¡Burocracia covid 101!

Ilustración: María José Mesías.

Estamos sometidos a la burocracia de la covid. Mascarilla por aquí y por allá: en lugares públicos, en el auto, prueba PCR si viajas, si no te vacunaste o si lo hiciste, prueba rápida, firma de formulario de consentimiento, cuarentena, aislamiento y la lista continúa.

La burocracia covid 2021 también me atrapó con uno de sus largos tentáculos y casi muero en el intento. Llegaba al counter en un aeropuerto gringo, toda prosuda porque tenía completa mi pauta de vacunación y de repente mi estómago empezó a crujir de estrés cuando el ceño de la persona que me atendía se tornó preocupado y pensativo. Los minutos se alargaban con lo que parecían horas hasta que sentenció: “Usted no puede viajar así, son trece días y trece horas desde que obtuvo su segunda vacuna para la covid y el manual de su país indica que deben ser catorce días…”. Silencio… más crujir de entrañas: “No podré embarcarle si no tiene su prueba PCR, pero no se preocupe, ¡en el terminal x pueden realizarle una prueba!”.


Rogué y supliqué, nada. Pedí al menos dejar mis maletas allí para no correr por todo ese inmenso aeropuerto y tampoco. Este es tu castigo, me dijo el universo, tendrás que correr y correr, llevando esas maletas que no ruedan a cuestas porque, si no, perderás el vuelo. Entonces hice eso, corrí y corrí, quedé sin aliento hasta que por fin llegué al terminal x y encontré un pequeño lugar donde hacían los test. Son 250 dólares, me dijo con mal modo la persona que atendía. La prueba de PCR más cara del planeta pensé, pero ni modo, no podía perder ese vuelo.


Prueba realizada, me aprestaba a correr de nuevo de vuelta a la terminal donde quedaba el counter que me registraría para mi vuelo y la misma persona con mala gana me dijo que me detuviera, el resultado se demoraría una hora y me entregarían un papel en físico. ¡Pero estamos en 2021, pensé! Nada, estamos en Estados Unidos y te tienes que sentar a esperar, el vuelo que tienes que tomar, nada.


Fue una hora eterna en la que tenía total certeza de que mis planes de retorno se estaban desmoronando. Me entregaron el papel, corrí como alma que lleva el diablo, con los brazos desternillados por las maletas inútiles y, efectivamente, puertas cerradas.


Un alma compasiva, sin embargo, se apiadó de mí. Tras largos minutos me logró embarcar en el vuelo de otra compañía y parecía que todo marchaba más o menos sin alteración para que tomara mi vuelo siguiente muy temprano en la mañana.

Pero la ley de Murphy a veces se ensaña con una. Llegué agotada al nuevo terminal y por las bocinas anunciaban que el vuelo estaba atrasado y se desconocían las causas. El vuelo se atrasó unas tres horas con lo que llegué a mi destino intermedio a la una de la madrugada.


Volé a mi hotel para tener unas horas de sueño y llegué al lugar más decrépito y espantoso que me podía imaginar, un hotel de mala muerte. Ah, ya van a ver como aquí sí me contagio de la covid, miserables, pensé para mis adentros, pero mi agotamiento era tan absoluto que caí dormida al instante, a pesar del olor y la suciedad del lugar.


Sonó el despertador de madrugada, pero mi conciencia me traicionó y volví a caer dormida. Por suerte una llamada me despertó para sacudirme: solo me quedaba una hora para mi vuelo internacional. El crujir de estómago se transformó en un terremoto. Volé como ráfaga y las estrellas se alinearon para que cesaran los eventos desafortunados y, a pesar del rollazo que me infringió el PCR más caro de la historia la tarde anterior, esta vez no perdiera el vuelo.

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