Café de la muerte

Café de la muerte
Ilustración: Diego Corrales

Hay personas que se reúnen a hablar de la muerte. Recomiendan que todo el mundo lo haga, que quede claro en nuestros círculos íntimos cómo se quiere ser enterrado y qué hacer con uno en caso de enfermedades terminales o accidentes catastróficos. “No hablamos lo suficiente sobre algo que importa tanto”, dicen. “No hay que tenerle miedo al tema”, exclaman. “Naturalicemos al más natural de todos los procesos”, sostienen.

La muerte, en definitiva, no obtiene el respeto que se merece, según estos grupos. Piensan que actuamos como si fuéramos mejores que ella, que la miramos con el rabo del ojo, a pesar de que está ahí, más grande, a cada instante.

Hace tiempos (aunque parece ayer) desde esta misma columna comenté el rol que cumple uno de los libros fundamentales de la Antigüedad griega en ayudarnos a comprender nuestra relación con la muerte. Básicamente, desde hace mucho tiempo, se entiende que somos creativos y productivos porque sabemos que se viene… la calavera, la copetona, la democrática, la hedionda, la triste, la cierta.

Detrás de cada esfuerzo por producir una columna novedosa, entretenida o informativa, por ejemplo, hay una fuerza que enfrenta a la muerte. Los y las columnistas en este espacio lanzamos llamas de nuestras personalidades que vanidosamente imaginamos inextinguibles. Escribimos, a pesar de todo. Escribimos porque seguimos aquí. No lo comentamos mes a mes porque sería mórbido y de mal gusto estar repitiendo cada dos segundos: “vamos a morir”, “¡arrepiéntanse!”, “la hora ha llegado”. Somos columnistas, a la final, no predicadores.

Con espíritu aventurero me entregué al café de la muerte, una reunión a la que asistí recientemente. Una sabia del área de salud mental nos conducía. Lo hacía con fines pedagógicos e investigativos. Había provocado el diálogo sin que estuviéramos listos, necesariamente. Lo logró. De repente, todos hablábamos de la muerte con naturalidad, como compartiendo las ofrendas más sencillas. Un sabio médico narró las primeras veces que la vio de cerca, en pacientes desafortunados. Contó anécdotas inverosímiles, como la de una joven que murió en un accidente aéreo a pesar de haberse curado de una enfermedad peligrosa poco antes. Un sabio matemático habló con sinceridad de las últimas horas de sus padres. Y así pasaron las horas.

Pero también había sospechas (no por nada éramos un grupo de sabios). ¿Es en realidad lo mejor saber qué se quiere que se haga con uno cuando llegue la muerte o alguna situación grave e incómoda y sin esperanza alguna de superación? ¿No somos proclives a equivocaciones, como en tantos otros temas en los que tratamos de incidir los vivos?

Franz Kafka, por ejemplo, decidió en vida que quería que toda su obra escrita fuera incinerada y que jamás llegara a la imprenta. Su mejor amigo actuó con total irrespeto a esa voluntad. Por suerte. Si le hubiera hecho caso, no habría mucha muy buena literatura. Para el doctor Samuel Johnson, algunos siglos antes, era mejor vivir con sufrimiento que no existir. O, como dice otro sabio, desde el ámbito del mindfulness: “Si crees que necesitas una razón para ser feliz, qué tal esto: no estás muerto”.

Desde la literatura y el arte se lo hace todo el tiempo, pero es justa la demanda de los del café de la muerte. Hay que hablar del tema y uno debería procurar dejar todo más o menos listo antes de irse de este mundo, por más incómodo que resulte. Solo que no siempre se puede. Solo que muchas veces apenas lo logramos.

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