Edición 435 – agosto 2018.
La elección de Andrés Manuel López Obrador abre una era de ilusión pero también de incertidumbre.
El golpe de efecto fue preciso y contundente, de un populismo muy hábil y rotundo, dado en el instante más oportuno posible. Y es que Donald Trump, con su carga inocultable de prejuicios y racismo, en especial contra los mexicanos, había asumido diez días antes la presidencia de los Estados Unidos y, aprovechando la inquietud y los temores del momento, Andrés Manuel López Obrador hizo un anuncio resuelto y desafiante: haría de inmediato una gira por las mayores ciudades estadounidenses “para defender a los migrantes”.
Desde ese día, en enero de 2017, quedó claro que AMLO —como le llaman con afecto sus partidarios y con desdén sus adversarios— había pulido sus habilidades políticas y, al cabo de dos derrotas electorales, la campaña de 2018 la afrontaría con más realismo y pragmatismo, sin la ferocidad ideológica y la intransigencia con las que efectuó sus campañas de 2006 y 2012. Y, claro, los resultados fueron muy distintos: el 1° de julio ganó la presidencia de México con el 53,1 por ciento de los votos y, más aún, le dio a su partido, el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), una mayoría holgada y sorprendente en gobernaciones, alcaldías, senadurías y diputaciones, es decir en todos los ámbitos del poder político de su país.
Si hasta aquí su andar político ha sido largo y pedregoso, repleto de sobresaltos, el camino que deberá recorrer desde el 1° de diciembre próximo, cuando asumirá su cargo, sin duda será aún más turbulento, porque ninguno de los grandes problemas que deberá encarar (corrupción, violencia, narcotráfico, pobreza, inequidad…) es de solución fácil y rápida. Lo cual es especialmente grave en el caso de López Obrador por las expectativas enormes que generó su victoria electoral y, sobre todo, por la certeza de que los mexicanos ya perdieron la paciencia al cabo de un sinfín de decepciones y desengaños y no están dispuestos a esperar mucho tiempo a nadie. Ni siquiera a AMLO.
México tiene, además, una fijación extraña y poderosa con su revolución, la de Emiliano Zapata, Venustiano Carranza y Pancho Villa (Recuadro). Sus mitos, leyendas, íconos y lemas están omnipresentes en la sociedad mexicana, que la percibe como un caso abierto, algo así como un proceso inconcluso y traicionado, cuyos postulados de progreso social todavía esperan ser cumplidos. López Obrador también apeló en su campaña al poder casi místico de la palabra “revolución” y ofreció —aunque con vaguedades, imprecisiones e incluso contradicciones— que la suya será la cuarta gran transformación, después de la Independencia, la Reforma de 1857-1861 y la Revolución de 1910. Y muy pronto sus votantes (treinta millones, nada menos) se encargarán de exigírsela.
Economía fuerte, pero…
Está claro que, ya en la presidencia, López Obrador tendrá que responder a las exigencias de sus votantes. Pero, ¿cómo lo hará? ¿Será un populista ignominioso, con delirios mesiánicos, que antepondrá sus obsesiones y fijaciones a los intereses duraderos de su país? ¿Será, en consecuencia, otro Chávez, otro Maduro, otro Correa y otro Ortega, como temen sus críticos más recelosos? ¿O, por el contrario, será un gobernante reflexivo e inteligente, que hará las reformas que considere necesarias, persiguiendo crecimiento, prosperidad, equidad y paz, sin trastornar a su país, convulsionarlo y llenarlo de rencores y divisiones?
En los países con economías avanzadas, y la mexicana es la undécima del mundo, los ímpetus populistas suelen estrellarse contra unas realidades económicas sólidas y difíciles de mover. En los Estados Unidos, Donald Trump ha encontrado en la economía y, en especial, en las instituciones un freno para sus excesos y desatinos. En el caso mexicano, López Obrador descubrirá, si no lo sabe todavía, que ganar la presidencia no significa asumir el control de la estructura productiva. Y es que la economía de México no depende del petróleo, pues incluso su empresa de bandera, Petróleos Mexicanos (Pemex), funciona como una firma privada en un mercado energético abierto. En realidad, la economía de México depende del comercio internacional, el turismo y la industria, que son actividades no subyugadas al Estado.
