Cadáveres de gigantes

Tumbas vacías

La abadía de Westminster es una frontera entre lo sagrado y lo profano. Fuera, una columna interminable de turistas avanza hacia la entrada, como una daga hundiéndose en el costado del dios de la incongruencia. Pero una vez superadas las boleterías y los controles de seguridad, la voz del deán John Hall fulmina al visitante:

Silence! You’re in a holy land!

La advertencia retumba en los parlantes, último rezago de modernidad que hay en aquella tierra sagrada. Cada cierto tiempo, la misma voz pide que los turistas permanezcan en su sitio y la acompañen con una plegaria.

Los monjes benedictinos que construyeron el edificio original, sin duda, no imaginaban la peregrinación de gentes de China o de las Américas y tampoco que los encargados del templo, lejos de las tareas propias de un monje, se dedicasen a frenar el ímpetu de fotógrafos de celular.

Sin embargo, la incredulidad pierde la batalla dentro de ese sitio; es un mundo alterno donde la esencia de reyes, héroes y artistas se impone sobre la lógica y el materialismo. Ni siquiera importan los cientos de personas que pasean su curiosidad sobre las tumbas de Isabel I y María Estuardo, quienes, enemigas en vida, de muertas se transformaron en vecinas inseparables.

Holy land, holy land…”.

Westminster Abbey es uno de los símbolos de Londres y una institución insignia del Reino Unido. En su interior se han coronado todos los reyes de Inglaterra desde 1066 y han tenido lugar dieciséis bodas reales, además de varios funerales de Estado. Entre sus muros reposan monarcas, príncipes y algunos de los personajes más ilustres de la historia del país, como Isaac Newton y Charles Dickens. Fotografiás: Shutterstock, Wikipedia.org.

Todo es sobrecogedor dentro Westminster, hasta el aire ulula en ciertos momentos; uno asiste a esa galería de tumbas con la sospecha de que hay más fastos en el otro mundo que en este. Y así, poco a poco, tropezando con nombres de sajones y normandos, se llega a cierta zona conocida como la Esquina de los Poetas.

Allí, los huéspedes no solo son hacedores de versos, sino filósofos y científicos ―por ejemplo: Isaac Newton o Robert Adam― y las tumbas desperdigadas hacen temer que, de pronto, algún espíritu surgirá para vengar la profanación.

Durante mi visita, siento la emoción del peregrino en un lugar sagrado; busco al “príncipe de los poetas de Albión”, a aquel que dejó su vida por una patria ajena y distante porque la suya lo rechazó, mas, cuando finalmente estoy al pie de su lápida, uno de los monjes disfrazados de guardia me dice:

—¡Lord Byron no está aquí!

El dedo de Carlos V

El dedo meñique de Carlos V, conservado en el Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, ayudó a resolver un misterio de la historia de España.

Tampoco estuvo Carlos V en su tumba en 1870, dos años después de la Revolución Gloriosa de España.

Como ocurre a menudo, el entusiasmo político lo traspasa todo, incluso el Inframundo. De modo que las fuerzas antimonárquicas que habían triunfado ordenaron la exhumación de varios reyes para someterlos al ojo crítico del pueblo.

No era la primera vez que el cuerpo de Carlos V veía la luz después de muerto: su hijo, Felipe II, lo sacó del monasterio de Yuste para llevarlo a El Escorial en 1573, palacio dentro del que tampoco pudo descansar, pues lo pasaron del altar al Panteón de Reyes cerca de un siglo más tarde.

En 1870, por orden de los revolucionarios gloriosos, la tapa del ataúd del monarca fue sustituida por un cristal, con el fin de que el público pudiese ver a la momia de ese que había gobernado como rey y emperador.

Uno de los visitantes, al que la leyenda solo ha nominado “marqués”, se hizo con una de las falanges de la momia, tras sobornar con veinte reales al cuidador de la exposición. Dicho trozo de realeza apenas reapareció en el siglo XX, después de que la marquesa de Martorell se lo entregó a Alfonso XIII, indicando que había caído en poder de su familia de “modo totalmente involuntario”.

