Los líderes de la banda que revolucionó las artes visuales en Chile a fines del siglo XX fueron Samy Benmayor y Bororo. “En los años ochenta, los conceptuales dijeron que la pintura había muerto, ¡y para nosotros estaba naciendo!”, dice Bororo.
Por Mili Rodríguez Villouta
Nacidos en los años cincuenta, pertenecen a la generación que tenía 18 años cuando el golpe militar de Pinochet, en 1973. Samy Benmayor y Carlos Maturana — Bororo— son las estrellas que estallaron en el convencional horizonte de la pintura chilena a fines del siglo XX, y esas estrellas fueron subiendo mientras bajaba la del general. Les gritaban literalmente: “¡Dónde aprendiste a pintar!”
“Yo no soy muy político, mi protesta va por el lado de la pintura —dice Bororo—. Yo no era un Claudio Bravo. No le pegaba al dibujo, no le pegaba al color ni a nada (“no le pegaba” significa que pintaba muy mal). Tuve que elegir entre la batería y la pintura: tocaba pésimo, pintaba pésimo: elegí lo que hacía menos mal”.
Como el más expresivo de los expresionistas y el más realista de los realistas, usó esmalte negro para pintar un piano y látex negro para un pizarrón. “Hice una pareja de viejitos besándose, y les pegué pelo encima, todo medio a la patada. Los expresionistas alemanes, Bacon, eran mis ídolos. Sentía que me parecía a ellos en lo visceral. Era una pintura hecha con desgarro, a morir. Yo pinto a partir de una mancha. En vez de pintar una vaca, la encuentro”.
“Soy un pintor troglodita”, ha dicho. “Ahora no sé si estoy evolucionando o involucionando”. En una Bienal de Valparaíso pintó un califontceleste (la obra se llama Califont). Lo colgó con chinches en la pared. Las demás obras estaban enmarcadas, lógico. Los integrantes del jurado internacional se miraron entre sí y dijeron: “Estamos de acuerdo, ¿no?” Y le dieron el primer premio por unanimidad.
Entonces subió como la espuma. Ha expuesto en Europa, Estados Unidos, Asia y en colectivas latinoamericanas. “En Chile soy famoso de Arica a Punta Arenas —se ríe— . Fuera del país, soy uno del montón”. Sus cuadros se venden en 20, 25 mil dólares. Sacude la tela y deja que la pintura escurra. “La mancha, la chorreadura y el desorden tienen que ver con mi misma persona”.
Su sueño era “pintar la pintura china, como escribir un gran pergamino, dibujar automáticamente, sin pensar en nada”. Eso hizo en una exposición en Brasil que se llamó Pintura x metro: “Forré toda la galería en una sola tira de 100 metros. Yo vengo de los cómics. Vengo de los Beatles. Yo salí de un submarino amarillo”.
El padre de Bororo era actor cómico del Bim Ban Bún (mítica compañía de vedettes de los años sesenta). “Era un personaje. Yo creía que todos los papás eran así. Era muy divertido, coleccionaba cosas insólitas, por ejemplo, un baúl lleno de bombillos quemados. Eso mismo yo lo hice en pintura. Empecé muy mal, pero dije: el mundo es el que está equivocado, no yo. Me creía la muerte. Empecé siendo El rey de la Mancha. Llegaba al taller como el coyote que marca tarjeta. Ahora pinto varias obras al mismo tiempo, para no quedarme pegado en nada, y me demoro meses. Antes quería que las cosas resultaran al instante, pero veo que, con el tiempo, tienes mil soluciones; si te apuras, tienes diez”.
“Cuando vendí un cuadro la primera vez, dije: ¡quién es capaz de pagar por esta huevada! Después gané premios, me hice famosillo y tuve el privilegio de dedicarme a ser pintor”.
Y ESO QUE NO ESTÁ ORDENADO
Su taller en Santiago comienza en un gran portón de madera descascarada que dice: “No estacionarse”. Es un taller casi indescriptible. Parece una fábrica en demolición. “Y eso que no está ordenado. Cuando vienen a verme, les digo el taller de Samy Benmayor es mucho peor. Me gusta todo lo que sea industrial, las cañerías, los fierros, los puertos”.
Prepara una exposición para la galería Arte Espacio en 2013: pinta enormes rollos que lanza al suelo. Trabaja con una manguera, como un bombero. Pinta partidos de fútbol y “un capitán que se le hundió el crucero y se escapó en un bote”. ¿Se refiere al tristemente célebre Schetini, cuyo nombre se hizo sinónimo de cobarde? Dibuja ciudades: “Me atrae el feísmo. Me encantan los malls: ahí hay una cantera de feísmo”.
“En la universidad, pintar una modelo, o una pera, una manzana, me daba una lata increíble”. Me muestra un folleto con dibujos de perros hechos con una sola línea. Parece un dibujo japonés. “Son de todas las razas —se ufana—, tres metros de perros. La línea empieza a recorrer el espacio en blanco y es como un arte automático”.
En una pintura suya hay un caballo de Troya con unos rangers saliendo del interior. Hizo una exposición llamada Del hombre en la luna, a la oveja Dolly: “Era un noticiero bélico de mi generación. Woodstok, la guerra de Vietnam, los milicos norteamericanos con una tremenda artillería en medio de una selva donde no se veía a los vietnamitas, solo se veían los gorritos”.
—Tú dices que uno tiene que creerse la muerte todo el tiempo, si no, no resulta —le planteo.