Pero a la economía de México también la caracterizan las brechas: entre ricos y pobres (hay alrededor de cuatro millones de personas en pobreza extrema), entre la población urbana y la rural, entre los estados prósperos del norte y los deprimidos del sur. También hay disparidad entre los diferentes sectores de la economía en sus aportes al producto interno bruto: dos terceras partes (65 por ciento) provienen del sector de servicios, 31 por ciento de la actividad industrial y tan sólo 4 por ciento de la agricultura. Y hay otro contraste: un millón y medio de niños menores de cinco años padecen de desnutrición, mientras uno de cada tres adultos sufren de obesidad, con lo que México es el país con el segundo índice de obesidad en el mundo, detrás de los Estados Unidos.
Pero acaso las cifras más llamativas y dramáticas son las que se refieren a la violencia. Y es que en 2017 fueron cometidos en México 25.324 asesinatos, como parte de una escalada criminal que ya parece estar fuera de todo control. Hay quienes sostienen que esa escalada se volvió vertiginosa a finales de 2006, cuando el presidente Felipe Calderón ordenó el comienzo de una ofensiva militar contra los carteles de las drogas, que respondieron con un contraataque masivo, basado en formas diversas de terrorismo. Desde entonces, según las cifras del Sistema Nacional de Seguridad Pública, “al menos 170.000 personas murieron por causas relacionadas con el crimen organizado”, aparte de que entre 2006 y 2016 desaparecieron “más de 28.000”. El episodio más visible y desgarrador ocurrió en septiembre de 2014, cuando se esfumaron 43 estudiantes, de quienes nunca volvió a saberse nada.
Cambio de época
Con todos esos problemas, que son múltiples, complejos y variados, es comprensible que las elecciones de julio hubieran sido dominadas por la decepción y el enojo. Y es que después de las siete largas décadas del unipartidismo del PRI, el Partido Revolucionario Institucional, surgido del tumultuoso inicio del siglo XX, México derivó en el año 2000 en una especie de bipartidismo, en que el PRI se alternó en el ejercicio del poder con el PAN, el Partido de Acción Nacional. Cuando ese cambio ocurrió, el sistema político mexicano terminó de desquiciarse ante lo desconocido e incierto de la situación, pues hasta entonces el PRI había ocupado los espacios de la derecha, el centro y la izquierda, adaptando sus dichos y sus hechos a cada momento y circunstancia, tal como lo reflejaba el viejo e ingenioso chiste del chofer del presidente mexicano que, al llegar a una bifurcación del camino, pregunta sin ninguna malicia si debía curvar hacia la derecha o hacia la izquierda, a lo que el presidente, con toda naturalidad, le ordena que haga “lo que hacemos siempre: ponga las direccionales a la izquierda y doble a la derecha…”.
En el transcurso de 2018 se han cometido 1.497 crímenes con armas de fuego, 220 con arma blanca y 392 con otros objetos, según el primer reporte oficial de 2018.
Sin embargo, la llegada del PAN al poder, que lo ejerció de 2000 a 2006 con Vicente Fox y de 2006 a 2012 con Felipe Calderón, no alteró en lo fundamental las estructuras políticas y económicas mexicanas, repletas de deficiencias, ineficiencias e insuficiencias. Hubo progresos, por supuesto, como la subida del producto interno bruto per cápita de 6.721 a 8.208 dólares anuales entre 2000 y 2016, o el descenso del analfabetismo de 9,46 a 5,48 por ciento en personas mayores a quince años, o el ascenso de 18,4 a 23,7 por ciento de la población que ha completado los estudios secundarios. Pero, aun así, la percepción generalizada es que México sigue siendo un país muy inequitativo y desigual, donde los frutos del progreso —el proveniente de sus cuarenta tratados de libre comercio, por ejemplo— se queda en los estratos altos de la sociedad, mientras que a los estratos bajos tan sólo les llegan sobras y migajas.
Por eso, la elección de Manuel Andrés López Obrador no fue, en la intención de sus votantes, un relevo rutinario y monótono del presidente, sino todo un cambio de época. Según el escritor Jorge Volpi, “este 1° de julio fue derrotado el México de las élites y el México de la desigualdad, el México de la corrupción como modo de vida y el México de la desilusión y el conformismo”. Más aun, siempre según la visión de Volpi, “el 1° de julio triunfó otro México, el que despertó en la Revolución Mexicana y que quedó adormecido por casi setenta años de revolución institucionalizada, el de los movimientos sociales y de los activistas por los derechos humanos, el de los desfavorecidos y los olvidados, el de los invisibles y de los jóvenes que anhelan un futuro mejor…”.
