El Burro Culto

EDICIÓN 486

El Burro Culto es la librería secreta de Ciudad de México

Cuando era pequeño odiaba mudarse de casa, así que ahora, si puede, evita cualquier traslado; y no viaja fuera del país. Solo que un negocio como el suyo depende de las mudanzas. La gente se deshace de sus libros cuando se va de viaje o cuando algún pariente se ha mudado de este mundo al otro. Y él se dedica a comprar bibliotecas enteras, clasificar sus contenidos, empacar, meter libros en cajas o cargarlos de tres en tres, de una de las librerías de viejo que administra a otra.

Conocí a Max Ramos hace poco, en Ciudad de México. Caminamos por las calles de su barrio, que él conocía como la palma de su mano, y me contó que la idea de El Burro Culto no fue premeditada. Tenía un cliente que solo leía libros físicos en primeras ediciones y siempre y cuando tuvieran la firma del autor en una dedicatoria. El ejemplar tenía que estar en perfectas condiciones, además; si tenía algún raspón, prefería esperar hasta conseguir el ejemplar ideal. Hay tanto por leer, solía decir finalmente.

Otra cliente soñaba con que la librería fuera dentro del primer piso de una casa, para que el acceso resultara más cómodo y no tan pesada la carga para el inmueble en una ciudad afectada por temblores constantes. Otro le mencionó que le gustaba mucho visitarlo pero que quizás estaría mejor si pudiera reservar un tiempo para estar a solas.

Es decir, no quería que nadie más estuviera en la librería mientras él husmeaba y revisaba las estanterías y las pilas. Así es la gente, y así, a partir de retroalimentaciones de los y las usuarias, nació el concepto contradictorio de una librería secreta. Una criptolibrería que no quiere publicitarse y vender desesperadamente sino guardarse y esperar, una casa de citas bibliográficas.

Encontré un catálogo original de la Capilla del Hombre entre los libros de arte. También había, entre los libros de poesía, una edición vieja de la obra de José Joaquín de Olmedo. Max me mostró un tomo de Pablo Palacio. Lo que buscaba, en realidad (solo lo supe cuando llegué), era algún catálogo o folletería relacionada a la artista Judith Gutiérrez, nacida en Babahoyo, pero quien emigró a México en los sesenta del siglo pasado.

Max se interesó por la historia y, por supuesto, sabía mucho de Miguel Donoso, profesor en México durante años y esposo de Judith cuando ambos se exiliaron. Me pareció pertinente repatriar algunos libros de esta pareja cultural. Pero la palabra no era “repatriarlos” porque las publicaciones eran mexicanas, después de todo. Conocer es un verbo adecuado. ¿Qué nomás hicieron estos (y otros) ecuatorianos en su paso por México?

“¿Sí sabes cómo regresar a tu hotel?”, me preguntó Max a la salida. Tenía una leve idea de la dirección en la que tenía que caminar, pero la verdad es que no iba para el hotel todavía, me faltaban algunas librerías por recorrer y mi intención era perderme. Poco antes Max me había dicho que prefería los caminos secundarios. Evitaba las avenidas y las multitudes. Era cotilleo sin importancia pero, al mismo tiempo, sentía que cada palabra suya era un intento por definir su profesión de librero. Y cada silencio también.

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