Caballos de nieve.

Por Huilo Ruales.

Ilustración: Miguel Andrade.

Edición 431 – abril 2018.

1

Firma--Huilo-0-12017. Tren de noviembre. La nieve se precipita de abajo hacia arriba como una estampida de pájaros empapados de leche. El vecino de asiento lee El diario de Ana Frank en noruego. En ciertos pasajes se sonríe separando los labios y dejando al descubierto la punta de una lengua rosada. Sus ojos brillan mientras se desplazan por el texto. Parece un niño ruin contemplando los esfuerzos de una mosca por levantar el vuelo después de haberle arrancado sus alas. La mujer que viaja a su lado intenta escribir mensajes en el teléfono. Al parecer, su pantalla no es de vidrio ni de ITO ni de grafeno, ya que sus dedos se hunden en ella, se empanizan como en una diminuta cubeta de petróleo.

2

París me ocurre como antes me ocurría el amor. En ningún sitio mi tristeza se parece tanto a un cisne incrustado en su propio lago de hielo. Hay bocacalles en las que me encuentro convertido en sal o que me encaminan directamente hacia la paz que es disolverse, dejar de ser el uno para ser el otro, el desnudo, el sin memoria y sin mapa. Hay techumbres o jardines o barrios que me entregan el gozo como un cartucho de humeantes castañas. Nadie sabe que en ciertos atardeceres, en medio de la multitud de los bulevares, camino sollozando como si todo fuese irremediable, como si mis muertos estuviesen conmigo, como si todo estuviese a punto de empezar.

3

Juro no dejarme arrastrar por el vicio de la palabra. No pronunciaré un solo pájaro, ninguna doncella, juro que no escribiré ni un solo verso en alusión a la jauría de perros envenenados ante las boutiques de lujo. Tiraré el látigo con el que he flagelado a mi caballo, que es un texto sin patas ni cabeza en el que he galopado siempre en busca de Godot. Es la hora de seguir el ejemplo de Nietzsche, cuando vio que un caballo estaba siendo azotado por su iracundo cochero: se abalanzó hacia el cuello empapado de sudor y sangre, lo abrazó y, con los labios y el mostacho pegados a la sien del animal, se desató en llanto como nunca antes ni después. Mamá, dicen que repetía, Mamá, mientras lloraba, pegado su rostro al gigantesco rostro del caballo. Dicen que esa fue la última palabra que pronunció en vida el padre de Zaratustra, porque después de ese incidente entró en el silencio como en un bosque en donde le esperaba la paz o el vacío para siempre. El mismo silencio en el que se difuminó el verbo de Rimbaud, mientras este se difuminaba en un tórrido paisaje con hedor a pólvora. El silencio de Bartleby, tan sencillo como lanzarse en un abismo y no caer nunca aunque se pulverice el mundo. Como cerrar los ojos del niño que fuimos, escuchando “Aleluya” en la voz de Jeff Buckley.

4

A fuerza de galopar dentro de mí me he ido distanciando de la familia, los amigos, el porvenir. Todo lo que tengo lo llevo conmigo, pronuncia en mi lugar, Herta Müller. Gracias a ella el Ángel del Hambre me ha besado en el pómulo. He metido los dedos en la llaga: la distancia que hay entre mi escritura y la escritura. Lo he perdido todo y he hallado lo que otro ha perdido. Cuento solo con una pequeña torre de libros que me dan agua, fuego y reposo. En ellos me recuesto a fin de que el caballo herido recupere la pujanza y porfíe en el propósito de salir de las tinieblas. Me siento como nunca ligero, aliviado, sin dorso, como cuando cesan de perseguirte. Me siento alado y cubierto de plumaje, como los locos antes de pulverizarse. En el próximo risco, mi caballo será englutido por el misterio.

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