Por Juan Carlos Moya.
Edición 440 – enero 2019.
Con la muerte de Bernardo Bertolucci se cierra un ciclo donde el eros fue religión y templo de una generación que comprendía que la libertad es una palabra que conlleva la muerte o el orgasmo.
Ya no está con nosotros el maestro que trabajó el cine bajo una sola mirada y un solo credo: la libertad de los afectos, de las pasiones, de las ideas.
La gente, hoy más que nunca, no está preparada para correr desnuda en la jungla de asfalto, con sus pasiones o ideas a flor de piel.
Hoy más que ayer, individuos como Bertolucci son peligrosos: pues podrían incomodar a las redes sociales, al poscapitalismo voraz.
A la hora de la muerte de cualquier hombre, su vida es indagada. Se la cuestiona o se la venera. Y si esa existencia fue extraordinaria —como es el caso de Bernardo Bertolucci—, deja señales, símbolos que desmontar, atisbos en la niebla, rupturas, trasgresiones…
Bertolucci ciertamente hizo varios filmes (veintisiete obras en total), pero es una sola película la que condensa (a mi criterio) su ser interior, sus obsesiones, su pulsión como animal cautivo del deseo y el vacío.
Esa película es El último tango en París (1972). Y por ella será recordado hasta que un día —que nunca vendrá— sepamos explicar por qué el deseo y la muerte comparten la misma cama.
En El último tango… Bertolucci plantea una tesis de impronta sensualista: llegar a la intimidad sexual sin la condicionante del amor. Tener sexo sin esa molesta necesidad de demandar afecto o compromisos, sin esa visión platónica (conocimiento y trascendencia) que nos lleva a proyectarnos con ansiedad hacia el futuro (tiempo imaginario), o indagar en el pasado del otro, del amante, como si acumulando datos sobre él, la relación amatoria cobrase mayor brillo o estabilidad…
“Aquí no tenemos nombres”, le dice Paul (Marlon Brando) a Jeanne (Maria Schneider) cuando se chocan en un apartamento vacío y están a punto de iniciar el acto sexual.
Según el evangelio de Bertolucci, las pasiones no necesitan de memoria, de un antecedente o de una promesa de compraventa amorosa/matrimonial. Las pasiones son tiempo presente y su poética es la fugacidad.
El sexo es puro si nosotros somos efímeros e inocentes. Libres de futuros o pasados. Liberados de esperar que después de la cama ocurra algo tan patético como comprar una refrigeradora o un microondas juntos. O peor aún, se nos pida exclusividad o un título de propiedad: novio, esposo o esa risible palabra de esclavitud: ‘prometido’.
Bertolucci está consiente de que el encuentro sexual siempre ha resultado fallido porque antes que amantes somos burócratas del amor buscando afecto o peor aún: matrimonio.
Bertolucci nos lo suelta en la cara, nos grita, nos llama la atención: todos negociamos con nuestro cuerpo como si fuera una carnada para adjudicarnos un título de exclusividad, queremos poseer egoístamente, nos aplasta la insoportable levedad del ser, y entonces surgen los hijos, el anhelo de la boda y la idea de sostener un matrimonio ‘hasta que la muerte nos separe’.
El último tango en París no solo es una película que relata el desgaste existencial del amor de un matrimonio, recordemos que toda la trama se pinta sobre un fondo de sangre: el suicidio de una esposa cansada de ser esposa.
El director italiano en su filmografía obsesivamente trabaja tres temas que lo definen, es su pirámide: la muerte, el deseo y la libertad.
La muerte en El cielo protector (1990), un filme donde un matrimonio experimenta como metáfora de su derrumbe la agonía en el desierto.
El deseo en La luna (1979), cinta donde el eros cruza la frontera entre una madre y un hijo, y el sexo explota como una tormenta edípica.
La libertad en El último emperador (1987), obra donde el poder político solo es una muralla de esclavitud.
Ciertamente el debate político, el fenómeno conocido como Mayo del 68, el socialismo o el comunismo, fueron coyunturas de reflexión para el director fallecido, quien pudo elevar estos temas a un nivel estético y humano, y dejar obras maestras con preocupaciones políticas como Novecento (1976), El conformista (1970), Los soñadores (2003).



Es relevante destacar, hacia el final, que Bertolucci se juega todas sus cartas en el manejo de la cámara. Este dispositivo mecánico se convierte en una extensión de su cuerpo y, gracias a un juego/diálogo sensual entre su ojo y la escena actoral, el director italiano logra asfixiarnos con tomas que rebosan libertad/pasión… inventa una cámara con vida propia.
Bertolucci filma con la ansiedad de un animal que pugna por romper los encajes más íntimos y secretos de nuestra condición humana. Cada toma es invasiva, cada paneo es delirante y hambriento de luz, los movimientos de la pluma o del dolly son vertiginosos o propensos a reflejar el desequilibrio emocional no solo de los personajes, sino del instante que los mantiene en vilo. El cine/ojo de Bertolucci es corporal. Su lente, su enfoque/planos sostienen un dialogo sensual o neurótico con la existencia.
Obsesivamente la cámara de Bertolucci está entrometida y a la vez sorprendida del reino del sexo o de las desgracias cotidianas e inevitables que nos pesan y sobrevienen.
La cámara del director italiano (digno heredero de Rossellini, Albert Camus o Alberto Moravia) es un narrador testigo, oscila de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, luego tilt down o tilt up (arriba-abajo; abajo-arriba), morosos y sensoriales planos-secuencias. Y es en ese momento que nos damos cuenta de que el fisgón es Bertolucci, y su condena es mirar la vida de sus personajes, accidentalmente. Por ello, dependiendo del movimiento de los personajes, el ojo del director italiano también se esconde, los ataja, los cerca, los merodea, los acosa y acecha, los embosca.
“En el ojo se encuentra la vara con que ha de medirse cada cosa; y el ojo es un órgano que, además de abarcar cuanto se puede ver del mundo, compromete con frecuencia nuestra personalidad entera. Involucra, por ejemplo, nuestra facultad de juzgar. Juzgar es un acto que tiene su origen en el acto de ver”, explica Flannery O’Connor, en su ensayo El arte del cuento.
Bernardo Bertolucci nació en Parma en 1941 y falleció a los 77 años. Siendo joven tentó la poesía, pero la dejó por el cine donde aprendió del más grande, de su maestro Pier Paolo Pasolini, con quien experimentó como ayudante de dirección en el filme Accattone (1961). Trabajó y pulió sus guiones con la escritora inglesa Mark Peploe. Y ha ganado todos los premios notables de la industria, desde el Óscar hasta la Palma de Oro de Cannes.
Como suya era la obsesión por la muerte (ese otro mundo de ficción que nos devora cada día), hizo aparecer al escritor Paul Bowles al inicio y al final de la película El cielo protector, como si a sus personajes —y a él mismo— les hiciera falta un Dios creador… alguien que nos explique por qué luego del deseo nos castiga el vacío.
Paz en la tumba del maestro Bertolucci.