
Texto y fotografías Xavier Gómez Muñoz
A veces todo empieza con un libro. O con varios, con la idea de crear una biblioteca donde la gente se sienta a gusto y pueda llevarse, sin restricciones —con solo registrarse de forma gratuita—, libros para leer en su casa. La idea era hacerlo en Cotacachi, un cantón de la provincia de Imbabura con cerca de 45 mil personas que viven en dos parroquias urbanas y ocho rurales, con alrededor de 45 comunidades indígenas. La idea surgió a finales de 2019, cuando pocos sospechaban que un virus descubierto en China llegaría al Ecuador.
—Una amiga me pidió que la ayudara con ese proyecto —recuerda el presidente de la Fundación Juntos Leemos, Diego Vélez—, pero tuvo que volver a su país y me dejó a cargo. Al principio nos decían: “Cómo les van a prestar libros a los indígenas si ellos no saben cuidar”, “para qué si aquí la gente no lee”, y ya ves.
La Biblioteca Juntos Leemos, sigue Diego, empezó con una donación privada de cinco mil dólares y unos 450 libros que había que catalogar y encontrar donde ubicar. La Unión de Organizaciones Campesinas Indígenas de Cotacachi (Unorcac) prestó a los fundadores, Karen Bauregard, Linda Munhall, Rumiñahui Arango, y a él, una casa de dos pisos, sobre las calles Rocafuerte e Imbabura, frente a la plaza San Francisco, en pleno centro. Y, por amigos en común, conoció a Marcos Vargas, un bibliotecario venezolano de 35 años que trabajaba en un restaurante en Cotacachi. Abrieron la biblioteca el 14 de abril de 2020, cuando el país estaba en estado de excepción por la pandemia y una parte del edificio de Unorcac había sido prestada a una maternidad, recuerda Marcos.
—Decidimos abrir porque nos dimos cuenta de que había una fila de personas (mujeres embarazadas, padres, familiares) esperando para ser atendidas en la clínica. Ellos fueron nuestros primeros usuarios. Nos preocupaba un poco, eso sí, que el próximo usuario fuera a nacer en la biblioteca —ríe.
La donación de 450 libros se convirtió en alrededor de 1100 y ahora, a finales de febrero de 2021, la biblioteca cuenta con un catálogo de 2209 libros, según constata Marcos en la base de datos que tiene en su computadora, distribuidos en colecciones para niños, jóvenes y de temática diversa (Filosofía, Historia, Arte, Matemática, Antropología), además de literatura nacional y grandes clásicos de la literatura. El 65 % de esos libros está escrito en español, 30 % en inglés y cerca de 5 % en alemán, francés y kichwa. Uno de los objetivos de la biblioteca, dice Marcos, es recuperar la mayor cantidad posible de libros que traten sobre historia, tradiciones y antropología de este sector de Imbabura y publicaciones en kichwa que se han producido en la zona, “son libros difíciles de encontrar, pero también los que más valor tienen para nosotros, porque nos sirven para recuperar conexiones culturales”. En la Biblioteca Juntos Leemos están registradas 230 personas, cerca del “90 % son padres o madres de familia de las comunidades de Cotacachi que piden libros para sus hijos”. No parece una gran cifra. Sin embargo, Marcos asegura que se registra únicamente un miembro por cada familia y que, si se considera que en el Ecuador cada familia tiene un promedio de cuatro integrantes, el servicio que ofrecen beneficia a más de ochocientas personas.

En la fachada de la fundación está pintado un joven de piel marrón leyendo un libro, el pelo largo y estrellado (con planetas y constelaciones) llega hasta el segundo piso, justo donde queda la biblioteca. Por dentro la fundación es puro color, pinturas sobre telas y en las paredes, cuadros, libros, arte y artesanías. La altura de las sillas y mesas de lectura delata que, pese a que su oferta es variada, la biblioteca fue pensada particularmente para niños. Los títulos que más han circulado, revisa Marcos otra vez el sistema, son El diario de Greg de Jeff Kinney, Perdido en la nieve de Ian Beck, Perro grande… perro pequeño, de P. D. Eastman, Los perritos juguetones, publicado por Playmore —todos esos, libros infantiles— y Wiñay Kawsay, una revista editada en Imbabura que promueve la cultura kichwa y su idioma.
—Otra de las cosas bonitas que nos ha pasado —dice el bibliotecario— es que algunas mamás y padres de familia (los primeros usuarios de Juntos Leemos) ahora vienen con sus bebés.
