Diners 467 – Abril 2021.Fotografías: Amaury Martínez
Las llamadas a su celular se multiplicaron a finales de marzo y continuaron incesantes hasta la primera semana de abril. Eran marzo y abril de 2020. Eran aquellos días de un Guayaquil marcado por un infame olor a muerte, donde decenas de cadáveres acabaron en veredas y calzadas y otros tantos en casas, descomponiéndose, en medio de una crisis sanitaria singular durante la pandemia del nuevo coronavirus. La misma ciudad en la que tiene su sede el Comité por la Defensa de los Derechos Humanos (CDH) que él dirige. Billy Navarrete Benavides representaba, para los líderes comunitarios y los vecinos de los barrios que estaban detrás de esas llamadas, un canal en su búsqueda de ser escuchados y atendidos.
En un momento tan dramático como el que vivían, lo que le pedían era que quien tuviera que hacerlo disponga el retiro de los cuerpos muertos de sus seres queridos, y así terminar con aquellas escenas traumáticas y el riesgo que corrían en aquella vergonzosa amenaza sanitaria en la llamada “capital económica” del Ecuador. Ocurrió en diferentes sectores de la ciudad, pero los líderes comunitarios que lo contactaron provenían de sectores muy pobres: Socio Vivienda, isla Trinitaria, Guasmo Sur, Monte Sinaí.
Era el inicio de la cuarentena. Su casa fue su centro de operaciones. Él y los miembros del equipo del CDH —también desde sus casas— tomaron los datos (nombre, dirección, fecha de fallecimiento), los separaron de los angustiosos relatos que los envolvían y los enviaron al centro de llamadas de emergencia del Gobierno, el 911, en busca de respuesta.
Al finalizar la primera semana de abril, Billy Navarrete (entonces de 53 años) dejó el trabajo desde casa, se enfundó en un traje de bioseguridad y conformó una primera línea no oficial, la de la defensa de los derechos humanos. Había surgido un nuevo drama derivado de aquella crisis sanitaria: el extravío de cuerpos de personas que habían muerto en hospitales públicos o en casas. “Una vulneración de los principios de la responsabilidad de salud pública”, advierte este defensor de los derechos humanos, al referirse a “la negligencia en la cadena de custodia, que no cumplió el protocolo de manejo de cadáveres establecido para la pandemia”.
Se autodefine como un defensor de los derechos humanos que hace documentales. Lleva treinta años en el activismo por esta causa y desde que era universitario, a mediados de los ochenta, ha echado mano de este recurso visual para representar aspectos de la realidad social de las personas vulnerables de esta ciudad, cuando ha considerado que sus derechos humanos han sido afectados o están en riesgo.
Ante las denuncias de los cuerpos extraviados, la cámara de video y el micrófono fueron, nuevamente, sus herramientas para captar este capítulo de la historia local.
Los llamados de auxilio de familiares que no encontraban a sus muertos se multiplicaron. Desde esta primera línea, él los acompañó fuera de hospitales y de cementerios para —equipado con el conocimiento de los derechos ciudadanos— pedir información sobre el paradero de los cuerpos. Con estas angustiadas personas compartió la experiencia de grabar en su memoria el olor que despedían estos lugares, en los que se acumulaba el caos en torno a la muerte. Y la indiferencia ante el dolor que se desprendía de las respuestas de los encargados de esas instituciones.
Los muertos no tienen derechos, pero los familiares sí. “En términos normativos de protección de derechos hay uno en particular que es la integridad personal, que incluye el aspecto espiritual pero, vinculado a eso, también hay derechos relacionados con el acceso a la información, porque esas personas se perdieron en manos de instituciones públicas”, dice.
Billy Navarrete denunció este perturbador y singular caso en el mundo ante medios nacionales y extranjeros: The New York Times, Al Jazeera, CNN, agencias de noticias. “Vecinos han denunciado el ingreso de tráileres, al menos tres veces al día, llenos de cadáveres que entran a este cementerio, se teme que para ser enterrados en una fosa común”, le dijo, indignado, a una reportera del New York Times, que era parte de un equipo al que soldados del ejército le quitaron la memoria de un dron con el que los periodistas buscaban grabar lo que ocurría al interior de esa instalación.