—Si no, no resulta —repite—. Hay niños y jóvenes que tienen mucho talento, pero la autoconvicción es lo difícil. Hay gente que tiene mucho más talento que uno, pero tiene más dudas.
“Miguel Ángel es lo máximo, admiro a Picasso, a Velásquez, a Goya. Toda esa pintura me mata. Fue terrible cuando fui al Museo del Prado y vi a Goya. Dije: ¡Qué estoy haciendo yo! Ves esa pintura, y la encontrai tan extraordinaria, tan linda, que te acordai de tus cosas, ¡y nada que ver! Pero cuando llegué de ese viaje pinté con más ganas. Amo mucho lo que amo. No me siento genio, me siento pintor. Hay gente que no concibe que a mí me vaya bien. Otros sí admiran lo que hago. Me caen mejor los que me admiran”.
COMO RAYAR UN ARBOL
Ha trabajado contra viento y marea, contra el orden y el desorden. Pero lo suyo es el orden. El taller de Samy Benmayor es un inmenso e impecable loft, y sus grandes obras en óleo son cada vez más abstractas. Sus ojos se ríen de una manera muy noble, casi infantil. “Hago lo que me gusta y eso es un privilegio muy grande”.
—¿Qué fuerzas se han opuesto a tu trabajo, contra qué obstáculos trabajas? —suelto la pregunta.
—Contra ese personaje interno que dice: “lo que tú haces no vale nada”. Tengo un crítico muy fuerte adentro. Cuando era joven, la gente creía que yo hacía puras tonteras. Y no tenía alternativa, yo sabía que lo único que podía hacer era esto.
Camina hacia la ventana y vuelve sobre sus pasos a los años ochenta, cuando empezó todo: “Con Bororo y Matías Pinto D’Agiar nos agrupamos porque éramos amigos. Había que reivindicar la capacidad del goce y la libertad. Siempre he sentido eso, que lo más importante en el arte es la libertad de hacer lo que uno realmente quiere. Hay gente que se dedica a las estrategias para ocupar un lugar en el arte. Lo encuentro nefasto. Yo he hecho simplemente una cosa, una sola cosa: pintar. Siento que es como rayar un árbol. Es decir Yo pasé por acá”.
Una obra de Benmayor puede costar 30 o 40 mil dólares. Ha expuesto dos veces en la galería Malborough y ha participado en colectivas e individuales en todo el mundo. “Por supuesto —cuenta— las exposiciones en Nueva York han sido importantes. Y el documental que hicimos sobre la música y el arte, 2001 y 2002, que salió nominado en los Emis, fue un momento muy maravilloso, en Nueva York”.
Suena el teléfono, sale a contestar, busca un cigarrillo. Impresiona ver el huerto orgánico a través del ventanal, las paredes cubiertas de hiedras.
—¿De dónde salen estas vacas? —pregunto.
—Hace años, el poeta Raúl Zurita me pidió que ilustrara un libro que se llama Áreas verdes. Hice como 50 pinturas y me quedé rayado con el tema de las vacas. Las vacas son unos personajes muy ridículos.
—Son unas señoras, ¿no?
—Formalmente son unas cosas absurdas. Tienen cachos, manchas, tetas, son muy divertidas. Una crítica dijo que las vacas eran mi álter ego. Yo creo que sí, siempre me he sentido así.
—¿Por qué?
—Por lo ridículo. Por eso, por ridículo.
Sobre el portón de hierro de su taller hay un grafitti desbordante, a todo color. Lo hizo con un vecino de ocho años. “El vecino está totalmente rayado, se llama Arielito. Vino para acá y me dijo: ‘Tío, le hicieron un grafitti ahí en la puerta’. ‘Yo te voy a enseñar lo que esun grafitti’, le dije. Salimos con todos los tarros y pintamos. Pasa gente, lo raya encima o lo rayamos nosotros. Todo el tiempo cambia. La gente del barrio me dice: ‘¡Por fin hizo algo en la pared!, ¡se demoró! ¡Ha estado tantos años sin pintar nada!’ Primero fue una gran vaca y ahora hay nubes, objetos, mensajes”.
“Yo soy muy urbano —agrega—. Y quiero ser cada vez más abstracto y parecerme más a la música”.
El dinero en su caso, mejor dicho en su casa, lo maneja su señora esposa, como él dice. Ella es su agente y la de otros pintores, incluido Bororo. “Durante más de diez años, a mí me mantenían —cuenta—. Vivíamos con lo mínimo, lo pasábamos estupendo igual. Yo digo que no tengo idea de lo que hago, y habrá gente que piense: ¡más encima el imbécil no tiene idea de lo que hace y le va bien! —se ríe—. Yo creo en el amor. El amor trasciende la muerte, trasciende todo. Si alguien te amó, está contigo siempre. Vengo de una familia muy cariñosa y tengo dos hijos que son artistas. Para mí es un honor. Sé lo que es la vida del artista. Pintar no es ninguna broma”.
Samy Benmayor pinta incluso con visitas en su taller. “Amo a los expresionistas abstractos. Jackson Pollok, De Kooning, también Philip Guston. Guston es mi ídolo. También Goya y Velásquez, aunque yo soy totalmente del siglo XX. No del siglo XXI”.
La onda conceptual, la desconstrucción, los videos, hace tiempo que no mueven el piso del arte chileno. En la vereda del frente, Benmayor y Bororo siguen produciendo lo raro y lo nuevo en grandes formatos. Son la cumbre de una generación que —como escribe Ricardo Bindis en Pintura Chilena, 200 años— “revitalizó los viejos principios de la tela en blanco, y recurrió al desenfado del dibujo y la furia del color”.