Por Anamaría Correa Crespo.
@anamacorrea75
Ilustración María José Mesías.
Edición 431 – abril 2018.
Debo confesar mi más reciente pecado mortal. Osé buscar una esposa para mi perrito a través de las redes sociales y caí en las garras de la inquisición. Debemos admitirlo, la inquisición contemporánea, adaptada a las nuevas modalidades de la sociedad de la información y a los diversos temas en boga, goza de una salud espléndida.
A ver, les aclaro. Ya sabía que los temas animalísticos son especialmente sensibles en las redes. Pobre del ser que se le ocurra vender cachorros en ciertos grupos en las redes sociales, porque su vida será condenada al Hades por los siglos de los siglos amén. Lo mío no era venta ni nada por el estilo, solo naturaleza pura y dura. No estaba pecando de necia, sino de ingenua y persistente. Pensé que mi búsqueda, nuestra búsqueda, no ofendería sensibilidad alguna, no lo pretendía de ninguna forma.
Luego de varios intentos desesperados por encontrar pareja para mi inquieto Shih Tzu, decidí una vez más acudir a un SOS desesperado, además, impulsada por la dueña del perro, que es una impaciente niña de diez años que sueña con conocer a los cachorros de su pequeño amor perruno. Entonces, empeñada en mi tarea, preparé unas fotos coquetas del susodicho y escribí un mensaje que describía la impaciente búsqueda de este cariñoso y travieso ser que ha pasado por varios intentos, incluso por uno fallido y muy triste en el que el amor se consumó y dio frutos pero la madre perruna, pocas semanas antes de dar a luz, murió atropellada.
La inquisición es presta e inmediata, siempre lo ha sido. No transcurrieron ni cinco minutos de posteado mi mensaje, que la carga de sentencia moral vino con fuerza torrencial. Yo no alimenté la polémica, no pretendía dar cátedra a nadie, solo encontrar a la novia perfecta. En cuestión de segundos mi reputación cibernética cayó por los suelos. En menos de lo que canta un gallo me llamaron irresponsable, antiética, inconsciente y otros epítetos por el estilo. Además, los escribían indignadas, afirmaban no poder creer lo que leían.
Cuando intentaba explicar que yo no tenía ningún tipo de afán capitalista en mi aventura canina y que solo intentaba complacer los instintos maternales de mi hija y sexuales de mi perro, me cayeron aún con más fuerza. Mala madre, insinuaron, porque no he explicado a mi hija el drama que viven los miles de perros abandonados por las calles que mueren muertos de hambre, atropellados, martirizados.
Ahora confieso un pecado menor de ignorancia: aún no entiendo cómo promover a toda costa la esterilización de mascotas es defender los derechos de los animales y luchar por su bienestar, como demostraron los iracundos comentarios. Pero ese realmente no es el tema de este artículo.
Lo que me quedó resonando y el motivo por el que comparto con ustedes esta frívola historia es porque me mostró la arrogancia de la censura: cómo pululan por todo lado los dueños de la verdad absoluta y de la moral única, tanto de lo trascendente como de lo tan banal y vulgar como el cruce de dos perros. Cómo nos convertimos en una sociedad caricaturesca cuando nos abanderamos de una supuesta lucha por la libertad de expresión en lo público, pero en los microcosmos cotidianos en los que estamos metidos nos lanzamos a la yugular de quien dice algo disonante y ofensivo, como curiosamente ha sido buscar el amor carnal para sus mascotas.
Resultó tragicómica la historia: Brownie, el perro, no consiguió novia y sigue en su modo de celibato rebelde; yo, en cambio, salí trasquilada y con la boca cerrada