decía que la camiseta política nunca me la pongo. Un día trotaba cerca de mi casa y me encuentro con el doctor Jorge Yunda, quien en una tienda se servía un yogurt y un pan. Ahí nos dimos un gran abrazo, porque él viene frecuentemente al restaurante. También siempre viene el alcalde Santiago Guarderas, quien me abrazó fuerte cuando Hunter’s recibió el Sello Q por parte del Municipio. Doña Cristina me envió a recoger el reconocimiento, decía que es a mí a quien conocen.
Roberto Calderón es un cliente frecuente. En su cuenta de Twitter publicó un mensaje donde rescató la dedicación en el trabajo. Puso una foto mía junto a la del periodista Alfonso Espinosa de los Monteros. Quienes respondían al tuit me elogiaban mucho. Tuve más mensajes que don Alfonso. Andrés, el hijo de don Eduardo, me mostró porque yo no le entro mucho a las redes sociales. Me dio un abrazo y dijo: “Jorgito, estoy tan orgulloso de ti. Gracias por tu trabajo”.
Mal que yo lo diga, pero todos confían en mí, empezando por los clientes. Cuando alguno se pega un traguito de más, soy yo quien los cuido. No puedo dar el nombre de la abogada, pero un par de veces que se petroleó, la fui a dejar a su casa. Como no podíamos entrar al garaje, me llevé su auto a la mía. Al día siguiente, le entregué su carro intacto. Al igual que a ella, he hecho eso con varios amigos y amigas. He recibido hasta buenas propinas, pero, así no me las den, lo hago por cuidar y servirlos.
*
Uno trata como le gusta que lo traten. Ni bien veo que alguien entra, lo saludo con alegría. Ya sentados en la mesa lo primero que les ofrezco es una cervecita bien fría. Si vienen por unas seis alitas, trato de que se lleven la docena. Mis compañeros dicen que, más que un mesero, soy el mejor vendedor del mundo. Mucha gente viene de manera seguida. Sé lo que van a pedir antes de que se sienten. Veo en sus rostros emoción por este simple gesto: saber al detalle qué les gusta, saber que siempre los recuerdo.
Mi vida es el Hunter’s. Paso más acá que en casa. Posiblemente, el sacrificio más grande ha sido darle más tiempo al restaurante que a mi familia. Desde los veintiún años estoy casado con Teresa y tenemos tres hijos: Johnny Fernando, el mayor, que es podólogo y ya me hizo abuelo; Verónica, quien es ingeniera en Contabilidad; y Darwin, quien estudió Ingeniería agroindustrial. Encontré una mujer comprensiva que ha criado unos hijos maravillosos. La familia tuvo que entender que mi rol fue mantenerles.
Cualquiera diría que cuando termine mi ciclo pasaré más tiempo con ellos, la verdad es que no pienso en la jubilación. Reciencito, cambiamos de lámparas en Hunter’s, lo hacemos cada cinco años. Le dije a doña Cristina que, por lo menos, quiero cambiar unas dos veces más. Ella me respondió: “Jorgito, esta es tu casa, y cambiarás todas las lámparas que quieras”.