
Nadie conoce la profundidad del dolor que provocan en cada uno de nosotros nuestros muertos, nuestras ausencias y abandonos. Nadie conoce nuestras saudades.
Texto y fotografías Pablo Corral Vega
No conozco otro país que, como Portugal, se vea reflejado con tanta precisión en una sola palabra. Saudade es un estandarte, una definición del alma nacional, una posición filosófica ante la vida, una representación de la calidez de un pueblo y de la profundidad de los vínculos que profesa.
¿Existe otro país cuya alma nacional quepa con tanta precisión dentro de una palabra, y sobre todo otro en el que sus ciudadanos acojan de manera tan decidida esa correspondencia? El maravilloso jazz resulta insuficiente para describir la sociedad norteamericana, y a melting pot le falta la poesía y la ambigüedad que requiere un símbolo. Todos conocen a Italia por su ópera, pero a nadie se le ocurriría proponer que esa palabra, por sí sola, refleje su identidad nacional.

Estoy convencido de que Portugal es el único país que cuenta con una bandera poética, que coloca una emoción como centro de su identidad. Los portugueses están enamorados de la saudade… del sonido, del símbolo, de la palabra.
Los lusoparlantes están seguros de que la palabra saudade es intraducible, aunque son muchas las palabras en otros idiomas que capturan una emoción afín. Está el sehnsucht, la palabra que mejor describe el romanticismo alemán, y que significa la búsqueda ardiente de algo indefinido, nostalgia por algo que inquieta el alma y aviva los sentidos… En inglés está esa bellísima palabra longing, que habla, como la saudade, de lo que el alma clama, reclama, tanto en el pasado como en el futuro. La morriña de los gallegos es más precisa, porque significa el extrañamiento de la tierra que nos vio nacer.
Nuestras melancolía y nostalgia son parientes cercanas de saudade, pero no vibran en la misma frecuencia. Un país devoto de la nostalgia o de la melancolía sería un país enfermo, paralizado, pero en cambio saudade es una palabra cargada de poesía, de dulzura, de posibilidades.

Dice la mayoría de filólogos que saudade viene del latino solitas o soledad. Pasó al gallego-portugués como soedade > soïdade, que dio origen a soudade en portugués. Si este origen es verdadero —muchos lo cuestionan—, resulta insuficiente.
La saudade no es sentirse solo, no es equivalente al dolor de la soledad. Es un concepto más rico. Expresa una necesidad interior, un deseo que no puede ser suprimido con la razón. Y es mucho más que la nostalgia por lo vivido. Es la celebración de los afectos, de la dulzura, el llamado impreciso que nos hace el alma.
El fado nos tocó

Eran años felices de exploración, de buena ventura. Salimos temprano de Lisboa hacia el Douro, una de la principales regiones vitivinícolas. Es un verdadero laberinto de caminos vecinales de tierra o empedrados, de pueblos apostados sobre las lomas. El GPS, cuando funcionaba, nos llevaba en círculos. Siempre recuerdo esas lomas cubiertas de viñedos que se precipitan hasta el fondo del cañón y tocan el correntoso río, ese olor dulce de la tierra cuando ha llovido, la angustia de no avanzar a pesar de los mapas y de las direcciones entusiastas de los locales.
Iba en una van con el grupo de Cuca Roseta, una de las cantantes más prometedoras de fado, y que unos años más tarde se convertiría en una de las grandes estrellas de Portugal.
Finalmente llegamos al lugar en el que debía cantar Cuca, una moderna bodega con unos gigantescos tanques de acero inoxidable iluminados por unas luces violeta y azules. Llegamos muy atrasados. Cuca y yo fuimos a un improvisado camerino. Ella calentaba su voz, repasaba su repertorio. Yo le tomaba fotos. Hacía un frío que petrificaba. A Cuca le aterraba la idea de sacarse su abrigo rojo y quedarse en vestido de gala para el concierto.
En cierto momento el lugar había desaparecido y el fado se me metió debajo de la piel. Estaba completamente conmovido. Cuca cantaba y lloraba, y yo lloraba y tomaba fotos, pero no era un llanto nuestro, era un llanto antiguo, de hombres y mujeres que pierden y se desprenden y dicen adiós. Nos arrastró una saudade imparable, como una poderosa marea.
Cuando bajé mi cámara y Cuca detuvo su canto me dijo: “¿Viste, lo sentiste, el fado nos tocó? Ocurre pocas veces, pero cuando lo hace te conectas con el alma de los antepasados”.
El arte cuando es verdadero es alquimia. Y el fado tiene esa virtud, convierte el dolor de la pérdida, esa saudade que a veces es cruel y huesuda, en belleza que salva y redime.

