Por Diego Pérez Ordóñez.
Ilustración Tito Martínez.
Edición 430 – marzo 2018.
“Es verdad: escapar es el más grande de los placeres;
merodear por las calles en invierno, la mayor de las aventuras”.
La compra de un simple lápiz en una papelería cercana sirvió como el gran pretexto. En 1927 Virginia Woolf (1882- 1941) emprendió una de sus caminatas indefinidas, vagas e invernales por las glaciales y brumosas calles del Londres de entreguerras, que luego plasmó en una sabrosa crónica de sus merodeos, una deliciosa cavilación sobre su propia ciudad como materia literaria de observación y sobre el caminar pausado, sin destino fijo y despreocupado como una forma de arte. Virginia Woolf caminaba para escribir, caminaba para crear; tenía una relación terrenal y casi carnal con Londres.
Virginia Woolf entendía a su propia ciudad como una obra de arte viviente, que pulsa y late, y que clama por ser observada al despreocupado paso (algo así como la ciudad como obra de arte suprema, una entidad superior, como después la definió Félix de Azúa en su Diccionario de las artes). Caminar por las calles era, además, su particular e interior búsqueda del oasis y del placer individual, así como el poderoso motor de su pasión creativa. Es que Virginia Woolf fue una escritora londinense en más de un sentido: se puede incluso argumentar que Londres, como ciudad trepidante y palpitante, como uno de los más importantes ejes del mundo, fue uno de sus personajes principales. Londres siempre respira activamente en sus diarios y en varias de sus novelas: La Sra. Dalloway es claramente el mejor ejemplo, en sus vagabundeos urbanos y en su monólogo interior de un día. Londres estuvo en su principio y precipitó su fin.
Por aquello del placer de la observación, Woolf sostiene que al caminar sin preocupaciones el ojo solamente se detiene en la belleza y en los detalles, en lo que ella llama los islotes de luz y los bosquecillos de oscuridad de su ciudad; y cuando se le vuelve a pasar por la cabeza el objetivo de salir a la calle —¡el lápiz!— aparece en su campo de visión el río, el Támesis, como una placentera interrupción de la rutina: “en toda su anchura, vasto, fúnebre, apacible”. Por eso también, para ella los bombardeos aéreos alemanes fueron la punta del ovillo de su triste fin, como se refleja en su correspondencia: “La pasión de mi vida, es decir, la ciudad de Londres; ver a Londres destrozada, también eso acribilló mi corazón”. Las bombas taladraron todo lo que Virginia Woolf atesoraba: sus libros, sus cuadros y sobre todo sus caminatas por la ciudad.
Así, divagar para escapar y divagar para crear. La frase de Virginia Woolf invoca a esa especie de filosofía que ejerce en la práctica el andar del paseante desocupado y despreocupado (que los franceses llaman flâneur). Aquel pasante que callejea sin destino ni planes fijos, y cuya idea de la ciudad es la de un espacio infinito, sin mapas ni brújulas. Todo invita al callejeo con ánimos de introspección, invitación que Le Breton califica de “dejarse ir a la deriva por las calles (…) el flâneur camina siguiendo su propia partitura, sus atracciones afectivas guiadas por la inspiración del momento, la atmósfera intuida de un lugar, siempre con la posibilidad de dar media vuelta o cambiar repentinamente de calle si esta no está a la altura de lo que se esperaba de ella” (Elogio del caminar, 120-1).
Por otro lado, hay sabios, como George Steiner, que han sostenido que muchos de los elementos del pensamiento y de la creación europea son pedestres, en el sentido de que han sido producto de largas y conocidas andanzas de a pie. “Su cadencia y su secuencia son las del caminante” (La idea de Europa, 39) y cita los cotidianos paseos de Kant, las largas y legendarias caminatas de Kierkegaard por Copenhague, las caminatas de Wordsworth y Hölderlin, en el campo de la poesía, como pasos fundamentales de la historia del pensamiento occidental. Pasos, literalmente.
También abundan en la literatura los ejemplos del paseo creativo: en las páginas de Rubem Fonseca desde la cálida y escarpada Río de Janeiro: “Pero ahora la lectura había encontrado a una rival, la ciudad, y José dejaba de leer para deambular por las calles del centro, cuando lograba escapar de la vigilancia de su madre”. O, en uno de los mejores modelos posibles, los caminantes neoyorquinos de Paul Auster: “Nueva York era un espacio inagotable, un laberinto de interminables pasos, y por muy lejos que fuera, por muy bien que llegase a conocer sus barrios y calles, siempre le dejaba la sensación de estar perdido. Perdido no solo en la ciudad, sino también dentro de sí mismo”. O quizá mejor, las penetrantes observaciones de un novelista estadounidense obsesionado con París, Julien Green: “Inmensos paseos por París… He ido a pie a la Ópera, donde me proponía detenerme un instante en el Café de la Paix, pero está cerrado por reformas… En el bulevar, la muchedumbre de los días de asueto que, a la vista está, no sabe qué hacer con su tiempo, vagabundea, hace cola delante de los cines, triste y desmoralizante. Odio el bulevar cuando siento la presencia de un tedio casi sobrenatural”. La ciudad como la materia prima del paseante y el paseo como el dínamo del alma creativa.
Pero quizá fue Walter Benjamin, de trágico final como Virginia Woolf, quien elevó el paseo literario a una especie de categoría filosófica:
“La calle se vuelve un apartamento para el flâneur, en casa entre las fachadas de los edificios como el burgués entre sus cuatro paredes. Para él los brillantes carteles esmaltados de las empresas son tan buenos, o mejores, como decoración de pared, como para el burgués, en su salón, un cuadro al óleo; los muros son el pupitre contra el que apoya su cuaderno de notas; los quioscos de diarios son su biblioteca y las terrazas del café miradores, desde los que, terminado el trabajo, contempla sus aposentos” (Walter Benjamin, El París de Baudelaire).
De modo que una sola frase de la pluma de una mente exquisita y delicada, en apariencia suelta e inocente, nos abre la puerta a los mundos de a pie, a los mundos de la caminata urbana como ímpetu creador.