Las autoridades devolvieron el dispositivo al día siguiente, “sin explicación alguna”, recalca. Él recordó al Estado la resolución de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos adoptada específicamente para abordar el caso de la pandemia y los derechos humanos en las Américas que les pide “abstenerse de restringir el trabajo y la circulación de las y los periodistas y personas defensoras de derechos humanos que cumplen una función central durante la emergencia de salud pública, con el objeto de informar y monitorear las acciones del Estado”.
Pasó un mes. Y otro más. El equipo de CDH realizó un estudio que involucró a cientos de personas que sufrieron la muerte de un familiar durante la emergencia sanitaria. En un informe preliminar se identificaron 76 casos de cuerpos extraviados.
Ese informe acompañó la Acción de Protección que interpuso la Defensoría del Pueblo ante un juez civil de Guayaquil por vulneración de derechos constitucionales a la dignidad humana, la integridad personal, el derecho a recibir servicios públicos de óptima calidad y seguridad jurídica. El juez resolvió aceptarla y dispuso varias medidas de reparación. También el derecho a los familiares a enterrar directamente a sus muertos si así lo preferían.
Pero eran muchos más los desaparecidos. 135 cuerpos se extraviaron en manos del Estado, concluyó el informe final que presentó en septiembre el CDH. Otro centenar más estuvo perdido durante varias semanas.
El trabajo de activistas como Billy Navarrete consiste en guiar a las personas que han sido víctimas de atropellos a sus derechos humanos, en la búsqueda de la verdad, de una reparación del Estado; pero, sobre todo, en que estas víctimas adquieran conciencia plena de que son poseedores de esos derechos y de que es una obligación del Estado cumplirlos. Que así lo asuma la sociedad entera.
Llorar es muy humano
La opción de vida vinculada a estas causas le viene por lo que se enteraba por los diarios cuando era niño. Le gustaba leer los periódicos y empezó la costumbre, que —asegura— hasta ahora la mantiene, de recortar notas de prensa. Dice que conserva, amarillentas, las noticias sobre la matanza en el ingenio Aztra, en 1977, por ejemplo.
Al recordar aquella masacre reflexiona: “Creo que no me gustaba la violencia, nunca me ha gustado. Por ejemplo, cuando mis hermanos —hay cosas que se dan en la familia— discutían, yo me ponía a llorar”.
Ríe con algo de vergüenza. “No me gustaba, nunca me ha gustado la violencia de ningún tipo”.
Aún llora, a veces, a solas.
— ¿Es de débiles llorar?
— No, al contrario, es muy humano.
Recuerda que la última vez que lloró fue llegando a su casa luego de haberse enterado de que habían asesinado a los tres periodistas de El Comercio en la frontera, en 2018. “Estaba llegando a mi casa y me desbandé en llanto, no podía pensar que eso tan terrible estaba ocurriendo, realmente”.
En estos treinta años ha sido testigo de la historia del país desde los zapatos de un defensor de los derechos humanos. Y tiene una frase para identificar lo peor de este tiempo: “Ver la injusticia mirándome a los ojos”. Se refiere a situaciones de frustración y decepción como en el caso Fybeca, en 2003. “La palabra justicia debería salir del diccionario ecuatoriano por todo lo que debería ocurrir y no ocurre, como en ese caso: tanta evidencia, la foto de un detenido desaparecido… y nada”.
Contradicciones
Los derechos de las personas terminan donde empiezan los de los demás dice una máxima de la Carta de los Derechos Humanos, por eso él cree que la defensa de los derechos humanos “es un manejo de contradicciones hasta encontrar el punto justo, que puede cambiar dependiendo del tiempo en el que este análisis del caso o este tratamiento del caso se dé. O sea, no existen finales definitivos o resoluciones definitivas”.
Considera fascinante la Carta de la Declaración de los Derechos Humanos (1948), siempre vigente. “Los artículos se reacomodan al interior, tienen una dinámica interna. Ahora, lo que sí también identifica —recalca—es que no es un mundo armónico. No es algo donde reine la paz celestial, por decirlo. No. Es una armonía llena de contradicciones, de estas contradicciones que son humanas”.
Billy Navarrete nació en Salinas, actualmente provincia de Santa Elena. Su padre, de la provincia de Los Ríos, es ingeniero eléctrico, y su madre, ya fallecida, fue una ama de casa nacida en Salinas y de ascendencia peninsular, de educación primaria. Recuerda haber crecido en un ambiente de armonía, aunque su padre tenía un carácter bastante severo, al contrario que su madre.
