
En los ochenta las embarazadas fumaban y la gente botaba la basura a la calle sin pensarlo. Yo crecí en los noventa, vengo de una generación en la que los bebés tomaban biberones con Fanta o Coca-Cola y los niños se atoraban de salchichas de coctel en las fiestas infantiles. Cero conciencia de cuidar el planeta y ni hablar de autocuidado.
En ese entorno tóxico obviamente era difícil, imposible, hablar de feminismo. A diferencia de los centennials, quienes crecen en una sociedad en la que el veganismo, el feminismo, el ecologismo y demás ismos están por lo menos sobre la mesa para ser discutidos, yo crecí en una generación en la que hablar de feminismo era considerado anticuado.
Quiere decir que crecí callando. Callando violencias cotidianas como escuchar que un colega le diga gorda a otra colega, o que un amigo de más de cincuenta afirme que no sale con mujeres de cincuenta para arriba porque “son viejas”, o que un periodista considerado inteligentísimo y culto me diga, hecho el chistoso, que espera que mi primer libro de maternidad no hable de las conversaciones cursis e irrelevantes sobre cesárea y pañales. “Guácala”.
O que cuando tenías veinte años haya sido normal que un “amigo” intente manosearte aunque le digas que no mil veces. O que después de una farra loca te hayas despertado con un tipo al lado y hayas tenido que preguntarle si es que ayer “pasó algo”, es decir, si por azar no te violó mientras dormías, y claro, luego te hayas ido a la casa sintiéndote culpable por haberte puesto una falda muy corta o por haber tomado de más…
Cosas así he vivido algunas veces. La situación es rara, pero al vivirla no soy capaz de definirla o de digerirla. Solo después de horas, o días, me doy cuenta de que no es normal. De que eso fue violencia. Y claro, pienso que debí mandarles a la mierda. Too late.
Soy lenta. Me toma entender el comportamiento humano. No entiendo de manipulación, de chantaje, de metáforas, insinuaciones o dobles sentidos. Al igual que las personas con rasgos asperger, no suelo leer entre líneas. Entiendo una hora después de que me han despedido o me han coqueteado. Esa es una de las razones por las que varias veces he desperdiciado unas cuantas cachetadas. Esa es una razón, la otra es que hay demasiados micromachismos (y no por micro menos violentos) normalizados.
Ya lo he dicho, no he dado las cachetadas que debía dar en el momento adecuado, por eso escribo. Y algunas personas (sobre todo hombres) que han leído algunas de mis historias me han dicho cosas como: “No entiendo por qué ella no se defiende, por qué no le pega una cachetada al tipo y lo manda al carajo. ¡Está haciendo quedar mal a las feministas!”. ¿Que por qué no lo hace? Vaya, porque no es tan fácil.
¿Demasiado no? Hacen comentarios sobre tu cuerpo, intentan tocarte sin tu consentimiento, llaman vieja a la mujer de su misma edad, y después ellos mismos te culpan por no ser lo suficientemente “feminista”. Plop.
Me molesta que se piense que las mujeres que creamos debemos construir personajes femeninos “empoderados”. No. Para llegar a ser mujeres empoderadas (ay, odio esta palabra) debemos escribir no de las fortalezas sino de las fragilidades, no de las certezas sino de las preguntas.