Berebé

Por Huilo Ruales

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Viernes, diez de la noche. Como si más bien fuese un golpe de gracia pongo el punto final en la segunda novela de la trilogía Los Kitos Infiernos. Vuelvo a la página cero y en el centro de su blancura escribo con letras mayúsculas y un solo dedo, Berebé. Pronuncio la palabra en voz alta siete veces, imaginándola en boca del lector. Cierro los ojos para verla escrita en la portada y me parece un título chispeante, melodioso y sensual, como la dueña del nombre. La loca Berebé es una poeta kamikaze de las que se tatúan sus poemas en el cuerpo y si están en pleno vuelo intentan tatuarlos en los cuerpos ajenos. Al parecer, es cierto que hay un mercado negro de la escritura en donde ella trueca sus textos con posada, comida y bebida. Y droga, en caso de emergencia.

– 2 –

Sábado, una y media de la tarde. Me encuentro caminando por la Orellana cuando el cielo revienta sin previo aviso y se desata el aguacero del año, llamado el Cordonazo de San Francisco. Un aguacero anual cuya leyenda habla de que varias veces a través de la historia, Quito estuvo a punto de ser, como Atlanta, una ciudad sumergida. Me guarezco bajo el toldo plástico de un puesto callejero de golosinas. Cada medio minuto, con ayuda de un par de escobas, la dueña del puesto y su hija presionan el toldo hacia arriba a fin de evacuar el agua que podría desfondarlo. Veinte minutos más tarde, como una aparición empañada a lo David Hamilton, un taxi se me acerca con la puerta trasera abierta. Doy dos pasos en un charco y me ensarto en el asiento posterior. Agradezco efusivamente al taxista y le pido que me lleve a la Coruña y Madrid. El taxista tiene la cara y las maneras de un adolescente educado aunque nervioso. Mientras avanzamos, por metros, en la congestión motorizada y acuática, me explica que hasta hace poco había sido profesor primario en Cariamanga, pero que de la noche a la mañana la fatalidad le ha convertido en taxista. Taxista en Quito, además, y desde hace apenas una semana. Por ello me solicita que le guíe hasta mi destino. A causa de la bíblica densidad de la lluvia el trayecto que a pie lo haría en diez minutos nos toma casi media hora, tiempo que aprovecha el exprofesor para contarme su historia que resulta un thriller servido en bandeja. El taxi ancla en la acera opuesta de Amar el Mar, una marisquería de moda. Antes de abrir la portezuela para lanzarme al diluvio, nos enredamos con las monedas del cambio y el final del thriller. Mi mochila, como una mascota pasmada me ve abandonarla en el taxi que se disuelve en la lluvia.

– 3 –

Al fondo, junto a un ventanal, Berebé está más bella, más diabólica que nunca. Seco a medias mis zapatos en el rodapié del umbral y cruzo el interior, toreando las mesas. Me inclino para besarla, pero ella me esquiva entre risillas. Estás empapado, sécate, me dice, y yo, obediente, mojando el piso me encamino al baño. Es allí, ante el redondo espejo que siento como un fogonazo seco, la brutal ausencia de la mochila en mi hombro. Me lo palpo aterrado, como un ángel que repentinamente se percata que ha perdido sus alas. Salgo del baño disparado y me encamino botando sillas, fuera del restaurante. Qué sucede, qué te pasa, me grita siguiéndome hasta la puerta Berebé. Olvidé mi mochila con la compu en el taxi, le contesto y enloquecido corro, casi vuelo, por medio de la lluvia en la que naufragan todos los taxis del mundo. Sin sentido ni dirección sigo corriendo cada vez más lento, mientras siento en mi corazón un hombre que vuelve a su hogar y no encuentra casa, ni familia, sino cenizas y escombros. Nunca más volví a ver a Berebé. Nunca, nadie, leerá Berebé.

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