El trabajo de Billy consiste en guiar a las personas que han sido víctimas de atropellos a sus derechos humanos, en la búsqueda de la verdad, de una reparación del Estado; pero, sobre todo, en que estas víctimas adquieran conciencia plena de que son poseedores de esos derechos y de que es una obligación del Estado cumplirlos.
Estudió la escuela y parte de la secundaria en el colegio Rubira de Salinas y la otra parte en el Vicente Rocafuerte de Guayaquil. A los trece años vino a vivir con su familia a esta ciudad, a la que hasta antes había visitado cada tanto atraído por las grandes pantallas de sus cines. “Veníamos con mi hermano a la primera función y regresábamos al final de la tarde”, recuerda.
Pero en su traslado definitivo, la ciudad no lo recibió, precisamente, con los brazos abiertos. “Yo tenía, tal vez, una semana de haber llegado a Guayaquil porque llegué casi casi al inicio del año lectivo y si bien es cierto que conocía el Vicente, no había tenido evidencia de la lucha entre (estudiantes) vicentinos y aguirrenses y, en esa primera semana iba ya de regreso a casa, eran seis de la tarde y me agarra una pandilla de aguirrenses y me golpea. Llegué con la cabeza rota y la camisa, también. Una cosa terrible y traumática (ríe), porque no había pasado días enteros en Guayaquil, venía y lo hacía así muy esporádicamente, pero así me bautizó.
—¿Te asustó?
—Sí, sí, sí, una ciudad hostil, se mostró hostil desde el inicio, en realidad, pero que es como que hay que saber entrar. Son de las cosas que tiene.
Él estudió Periodismo por ese gusto por las noticias, para darle seguimiento a los temas sobre los que leía. Pero se decantó por lo audiovisual, por el género documental.
Mar de fuegos
Junto con dos compañeros de aulas en la Facultad de Comunicación Social de la Universidad de Guayaquil, donde estudió su carrera universitaria, desarrollaron un filme al que denominaron Mar de fuegos que toma un poema de Eduardo Galeano como espíritu. “En ese poema que está en el libro Memoria del fuego —explica— Galeano habla sobre una leyenda colombiana que dice que alguien de la comunidad subió al cielo y desde allá vio que éramos un mar de fuego, pero que había distintos tipos de fuegos, hay unos fuegos, dice el cuento, que encienden a otros, y el documental buscó a esos fuegos que encienden a otros. Entonces, entrevistamos a monseñor Alberto Luna Tobar (fallecido en 2017), a un dirigente sindical, a algunos que, digamos, hacen que su noción sea reconocida y sea parte incluso de una causa”.
Él ha contagiado a muchos, pero no cree ser comparable a estos ejemplos que junto con sus compañeros mostró en aquel documental. “Se cumple una labor, pero creo que es por esta dinámica que se ha construido aquí, en el CDH. No solamente de los que estamos de planta, también hay mucha gente que colabora, que hace que esta, una organización clásica de derechos humanos, ayude a distintos procesos. No es una organización dedicada en exclusiva al tema de movilidad o violencia basada en género o qué sé yo. El mandato es la propia declaración universal”.
Tras el caso de los cuerpos extraviados, Billy Navarrete y el equipo que dirige en el CDH han continuado trabajando en causas como la crisis humanitaria de los inmigrantes venezolanos y él, particularmente, denunciando uno de los temas que más le han preocupado a lo largo de su carrera como activista, el de la crisis del sector penitenciario.
Es consciente de que los defensores de los derechos humanos muchas veces son criticados por defender los de personas que han cometido delitos. “Siempre tenemos esa percepción de ser aliados de la delincuencia, incluso del terrorismo, y esta es una muletilla que acarrea serios prejuicios y riesgos que incluso han llevado a que defensores caigan en esta contienda, por lo que se dice, por quien se aboga. Lo que siempre tratamos de explicar es que lo nuestro es una observancia a lo que los estados y las instituciones, especialmente gubernamentales, tienen que hacer en relación a los derechos humanos, porque no hay derechos humanos de la delincuencia, hay derechos humanos a secas”.
Ante cualquier caso, cree que “pensar en el ser humano como individuo siempre va a requerir esa distancia entre lo que (el individuo) hace y lo que es en realidad (un ser humano)”.