Mis recorridos por el mundo del fado comenzaron años antes, pero esa noche el fado me dio la bienvenida y Portugal se convirtió en parte esencial de mi vida. Tuve la suerte de escuchar a Celeste Rodrigues, ya muy viejita, hermana de la gran Amalia, cantando en el cine Rex y celebrando a la caboverdiana de los pies descalzos, la hermosa Cesária Évora. Celeste y yo nos llevamos del brazo por las calles del Barrio Alto de Lisboa y la acompañé a cantar en varios lugares de fado. Fue unos pocos años antes de su muerte. Presencié por accidente la poderosa voz de Mariza en la Tasca do Chico, un bar antiguo en el que se reúnen los devotos.
Este canto del amor perdido debido al tiempo y a la distancia, del fadista Antonio Zambujo, habla de ese carácter explorador, marinero que adquirió Portugal en la época de las grandes conquistas, y que muchos consideran la partida de nacimiento de la saudade.
Atravessei o oceano
Sem o teu amor de guia…
Venci colinas de lágrimas
Desertos de água fria
Tempestades de lembranças
Mas tu já não me querias mais
Tu já não me querias mais
Procurei a terra firme
Em cada onda que subia
O sol cegava meus olhos
Toda a noite eu te perdia
Lá dentro no pensamento
Virou tudo nostalgia
Água, sal e sofrimento
Porque tu não me querias mais
Tu não me querias mais
Crucé el océano
Sin tu amor como guía…
Conquisté colinas de lágrimas
Desiertos de agua fría
Tormentas de recuerdos
Pero ya no me querías más
Ya no me querías más
Busqué la tierra firme
En cada ola que subía
El sol cegó mis ojos
Todas las noches yo te perdía
Dentro de mi mente
Todo se convirtió en nostalgia
Agua, sal y sufrimiento
Porque ya no me querías más
Ya no me querías más
¡Cuántas familias emigraron, dejaron todo detrás, cuántos marineros desaparecieron en las fauces del gran océano, o regresaron años más tarde cuando ya nadie los recordaba, como modernos odiseos!
El mar, el territorio de la saudade
La saudade se convierte en un hecho colectivo en el corazón dulce y reflexivo de Portugal, pero la saudade siempre se vive en primera persona. Es un ejercicio interior. Hay un tema en el que cada uno de nosotros es experto, y que ninguna otra persona en el mundo conoce mejor: nuestra propia vida.

Nadie conoce mejor nuestros dolores, ansias, miedos. Nadie ha hurgado tan profundamente en las inseguridades, en el origen emocional de nuestras enfermedades. Nadie entiende el porqué de nuestros resentimientos y de nuestros deseos, nadie conoce mejor el detalle de nuestros amores y desamores, ni puede ver la marca que han dejado en nosotros las grandes y pequeñas violencias a las que estamos todos sometidos. Nadie conoce la profundidad del dolor que provocan en cada uno de nosotros nuestros muertos, nuestras ausencias y abandonos. Nadie conoce nuestras saudades.
Hay algo de la saudade que tiene carácter marino. Portugal da la cara al salvaje Atlántico en el que se gestan las grandes tormentas. No cuenta con el espacio finito y delimitado del Mediterráneo. Las costas son en general agrestes y con grandes acantilados, más parecidas a aquellas de la mitología celta, que tanta influencia tuvo en su espíritu. Antes de la invasión romana, Portugal era celta.
He ido construyendo mis ritos, regreso siempre a los mismos lugares. Siento que he llegado a Portugal solo cuando he llegado a la playa de Guincho, a los pies de la serranía de Sintra. Ese mar encabritado se integró a mis recuerdos luego de la muerte de una persona cercanísima. En los días posteriores a ese arrancón, solo la naturaleza, el mar me ofrecía algún alivio. He comprobado que el dolor tiene la virtud de tatuar lugares y recuerdos en el alma.
Hace unos días leí el artículo de Byung-Chul Han en El País:
“Vivimos en una sociedad de la positividad que trata de librarse de toda forma de negatividad. El dolor es la negatividad por excelencia. Incluso la psicología obedece a este cambio de paradigma y pasa de la psicología negativa como ‘psicología del sufrimiento’ a una ‘psicología positiva’ que se ocupa del bienestar, la felicidad y el optimismo. Hay que evitar los pensamientos negativos y reemplazarlos sin demora por ideas positivas”.

Qué distante está nuestra dulce saudade de la sociedad de los likes y la sicología positiva. El dolor se integra a la vida y nos convierte en seres multidimensionales y complejos. ¿Qué es la profundidad sino saberse frágil, sino entender que el tiempo todo lo arrastra, sino asumir que no hay explicaciones para todo, sino darle permiso a la saudade para que instruya nuestros anhelos? Qué saudades, así, en plural, tengo de mis queridos amigos en Portugal, de esa calidez sin poses de su gente, de sus bosques y lagos y serranías, de su mar, de esa lengua que hasta en lo cotidiano suena a poesía. Luego del Ecuador, es para mí el más cercano. Me he convertido en guía, en precursor para que otros puedan descubrir su maravilla, y conozcan la saudade que se siente cuando uno está lejos de sus costas.