Pitos y palmas
La percepción de cambio de época fue amplia y diversa. Es así que la elección de López Obrador fue acogida —en unos casos con aclamaciones, en otros con reservas— por intelectuales, académicos, sindicalistas, empresarios, los más variados gremios, la prensa. Incluso Carlos Slim, el hombre más rico de México y uno de los cinco más ricos del mundo, se declaró “complacido” por la elección de AMLO y por su llamado a la reconciliación y la unidad. Decenas de gobernantes extranjeros, desde el estadounidense Donald Trump hasta el ruso Vladímir Putin, también manifestaron su confianza en un futuro mejor para México. Y analistas de todas las tendencias, revisando la realidad actual de mundo y los antecedentes del futuro presidente mexicano, manifestaron su convencimiento —mayoritario, pero no unánime— de que López Obrador no será un populista ilimitado y tormentoso, de la mala índole de los bolivarianos de Sudamérica.
Para sorpresa de muchos, la nota discordante la tocó el zapatismo: “será una decepción más”, según vaticinó el Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en un comunicado abrumado de escepticismo y firmado por los subcomandantes Galeano y Moisés. (‘Galeano’ es el nombre de guerra actual de quien, allá por 1994, se hizo famoso en todo el planeta como el líder visible del levantamiento en Chiapas, cuando se hacía llamar ‘Marcos’ y se presentaba ante la prensa con pasamontañas y escopeta de madera.) “Podrán cambiar el capataz, los mayordomos y los caporales, pero el finquero sigue siendo el mismo”, añadieron los jefes guerrilleros, que dicen representar a los indígenas, es decir al 11,5 por ciento de la población mexicana, y quienes en la campaña electoral de AMLO en 2006 ya lo habían descalificado, describiéndolo como “falsa izquierda” y “derecha moderada”.
La verdad es que en su etapa como alcalde de la ciudad de México, de 2000 a 2005, AMLO no fue un populista desenfrenado sino un administrador cauteloso, que emprendió una serie de programas sociales, como la pensión para ancianos de recursos escasos y las ayudas para estudiantes y trabajadores informales (prostitutas incluidas), y que les puso empeño a los temas de movilidad (aunque sus detractores lo cuestionan por no haber añadido “ni un metro al metro”) y, sobre todo, de seguridad ciudadana (lo más recordado, por lo inesperado pero también por los buenos resultados, fue la contratación del exalcalde de Nueva York Rudolph Giuliani para el diseño de un programa integral de combate a la delincuencia).
Pero, por cierto, la presidencia pertenece a otra esfera: bajo su responsabilidad estará todo un país, surcado de conflictos, tensiones e intereses cruzados, y no sólo una ciudad, que incluso siendo aplastante por su tamaño y sus problemas, también es moderna, intensa y vibrante. Para gobernar México, López Obrador anunció que, como premisa fundamental, “respetaré a todos pero daré preferencia a los pobres”. No está muy claro qué implica ese postulado, pues el ahora presidente electo evitó ser preciso en todos sus anuncios. Lo que sí anticipó es que expandirá los programas de apoyo a los grupos más vulnerables, que cambiará la estrategia de lucha contra la inseguridad y la violencia, que revisará la reforma que permitió las inversiones privadas en la explotación de hidrocarburos, que implantará una educación pública gratuita de calidad y que desterrará sin vacilaciones la corrupción y la impunidad. Hasta que asuma, el 1° de diciembre, tendrá que avanzar en las precisiones, los costos y los plazos.
Queda un tema más: las relaciones con los Estados Unidos, el país con el que México comparte una frontera agitada y difícil de 3.169 kilómetros de longitud, muy activa en el comercio pero también siniestra en el tema migratorio. AMLO asegura que quiere unos vínculos amplios y fecundos. Trump también, pero se afana en repetir que construirá un muro de separación. El tira y afloja es incesante y será creciente. ¿Tendrán los dos presidentes un diálogo fluido y provechoso, o Trump se atrincherará en sus obsesiones y AMLO en su ideología? Imposible saberlo por ahora, pero es probable que mucho dependerá de la política internacional que desarrolló México, apoyando a las democracias latinoamericanas (para aislar a la dictadura venezolana, por ejemplo) o alineándose con el populismo radicalizado y atroz, que seduce a las multitudes y termina devastándolas. Paciencia.
