La cafetera no está dañada

La idea llegó a su cabeza en mitad de la madrugada, y le pareció genial: escribir un cuento sobre una cafetera dañada.
¿Qué pasó entonces?

Me despierto de madrugada con una certeza: debo escribir un cuento sobre la cafetera dañada. La idea es increíble en la madrugada. Me parece, de hecho, genial. ¿Cómo no se me había ocurrido antes? ¿Cómo a alguien no se le ha ocurrido esa genialidad antes? Debo despertarme tempranito y escribir el cuento rapidísimo, antes de que alguien más me gane.

Cuando me despierto y me dispongo a escribir —tengo un pequeño problema, no tengo idea de qué pasa en el cuento. La cafetera está dañada, sí, ¿y? Recuerdo esa leyenda sobre Hitchcock que decía que tuvo un sueño —o una epifanía nocturna— en la que se le reveló un guion genial. Para que no se le olvidara, anotó la idea en un papelito y cuando se levantó a la mañana siguiente y lo leyó se llevó una gran decepción. En el papel decía: chico conoce chica.

La cafetera
Ilustración: Luis Eduardo Toapanta

Me levanto y voy a la cocina con la esperanza de que la inspiración vuelva. Preparo un café. La cafetera no está dañada, pero tal vez lo haya estado alguna vez. ¿Por qué era tan buena idea escribir sobre la cafetera dañada? En la noche imaginaba —o recordaba— una casa donde las cosas no marchaban bien. Pensaba en el misterio que rodea a las cosas.

El sonido nocturno de la refri, que acompaña casi como una persona durmiendo en la habitación contigua; esa tetera eléctrica que tenía mi madre y que funcionaba a base de fe. Cuando el aparato echaba chispas y ya lo habíamos desahuciado, mi madre decía, como que nada: ¿qué tal si se prende? Y lo peor es que se prendía, un día cualquiera el aparato muerto adquiría vida otra vez. Pienso en el sonido del auto que mi madre tenía cuando yo era niña, el motor del Suzuki Forsa que anunciaba su llegada y significaba un alivio. Ese sonido —era ella.

Pienso también en cómo las cosas desaparecen. Mi abuelita decía que es “el niño Dios que hace travesuras”. En nuestra casa y —sobre todo en el universo que rodea mi metro cuadrado— siempre hay un pequeño huracán que revuelca las cosas. Los libros, por ejemplo; cuando pienso en alguno que necesito y lo voy a buscar al librero, ya no está ahí. Basta que lo necesite para que desaparezca. Y cuando en otra ocasión doy pasitos nerviosos por la casa buscando una tijera o una aguja, el libro aparece, casi sonriendo y alzando las cejas.

Una de las cosas que odio en la vida es bajarme del carro. Siempre con cosas. Con tantas cosas en las manos. Llaves, billetera, mochila de mi hijo, sacos, papeles. Algo siempre se cae y debo agacharme. Una está derrotada cuando debe agacharse y vaciar la mochila o la cartera en el piso. Me sucede afuera de los bancos, en la calle, en todas partes. Y ahí es cuando odio las cosas. Porque casi siempre algo se pierde. Pero esas son pérdidas mínimas, maravillosamente comunes, como la pérdida de las medias o las llaves.

Mi abuelo, en cambio, llegó a perder un piano. No perdió un libro ni las llaves del carro. Perdió un piano de cola. No se sabe si alguien lo robó o lo abdujeron los extraterrestres. Simplemente un día había un vacío raro en la sala en lugar del enorme instrumento. Tal vez al principio nadie se haya dado cuenta; hasta que un buen día alguien pasó por ahí y preguntó: ¿Qué “serábs” del piano?

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