Beto Valencia, el creador de El gran libro del reino animal imaginario, intervino un símbolo madrileño que tiene que ver con los animales y la gratitud.
Ese domingo de invierno dejó que habláramos de todos los temas que atañen a dos ecuatorianos en este lado del mundo, y esperó hasta que acabáramos el cruasán, la tosta con tomate, el café y la infusión para contarme que había sido elegido como uno de los artistas del certamen de diseño ¡Muchas gracias, Madrid!, organizado por el Ayuntamiento de la ciudad y dos medios de comunicación españoles, para rendir homenaje a las personas que estuvieron en primera línea de combate durante la pandemia.





El concurso pedía un diseño para una de las réplicas de la mítica escultura “El oso y el madroño”, el símbolo de Madrid, que está en la Puerta de Sol y en el escudo de la ciudad.
Beto Valencia, nacido en Quito, en 1973, es mucho más que su última novedad. En estos años ha hecho cosas asombrosas, fue parte de la agencia publicitaria McCann Erickson cuando aún era un adolescente, a los diecisiete años; esculpió un diablo huma en un bloque de hielo gigante, en Canadá; diseñó la vaca sagrada que aparece en las envolturas del chocolate Galak de Nestlé; fue parte del equipo creativo de la revista infantil Elé y del cómic ecuatoriano Capitán Escudo. Beto optó por el arte y se entrenó para ello con la misma disciplina que un deportista de alto rendimiento.
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La infancia de este artista converso estuvo llena de estrecheces. El primer libro que llegó a sus manos fue la Enciclopedia de los trabajos manuales que sus padres, con mucho esfuerzo, compraron a través del Círculo de Lectores, aquella fórmula comercial (no por eso menos literaria) que tocaba las puertas de los hogares ecuatorianos y llenó muchas bibliotecas en los años ochenta.
De ese libro de pasta dura, que fue pasando de un hermano a otro y de un primo a otro en la familia, salieron muchas de las ideas que Beto utilizaría más tarde en sus proyectos.
—Ese libro fue mi tesoro y cuarenta años después todavía da vueltas por mi casa.
Empezó a dibujar en el colegio, retratando con témperas y acuarelas a sus amores platónicos. Su afición se desbordó con la práctica y, literal, pintaba hasta sobre las piedras. Eso lo llevó a ser reclutado por McCann Erickson y a vivir su propia y adelantada versión de Mad Men.
En esa época empezó a hacer todos los ejercicios necesarios para desarrollar sus pensamientos más arriesgados. Por ejemplo: tenía unos amigos que estudiaban Teatro y él iba de oyente a las clases y hacía las tareas que les mandaban a ellos.
—Yo no recuerdo haber nacido creativo. No recuerdo haber sido desde pequeño talentoso o haber tenido buenas ideas. Yo tuve que ir trabajando el cerebro, hice muchas cosas raras y todos los ejercicios mentales sugeridos para despertar tu lado más creativo del cerebro.
Entre las “cosas raras” que recuerda constan recorrer la ciudad en autobuses y leyendo en voz alta, pasar todo el día sin hablar con nadie, disfrazarse de cura y actuar como tal en un sitio público, vendarse el brazo derecho y hacer todo con el izquierdo.
—Te bancas las miradas de los demás y eso te rompe mentalmente, te libera de la vergüenza. Fue un período muy bestia, yo digo que esto fue un período de incubación que duró unos seis años. Tenía entre veintiuno y veintisiete años, y me metía en todo lo raro que podía hacer en la vida.
Esa experiencia lo llevó a vivir un par de años haciendo teatro en la calle, tocando guitarra en los buses, cantando en los restaurantes, durmiendo en las plazas porque no habían conseguido hoteles.
—Sabía que esa era la única manera de llenar mi cerebro de ideas que después pudieran ser plasmadas en diferentes tipos de arte.
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Beto empezó a andar por Madrid de la mano de una pareja a inicios de este siglo, y se enamoró de sus museos, de sus pequeñas salas de teatro, de todo lo que veía en sus largos paseos. En su primera etapa en la ciudad se apuntó a una escuela de escritores y de esos ejercicios de escritura nació uno de los proyectos que lo mantiene ocupado en estos días: la realización de un corto de animación sobre la historia de un hombre bala que sale despedido de un circo, llega a un pueblo pequeño y pierde la memoria: una metáfora de la migración, de su propia migración.
Lo escribió como todo, sin pretensión alguna. Beto es de esas personas que se sientan a hacer las cosas y no saben dónde le van a llevar sus trazos o sus palabras. Con el diseño para la escultura de “El oso y el madroño” ocurrió así, vio el anuncio del concurso nada más aterrizar en Madrid y le pareció necesario agradecer así por todo lo vivido.
—Los médicos, las enfermeras, los policías, los bomberos, la gente de la primera línea, en general, sufrió igual de este lado del charco y del otro. Yo acababa de llegar a Madrid y me pareció que hacer el diseño era una forma de agradecer por haber salido de eso, por no haber enfermado, por no tener gente cercana de mi entorno que haya sufrido, me pareció un bonito cierre y me dije ok, vamos a dar por terminada esta etapa de pandemia.
Fue un fogonazo de inspiración y aprovechó la primera idea que se le ocurrió: las coloridas baldosas hidráulicas que estuvieron muy de moda en la península ibérica hasta los años sesenta y que ahora están de vuelta bajo la etiqueta de lo vintage. Fue tal el impulso, que le bastó una hora para conceptualizar la idea y hacer el bosquejo.
—Pensé que el diseño tenía que ser alegre y pensé en las baldosas hidráulicas que suelen tener diseños animados y son tan reconocidas en España. Intenté construir un par de ellas e hice cuatro al final. Cada una representa algo que sentí a lo largo de la pandemia, como la empatía, la solidaridad, el amor… Fue así, muy simple.