Sin embargo, el dedo no se unió al resto del cuerpo porque nadie autorizó una nueva apertura de la tumba hasta que, en los inicios de la Guerra Civil, los republicanos quisieron hacer justicia sobre la momia. Y así, un periódico francés de 1936 publicó la foto de Carlos V ―barbudo, con la mano mutilada y expresión de pánico― abrazado a un miliciano sonriente.

De la falange del emperador no se supo más por varias décadas, pero en 2004 responsables de Patrimonio Nacional la encontraron dentro de su cofre y refundida entre una serie de reliquias de Felipe II.

El fragmento hizo un viaje más: de Madrid a Barcelona, ciudad en la que dos expertos en enfermedades tropicales lo examinaron para dictaminar que su dueño había muerto con paludismo.

Carlos V —que expiró contemplando el cuadro de Tiziano La Gloria— se convirtió entonces en el punto final y máximo de la carrera del epidemiólogo Julián de Zulueta, quien se había obsesionado con la causa de su muerte, luego de ver su foto con el miliciano en 1936.

El precio de una cabeza

Descartes, filósofo y matemático falleció de neumonía en 1650. Enterrado casi en secreto al esqueleto le faltaba la calavera. No había ni rastro de ella.

El cráneo de René Descartes costó 37 francos, una ganga que aprovecharon varios personajes, todos ellos dejando su rúbrica sobre los huesos frontal, parietal y temporales.

El filósofo había muerto en Suecia, sirviendo a la reina Cristina que lo hizo enterrar en el Cementerio de los Inocentes de Estocolmo; pasó allí dieciséis años hasta que los franceses lo reclamaron. Para entonces la mujer que lo llevó al país nórdico estaba en Roma, luego de haber abdicado.

Los suecos, indiferentes, accedieron a devolver el cuerpo gracias a las gestiones del embajador francés, el barón de Terson.

En esas condiciones, empezó un periplo de ocho meses por mar y tierra; durante ese tiempo, el muerto iba como una maleta más. La distancia entre París y Estocolmo se podía recorrer en pocos días, pero el miedo a las intrigas de potencias extranjeras hizo que la comitiva se desviase por sitios inverosímiles de Europa.

Terson solo cobró un dedo índice del filósofo por su trabajo, pero el capitán del barco, un tal Planström, se llevó el cráneo.

En Francia el cadáver descabezado —nadie vio la decapitación— fue a parar en la iglesia de Saint Paul, primero, y luego, en la de Santa Genoveva.

Durante el período revolucionario el cuerpo se salvó del expolio gracias al arqueólogo Alexandre Lenoir, quien, mientras protegía las iglesias de Santa Genoveva y Saint-Denis, extrajo el cuerpo para llevarlo al convento de Petits-Augustins. Tampoco lo dejaron allí, pues la Convención Revolucionaria se empeñó en rehabilitar al filósofo y devolverlo a Santa Genoveva, transformada ya en el Panteón de París.

Con el retorno de la monarquía pidieron la exhumación del cadáver y otro traslado, esta vez a Saint-Germain-des-Pres; entonces, se abrió el ataúd, notándose recién la falta del cráneo entre el polvo de huesos pulverizados por el tiempo.

El misterio se publicó en distintos magacines y la noticia debió ser tan divulgada que el químico Berzelius, desde Suecia, le envió al barón de Cuvier un paquete que contenía la cabeza y una serie de folios, donde se detallaban los nombres de cada uno de sus dueños desde los tiempos del capitán Plänstrom.

La lista también se podía encontrar en la misma reliquia como si se tratase de una tarjeta de biblioteca. Los nombres estampados incluían a científicos y dueños de burdeles que intercambiaron la pieza a la usanza de los vikingos.

En pleno auge de la frenología, el cráneo del filósofo no podía descansar: se le practicaron una serie de estudios y comparaciones con los de otros personajes, desde el Marqués de Sade hasta el criminal Cartouche. La conclusión fue que no cumplía con las características propias de una “cabeza de pensador”.