El presidente de la Fundación Juntos Leemos es un ecuatoriano que pasó casi toda su vida en Estados Unidos —o, según se mire, un extranjero que nació en el barrio quiteño de San Juan—. Trabajó como profesor de literatura y humanidades a nivel secundario en California, es budista, estuvo casado y, ahora, a los 64 años, está jubilado y volvió al país del que se fue con su familia cuando tenía tres años. Conversamos en los descansos de las actividades que tiene programada la fundación o mientras nos movemos por la ciudad. Prefiere mostrarme el trabajo de Juntos Leemos antes que sentarse hablar. “Así son los gringos —dice—, más de solucionar cosas que de largas reuniones”.
Una vez que estuvo lista la biblioteca, Diego se dio cuenta de que “había un montón de guaguas que querían aprender música, pero no podían porque no tenían un instrumento”. Entonces, la fundación compró arpas, violines, violas… Además de donaciones privadas, en su mayoría de extranjeros, “los proyectos se han mantenido con unos veinticinco mil dólares” que Diego ha puesto de sus ahorros, según cuenta, y mediante voluntariados. La mayor parte de profesores y gente que colabora no cobra un sueldo o cobra algo simbólico.
Nazacota Puento es una escuela y colegio intercultural bilingüe en la comunidad de San Pedro, a cinco kilómetros de Cotacachi. En la comunidad viven unas doscientas familias indígenas y en el centro educativo estudian 215 niños y adolescentes. Allí el rector Segundo de la Torre dice que, además de enseñar la malla curricular, es necesario que la gente “aprenda a emprender para mejorar la economía familiar, porque la necesidad es bastante grande y hay chicos que no tienen para comprar un lápiz o un cuaderno”. Por eso trabajan en proyectos sociales, compraron una destiladora con la que extraen aceites aromáticos de plantas medicinales, hacen ungüentos y alcohol aromatizado, piensan crear un laboratorio de medicina andina para aprovechar las hierbas locales y vender productos terapéuticos y, en conjunto con la Fundación Juntos Leemos y OfflinePedia, tienen un proyecto de capacitación y desarrollo informático.

Uno de los creadores de OfflinePedia es Jenner Feijoó, un ingeniero biomédico de veintiséis años graduado en Yachay Tech. Por un lado, cuenta Jenner, enseñan a utilizar computadoras a niños, jóvenes y adultos, y niveles básicos de programación en las comunidades; por otro, recolectan televisiones viejas y material electrónico que utilizan para ensamblar computadoras de bajo costo, en las que instalan enciclopedias libres, como Wikipedia, y material de consulta al que los chicos pueden acceder sin conexión a Internet. Jenner dice que OfflinePedia ha beneficiado a unas seiscientas personas en las provincias de Carchi, Imbabura, Pichincha y Pastaza, pero que su objetivo es llegar a todas las comunidades rurales del país.
La profesora de música, Mariuma Victoria Hutchings —Vicky para sus amigos—, está preocupada, llama y chatea varias veces con Diego, para preguntar a qué hora llegaremos a la presentación de sus alumnos en el coliseo de una escuela en Cotacachi. Estamos retrasados —por culpa del periodista y su transporte interprovincial— casi dos horas. Al fondo del coliseo de deportes hay un escenario y un telón rojo. La orquesta comunitaria interpreta con instrumentos de cuerda (violines, violas y un chelo) el “Preludio de Te deum” del compositor francés Marc-Antoine Charpentier. Sobre el escenario hay mestizos, indígenas y una profesora extranjera de yoga. Vicky es venezolana y su familia, cuenta, fue una de las fundadoras del Sistema Nacional de Orquestas y Coros Juveniles de Venezuela.
—Esto lo hemos hecho en cuatro meses —explica Vicky luego de la presentación—. Algunos chicos están todavía aprendiendo. La fundación compró algunas arpas, practicamos e hicimos una muestra para los vecinos y socios, y salieron donaciones de instrumentos.
La orquesta tiene veinte integrantes y otros treinta forman parte del programa y los talleres de música. También hay niños, a los que la fundación presta un instrumento, siempre que se comprometan mediante un acuerdo, firmado por sus padres, a cuidarlo. Vicky dice que 80 % de sus alumnos viene de las comunidades rurales de Cotacachi.
—Algunos caminan dos horas de ida y vuelta porque no tienen para el pasaje (por las comunidades pasan camionetas, no hay transporte público), y llegan puntuales, son los más comprometidos… Por eso, esté donde esté, tengo que llegar a los talleres y no podemos retrasarnos ni me atrevo a pedirles que se queden más tiempo.
