
Mi primer intento de emancipación sucedió a los dieciocho. Sin querer queriendo encontré un “departamento” en los extramuros de Guápulo; como la renta no excedía los cien dólares me pareció que pagarlo con dos amigas era muy posible. Ni bien nos graduamos del colegio anunciamos a nuestros padres que éramos muy maduras y nos íbamos de las casas. Por supuesto, a los dos meses, después de haber comido fideo en jarra y habernos quedado a dormir en la calle porque el dueño de casa nos había puesto un candado por no pagar la renta, regresamos al lecho materno con el rabo entre las piernas.
La segunda vez (y la definitiva) tenía veinticuatro y había regresado de un pequeño pero significativo viaje a Europa. Tenía ganas de probar la independencia. Ya era hora. Después de alquilarle un cuarto con baño a un amigo fui a dar a una mediagua en La Floresta, un espacio diminuto que olía a madera y cemento fresco, pero no importaba, ahí me sentía “grande” e “independiente”, experimentaba una sensación parecida a la del triunfo secreto que me invadió la primera vez que subí en un bus sola.
Más tarde mi prima y yo recorríamos las calles de Quito en busca de un departamento para compartir. Vimos de todo. Lo peor era cuando el anuncio iba acompañado de unas líneas que de hecho funcionaban como advertencia: Se alquila departamento “para estudiantes”. Cuando vean que se arrienda casa, cuarto o departamento “para estudiantes” sepan que se trata, casi siempre, de una pequeña pocilga. Bajo este intertítulo encontramos una larga cocina que h|abía sido adaptada a “departamento”, una bodega sin ventanas ni electricidad que pretendía ser rentada a 250 dólares por el simple hecho de estar en zona céntrica; y la mejor, la infaltable, la que se lleva el premio, la clásica pieza en la que la ducha, quién sabe con qué fines, ha sido construida sobre el inodoro. ¿Qué pretenden con que una cague mientras de paso se ducha? ¿Ahorrar tiempo? A todo esto le gana otra: se arrienda pieza “para señorita”. Siempre me pregunté por qué no pondrían también “se arrienda pieza para señorito”. ¿Por qué asumen que una mujer será más “tranquila” que un hombre? ¿Por qué nos exigen que así sea? Qué iras. Con esa etiqueta, y más aún, en diminutivo, imponían cómo debía ser una mujer… Y lo peor es que fuimos a dar a un departamento “para señoritas” en el que se nos prohibía entrar después de las doce: sí, a nuestra propia casa se nos prohibía entrar después de las doce; como pensionado mismo. Cuando pregunté al guardia la razón de esta extraña regla, me dijo: “Este es un lugar decente”. En otra ocasión llegamos cinco minutos pasada la hora establecida por la comunidad de aquel edificio, el guardia tuvo la osadía de preguntarme, como si fuera mi padre o mi tutor: “¿De dónde viene a esta hora? ¿Por qué llega tan tarde?” Entonces respiré profundo, le miré a los ojos y le respondí: “Porque soy prostituta, señor”. Se quedó seco. Y nosotras buscamos otra casa, donde no se nos exigiera ser señoritas.
Luego vinieron más historias, más mudanzas, más casas vacías. Llegar a un nuevo espacio supone siempre la ilusión de un nuevo comienzo. Y no sé por qué me acuerdo del día en que mi mamá nos llevó a comer pollo frito y nos dijo que hoy era el primer día del resto de nuestras vidas, en un solo día había arrendado una casa, había comprado lavadora, carro y cocina. Ya no peregrinaríamos más por casas de familiares, sino que tendríamos nuestro propio espacio, uno que se lo había ganado ella cuando era cinco años menor que yo ahora, y que, aunque era arrendado, era nuestra casa, su casa, esa casa que tuvo varias formas y que años más tarde dejé para ir en busca de la mía.