No tan irónicamente, bromea sobre los mil euros de premio que recibió por embaldosar al oso madrileño que eternamente intenta alcanzar el madroño. “Fue la hora mejor pagada de mi vida”, dice.
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La llegada a Madrid fue el cierre de una pausa vital que empezó poco antes de la pandemia, cuando dejó que el Capitán Escudo y la revista Elé siguieran su camino después de quince años junto a ellos. Durante su break empezó a hacer collages y a publicarlos en su cuenta de Instagram (@elbetoval).
Al mismo tiempo empezó a investigar cómo funcionaba la autopublicación de libros en plataformas digitales y el mundo de los algoritmos y nació, en inglés, el libro de los animales imposibles que se promociona en Amazon con la siguiente pregunta: “¿Y si la naturaleza hubiera creado animales diferentes a los que existen? Una tortuga elefante, un mono mariposa, un calamar jirafa… ¡Qué divertido sería el reino animal con especies distintas a las que conocemos! En El gran libro del reino animal imaginario encontrarás los animales imaginarios más impresionantes creados por el artista visual Beto Val”.
—Al principio de la pandemia andaba encerrado en la casa y me estaba volviendo loco. Entonces decidí que quería volver a retomar esa faceta más artística que tuve hace muchos años y que le había dejado un poquito parqueada. Eso me permitió pasar el año del encierro. Ahora estoy vendiendo un libro diario y eso puede parecer poco, pero cuando estás compitiendo entre millones de títulos de Amazon, vender un libro diario es alentador. No me parece mal para ser un experimento.





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En la última entrevista que hacemos me cuenta que no puede estar quieto, que necesita desesperadamente crear, que tiene un pizarrón gigante en su casa y que se pone a rayar allí todos los días, luego hace un collage y cuando calma su cerebro puede ir a hacer la compra, pagar la luz, poner gasolina al coche, regar las plantas.
Ahora que está animando a su hombre bala cree que puede ampliar su universo y pasar a una serie de televisión para niños y empieza a soñar. También me habla de Madrid y dice que volverá para la primavera.
—Madrid es una fuente inagotable de ideas, aunque me pueden pasar cosas parecidas en otras ciudades, pero Madrid siempre me ha parecido un gran escaparate de cosas, ¿no?
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