Breve diario del cuerpo

Ilustración: Luis Eduardo Toapanta

¿Saben que es el infierno? Probarse un biquini en el vestidor de un centro comercial, con luz fluorescente, en época de covid, mientras tu hijo corretea afuera con su padre entre mucha gente y no sabes si tiene bien puesta la mascarilla. Mirarte en un espejo que te devuelve un cuerpo que no se parece a los maniquíes.

Pocas veces he estado cómoda con mi cuerpo. De niña era demasiado flaca. Mis piernas parecían sorbetes. Tenía vergüenza de usar short. Mientras las demás niñas lucían piernas musculosas y bronceadas, las mías parecían huesos de una blancura absurda. Yo quería ser morena, como Bibi Gaitán, admiraba su piel canela y su cabello negro: me parecía que en cuerpos así la vida era más ligera. Yo estaba encerrada en un cuerpo con alergias, con miopía.

Mis padres me decían que era linda y yo les creía. Pero cuando, en la adolescencia, se me ocurrió mirarme la nariz de perfil con un espejo, casi me da el telele. No era respingada como las de las princesas en las películas. ¿Cómo, teniendo una nariz así, me decían que era linda?

En un país racista, ser rubia, o casi rubia, sirve. Es asqueroso pero cierto. Puedes ser horrible, pero si eres medio suca estás salvada. Las mamás de mis amigas (las mismas que a veces se negaban a jugar conmigo por la marca de mis zapatos) decían: “Qué linda, pero si ha sido rubiecita, lavarase el cabello con manzanilla para que no se le oscurezca”. A veces en los pueblos me confundían con una gringa y me daba cuenta de que mis amigos o algunos familiares se sentían bien con eso. Raro. Lo rubia, como a toda longa quiteña, se me quitó con los años por no seguir los consejos de la manzanilla y pintarme el pelo de todos los colores posibles. 

A los doce dejé de ser raquítica y me salieron churos. Lo segundo no me molestó, pero lo primero me llevó al miedo, a la gordura. Para una mujer ser gorda es casi lo peor que le puede pasar; en esta sociedad, claro. A los hombres se les permite, pero a nosotras no. Y cuando yo tenía quince años eso del feminismo no existía: usaba lentes y no podía permitirme “pasarme de postres”. Después del parto, casi vuelvo al hospital para una lipo. Por suerte, la lactancia se chupó todo y quedé de hecho más flaca que antes. Con un cuerpo distinto. No mejor. No peor. Distinto. Un par de estrías, una pancita de mamá, y algo, algo que cambia y que casi no se ve, pero ahí está. No es feo. Es interesante, es el tiempo, es la vida. Y está también la cicatriz de la cesárea, que me gusta por lo mismo, porque es la señal de la experiencia, un tatuaje natural. 


Así es como debería amar mi cuerpo y juro que lo intento cada día. Dejar de atormentarme por los malditos maniquíes que no se parecen a mí y aceptar cada cana, cada estría: es solo la vida, solo el tiempo. 

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