Cafés existenciales.

Por Anamaría Correa Crespo.

Ilustración María José Mesías.

@anamacorrea75

Edición 421 – junio 2017.

Firma-Anamaría-CLes Deux Magots, París, 1939. Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, su amante “esen­cial” (porque a lo largo de la vida habría mu­chos otros amantes ocasionales, pero el suyo sería un amor para siempre), sostenían una acalorada discusión filosófica y política. Era el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Cada uno llenaba su libreta con apuntes de sus re­flexiones y las del otro, rondaban una y otra vez los matices y dobleces de sus argumen­tos, sorbían café expreso en repetidas dosis, agotaban sus cigarrillos y, de tanto en tanto, recibían las visitas de algunos de sus colegas intelectuales. Eran los días idílicos de las dis­cusiones de café interminables que llenaban las paredes con ángulos, perspectivas y digre­siones. También eran los momentos en que el existencialismo hacía su gran arribo a la cultu­ra intelectual, quizá para nunca más dejar de ocupar un lugar estelar dentro del pensamien­to contemporáneo.

La escena que hoy imaginamos tiene algo de pintoresca, como si fuera hecha con los mismos trazos de los caricaturistas de afición que pintan a los transeúntes en Montmartre. Lo cierto es que esos intelectuales libraban verdaderas batallas dialécticas en sus largas tertulias alrededor del café. Era aquella época de oro en París en el que todo tipo de ideas hacían ebullición cuando bailaban unas con otras, aunque la realidad era un poco más lú­gubre de lo que imaginamos, pues la guerra rondaba y la perversidad de la humanidad se materializaba.

Jean Paul y Simone ya andaban urgidos por adentrarse en las costuras filosóficas de la existencia humana. Con sus ideas iban po­blando y apropiándose de las esquinas del Ba­rrio Latino, mientras vivían una de las épocas más oscuras de la historia contemporánea: las dos guerras mundiales. Por eso su filosofía no es más que la materialización de aquello que carece de sentido en nuestras propias vidas y en el mundo que nos rodea, pero que, en oca­siones, el confort de la vida resguardada no nos anima a explorar por ese pánico atávico a mirar el abismo. Esa gigantesca sinrazón de la humanidad contemporánea forzó a Sartre y a los existencialistas a mirar sin ambages a los ojos del abismo —nuestra propia existen­cia y sus inmensas contradicciones— y dedicar años a diseccionar las grandes preguntas de la vida y de nuestro objetivo final de estar y de ser. Pero superaron la condición nihilista, encontrando un sentido último de existir en la autenticidad de cada ser.

¿Por qué, a pesar de que tenemos tantas preguntas, el mundo no nos ofrece ninguna respuesta real? Sartre afirmó que vivimos en una condición de absurdo, ¿es este insupe­rable? Si mi vida y la de quienes me rodean carece de sentido, entonces ¿nos condenamos para siempre a la sinrazón? En un mundo sin Dios, decía Sartre, ni referentes absolutos (la religión, la Iglesia, el Gobierno, la familia), al ser humano le queda una tarea pesada y libe­radora a la vez: dotarle de significado y razón a su vida, liberándose de las ataduras que le vienen impuestas desde afuera. No aceptar ningún destino supuesto que niega la vida terrenal y su condición singular. Es la absolu­ta libertad con radical responsabilidad sobre nuestras propias vidas, en las que ya no ca­ben los chivos expiatorios para explicar nues­tras derrotas y victorias. Nada que se parezca a: “Es que fue la voluntad de Dios”, o “Dios sabe cómo hace las cosas”, para explicar los eventos desafortunados. Solo la responsabili­dad personal, pura y cruda.

Los niños muertos de Alepo. El ataque con armas químicas en Siria, que ocasionó que un pobre hombre, cuyo semblante jamás olvidaré, pierda a veinticuatro miembros de su familia, incluidos su mujer y sus bebés de nueve meses cada uno. Los recientes ataques terroristas en Londres y los Campos Elíseos. La cercanísima represión a los venezolanos que, por millones, se volcaron a las calles para pro­testar contra el régimen autoritario de Maduro y los que murieron en las marchas.

Todas ellas son razones suficientes para avocarnos con nuevos bríos a las preguntas existenciales de siempre y encontrar los esca­sos sentidos en la ambigüedad y en la extraña seguridad de saber que solo en nosotros mis­mos reside la razón última de nuestro existir.

 

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