Al siguiente día el profesor de arpa, Lennin Farinango, y su grupo harán otra demostración en el mismo coliseo. Su proyecto consiste en rescatar instrumentos tradicionales de las comunidades (el arpa, el charango, el bombo) y complementar la orquesta comunitaria o crear una nueva pero con instrumentos andinos. María Piñán vino desde la comunidad El Morlán, en la parroquia Imantag, para tocar el arpa. Dice que siempre quiso aprender a interpretar ese instrumento pero que en su comunidad solo lo hacían los hombres, “al principio era un poco raro una mujer tocando el arpa, ahora ya se están acostumbrando”.
En las comunidades rurales de Cotacachi las mujeres generalmente trabajan en la agricultura y hacen artesanías, y los hombres viajan hasta la ciudad para trabajar como albañiles. Durante la pandemia la crisis también golpeó la economía y la salud en Cotacachi. En los primeros meses, cuenta Gloria Sánchez, de la comunidad de San Pedro y socia de la Fundación Juntos Leemos, algunas familias indígenas volvieron al campo, a vivir más tranquilas —aunque con carencias— de la tierra.
Gloria es tecnóloga en Administración. Su abuela Ana Farinango, Mama Anita, no habla español y es una de las parteras y lideresas reconocidas en San Pedro. Gloria cuenta que llegó a la fundación para ayudar a su abuela con uno de los rituales de purificación que organiza Juntos Leemos antes de empezar cada proyecto, y se quedó. Además de esa ceremonia —con la que me recibieron y despidieron—, Gloria coordinó todas las actividades durante mi visita. Parece cansada, pero no se queja. Más bien, reflexiona.
—Lo que hacemos es político, porque queremos cambiar la vida de la gente pobre de las comunidades, decir que hay otras oportunidades (a través de la cultura), pero no es partidista (aunque en la fundación dicen que han tenido ofrecimientos políticos) y tampoco queremos.
En lo que empezó con una biblioteca comunitaria hay talleres gratuitos de cómic, yoga, karate, kickboxing, música, cerámica y artes plásticas, de lunes a sábado, y la mayoría de alumnos son niños. Además, han hecho campañas de lectura, esperan crear una biblioteca móvil que llegue directamente a las comunidades y cada vez que hablo con algún profesor me cuenta una idea o proyecto que espera implementar.
Del 12 al 16 de septiembre de 2020, la fundación organizó el Festival Samay de murales en Cotacachi. Mientras recorremos la ciudad, la profesora de artes plásticas, Gabriela Ayala, explica que antes de pintar esos treinta murales hubo un proceso de socialización con los dueños de las paredes y en la comunidad. Luego cada artista retrató a su manera, sobre superficies horizontales, la fachada lateral de una iglesia, un edificio de tres plantas… cuatro grandes temáticas: identidad, medioambiente, derechos humanos y violencia de género, y pusieron un código QR para escanear y que la gente sepa más sobre el artista y su obra. Antes de aceptar la invitación, Gabriela dice que varios muralistas “ni siquiera preguntaban si les íbamos a pagar, sino por las medidas de seguridad por la covid”.

—Había gente que necesitaba salir del encierro, y eso se nota en los colores, en la iconografía (aunque no explícitamente a través de mascarillas)… Hubo un artista de Ibarra que, según mi interpretación, estaba frustrado y no le salían los colores y borraba porque no estaba seguro. Pero cuando terminó estaba tranquilo, porque el arte es terapéutico. Y la gente de los barrios y los dueños de las casas también se han empezado a apropiar de los murales.
La idea de pintar la ciudad con murales surgió luego de que el municipio borrara un mural en la Casa de las Culturas y en otros sitios de Cotacachi. “Eso provocó que se unan colectivos y artistas locales”, explica Diego. “Por cada acción mala (propia o de otros) hay que hacer veinte cosas buenas —sigue—, aunque terminamos haciendo treinta”, y ahora piensan en la segunda edición del festival.
Ayer, sábado 20 de febrero, Diego comió algo que le hizo daño y no fue a la fundación en la mañana. Al mediodía me dijo que, después de tanto esfuerzo, ya puede estar tranquilo, porque cada integrante sabe hacer su trabajo.
—¿Te diste cuenta? —dijo—. Acá ya no me necesitan. Lo mío ahora consiste en viajar y conseguir recursos para que esto sea sostenible.
Y tiene un “plan atrevido”: reunir capital a través de donaciones de empresas y otro tipo de organizaciones, para que la fundación pueda invertir ese dinero en acciones, “así generaríamos recursos propios”. Sabe que no es sencillo, pero regresó a este país que prácticamente no conocía, dice, “porque quería soñar y todos aquí somos soñadores”.