Iniciado el siglo XX, nuevamente lo sometieron a investigaciones y Paul Richer, miembro de la Academia de Medicina, dijo que, en efecto, ese cráneo perteneció a Descartes por las similitudes que tenía con las esculturas inspiradas en el filósofo. Luego de algunas mediciones antropométricas, de moda en esos años, la bóveda vacía del cerebro del pensador viajó a su destino final: el Museo del Hombre en la plaza del Trocadero.

Allí permaneció refundida entre otros objetos por un tiempo hasta que algún museógrafo decidió exhibirla junto a cráneos de homínidos y cromañones; al pie, en el cartel informativo, no hay la menor referencia a la frase célebre de René Descartes, “Pienso luego existo”, pero sí una leyenda que dice: “¡TODOS SE PARECEN!”.

Tiempo y tortura

Lord Byron fue a Grecia para morir por la libertad, pero la peste fue la que lo mató.

Tiempo atrás había renunciado a su patria donde lo amaban y envidiaban por igual. En la tierra de Platón, por otra parte, su imagen era la de un héroe que donó todo, aun su vida, por la independencia.

Al poco tiempo de su muerte, ingleses y griegos empezaron a pelearse por el cuerpo. No se trataba de amor, sino de simbolismo: para los primeros era un magnífico poeta contemporáneo y para los segundos, la encarnación del apoyo internacional a la causa independentista.

Un aventurero y escritor, Trelawny, quedó encargado de proteger el célebre cadáver. Aunque luego dijo que despreciaba al poeta, este lo había hecho su albacea y compañero de lucha.

La única orden que dio el agonizante Byron ―que siempre estuvo obsesionado con esconder la deformidad congénita en uno de sus pies― fue que se conservase intacto su cuerpo y nadie lo mancillase por morbo. Trelawny fue el único que juró y el primero en violar aquella voluntad.

Pese a eso, sí se encargó de los trámites legales y, finalmente, logró que los griegos le permitiesen embalsamar el cuerpo para enviarlo a Londres; el precio fue el corazón de Byron que se quedó en el continente como símbolo de libertad y de su amor por Grecia. Al resto del rompecabezas lo embarcaron junto con otras mercancías mediterráneas.

Mientras navegaba, en su país se discutía el sitio del entierro. Unos, los defensores del vate británico, alegaban que el lugar adecuado era Westminster junto con otros cadáveres importantes del Reino Unido; sus enemigos, al contrario, decían que aquel era un lugar destinado a los que amaron a la patria, y él renegó siempre de ella.

El deán de la abadía dirimió la disputa: al llegar el muerto, le cerró las puertas, diciendo que un libertino no merecía espacio en tierra sagrada.

Retratado en traje de albanés en un óleo de Thomas Phillips, National Portrait Gallery, 1835.

Las discusiones continuaron hasta que el territorio de los ancestros de Lord Byron, Nottinghamshire, lo reclamó.

En la iglesia de Santa María Magdalena en Hucknall, junto a un puñado de miembros de su familia, el poeta descansó en paz hasta 1938, cuando un canónigo local decidió abrir la tumba con el fin, según dijo, de comprobar que nadie hubiese tocado a su huésped durante ese siglo.

La sorpresa fue mayúscula al encontrarlo bien conservado, como si se tratase de uno más del gremio de los santos que tanto despreció. La explicación era la cantidad de químicos que le pusieron al cadáver para que aguantase el viaje desde Grecia, pero había una parte del cuerpo que no estaba intacta y hasta se había separado del resto: el pie deforme. Después de muerto, Byron seguía rechazándolo.

En 1969 los ingleses finalmente perdonaron a su poeta y pensaron en llevarlo a Westminster; no obstante, en Nottinghamshire se opusieron, al fin y al cabo aquella era la tierra ancestral de su estirpe y él un imán para el turismo.

La alternativa fue colocar una inscripción dentro de la Esquina de los Poetas. Hoy, en piedra y sobre el piso de la abadía, se pueden leer dos versos de Las peregrinaciones de Childe Harold en letras doradas:

Pero hay algo dentro de mí que agotará torturas y tiempos, y respirará cuando yo expire…

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