Por Vanessa Terán Iturralde
Edición 460 – septiembre 2020.
Fotografías: Shutterstock
En febrero pasado, durante el segmento in memoriam de los Premios Óscar, la encargada de despedir con su voz a las estrellas de cine que se apagaron en 2019 no fue, como es costumbre, una figura de larga trayectoria, sino una chica de dieciocho años que, por cierto, tiene cinco Grammys en su casa: una estrella como ninguna que hayamos visto antes.

Tenía once años cuando descubrí MTV. En realidad fue mi hermana mayor, Milena, quien lo descubrió y me lo enseñó, como todas las cosas bacanes de nuestra infancia. Las dos éramos adictas al cable y vivíamos viendo Nickelodeon y Cartoon Network. Clarissa, de Clarissa lo explica todo, era nuestro referente de estilo; y nos cagábamos de miedo con Le temes a la oscuridad (bueno, yo me cagaba de miedo, a mi hermana nada, nunca, le ha dado miedo). Pero MTV pasaba desapercibido, éramos muy chamas para apreciar los videos de Metallica o Nirvana. Hasta que una mañana de 1999, mientras cambiábamos los canales buscando qué ver, conocimos a Britney Spears y nuestra vida cambió para siempre. La devoción fue instantánea y absoluta. De ahí en adelante, no nos perdíamos un solo episodio de Los diez más pedidos, y bailábamos su hit, “Baby, One More Time”, frente a la tele, tratando de copiarle todo. Queríamos bailar como ella, vestirnos como ella, cantar como ella. Yo quería ser Britney Spears.
1999 fue un año increíble para la música pop. Britney sacó su primer disco y se convirtió en un fenómeno a nivel mundial; su némesis, Christina Aguilera, se lanzó al estrellato con Genie in a Bottle; los Backstreet Boys lanzaron el icónico Millenium (los Nsync les seguirían un año después con No Strings Attached). El inicio de mi adolescencia coincidió con el resurgimiento del teen pop, y sus principales estrellas tenían apenas unos años más que yo. De repente, comprar sus cedés era la prioridad número uno en mi vida. La revista Tú (mi biblia en esos años) venía con pósteres coleccionables de todos mis artistas favoritos, que usaba para forrar mis cuadernos del colegio. En los recreos nos juntábamos con mis amigas a practicar coreografías y aprendernos las letras de las canciones. El pop era nuestra religión.
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