La revolución como actitud
Las revoluciones tarde o temprano terminan. Y no siempre terminan bien. La Soviética, la de 1917, terminó en 1990 con una bancarrota política y económica total. La Cubana, la de 1959, prosigue, pero agoniza (en realidad, agonizó siempre). Y la Francesa, la de 1789, se extinguió con el golpe de Estado del 18 Brumario, en 1799, aunque sus postulados de libertad, igualdad y fraternidad renacieron y permanecen vivos. Pero la Revolución Mexicana, la que empezó en 1910, no ha terminado jamás.
Todo comenzó, para contarlo a vuelo de pájaro, el 20 de noviembre de 1910, cuando desde su exilio en los Estados Unidos, Francisco Madero hizo un llamamiento al pueblo mexicano para que se levantara en armas contra Porfirio Díaz, quien gobernaba desde 1876. Y, en efecto, miles de mexicanos empuñaron los fusiles y se lanzaron al monte, bajo el mando de unos líderes sublevados valientes pero turbulentos. Algunos de ellos se volverían legendarios.Acosado y agotado, Díaz terminó huyendo a Francia, por lo que en 1911 hubo elecciones, que las ganó Madero. Pero, para entonces, varios caciques revolucionarios, encabezados por Emiliano Zapata y Pascual Orozco, tenían sus propios planes y se rebelaron contra el nuevo presidente. En medio de alzamientos y asonadas, Victoriano Huerta dio en febrero de 1913 un golpe contrarrevolucionario, la ‘Decena Trágica’, en que Madero fue asesinado. La mecha estaba encendida.
El Gobierno de Huerta fue efímero: duró dieciséis meses, porque su contragolpe enardeció a los jefes revolucionarios, que se lanzaron a la lucha abierta. Sobresalieron Venustiano Carranza y, sobre todos ellos, Pancho Villa. El conflicto se internacionalizó cuando fuerzas militares de los Estados Unidos, que apoyaban a los caudillos rebeldes, ocuparon el puerto de Veracruz para impedir el desembarco de un enorme cargamento de armas dirigido al gobierno. Huerta, acorralado, renunció y huyó. Ya era julio de 1914.Sin Huerta de por medio, los caudillos revolucionarios se lanzaron, cada uno por su cuenta, a tomar el poder a tiros. Carranza, quien de acuerdo con la Convención de Aguascalientes era el jefe de la Revolución, puso de presidente de México a Eulalio Gutiérrez, pero después se arrepintió y lo desconoció. Se reanudaron los combates. En 1917, al cabo de unas luchas encarnizadas e interminables, Carranza asumió la presidencia, pero no pudo pacificar el país. Las luchas entre caciques continuaron incluso después de la muerte de Zapata en 1919, Carranza en 1920, Villa en 1923 y hasta Álvaro Obregón, quien había sido presidente entre 1920 y 1924 y que fue asesinado en 1928.
Todas las revoluciones tarde o temprano terminan, excepto la Mexicana. Hubo, eso sí, un cambio de era, cuando en 1928, Obregón —quien había sido reelegido y estaba por empezar su segunda presidencia— fue asesinado, y el presidente saliente, Plutarco Elías Calles, en vez de prorrogar su mandato, inauguró la llamada ‘etapa de las instituciones’: llamó en 1929 a nuevas elecciones y fundó el Partido Nacional Revolucionario, antecesor directo del PRI, que gobernó sin interrupciones hasta el año 2000 y otra vez desde 2012 hasta diciembre venidero, cuando asumirá AMLO.
En todos estos decenios, los íconos, los lemas y los mitos revolucionarios se mantuvieron vivos, aunque los ímpetus transformadores e incendiarios de los primeros veinte años devinieron en un ejercicio del poder cómodo, rutinario y burocratizado, sin caudillos legendarios lanzados al monte y dispuestos a hacer una transformación honda y sin retorno. Tal vez ese sea el papel que Andrés Manuel López Obrador pretende desempeñar en la historia de México, como parte de esa afición tan mexicana por la revolución permanente.