Bendito Círculo

bendito círculo

Por María Fernanda Ampuero

El pasado Día del Libro fui invitada a hablar sobre mi experiencia lectora y escritora. De esto último se me hace difícil hablar: me aturullo, enrojezco, quiero salir corriendo. Yo escribo lo que puedo, con sufrimiento o goce, pero ese sufrimiento y ese goce son míos y me parece feo airearlos como calzones recién lavados. Tal vez escuché demasiado esa frase de “alábate pato que mañana te mato”, pero me cuesta ser de esos escritores encantados de hablar sobre lo bien armada que está la tensión en su libro. Tal vez porque son artistas y yo soy más bien artesana y los artesanos, creo, hablamos menos.

Así que el día de la conferencia recurrí, como tantas veces, a Borges y esa frase maravillosa “que otros se jacten de las páginas que escribieron; yo estoy orgulloso de las que he leído”. Pudores fuera: yo he leído como si la vida se me fuera en ello. Como un perro busca un hueso, desgarrando la tierra con las uñas, enterrándome. Como una hambreada: chatarra o gurmet, caducado o fresco. Yo he leído como una ninfómana: en todas las posiciones, a toda hora, varios a la vez. Yo he leído lamentando que por mucho que lea no podré leerlo todo. Mi patria, como dijo el mexicano Jorge Volpi, es mi biblioteca.

Dice mi mamá que de pequeña, cuando trataba de leerme, yo le contaba otra historia basándome en los dibujos. Supongo que para leerlos yo misma. Yo estaba loca por saber leer y por poder, por fin, establecer con los libros esa relación íntima que es la más larga, sólida y perfecta que he tenido y tendré en mi vida.

Mucha gente se imagina a mis padres con unas bibliotecas enormes plagadas de Flaubert, Dostoievski, Cervantes y Dickens. Creen que únicamente de esos hogares salen lectores voraces, pero no es así: mis padres, clase media sin estudios universitarios, no eran intelectuales, pero en mi casa había libros, no digamos clásicos, pero sí libros, estanterías llenas de libros, paquetes de fragantes libros recién hechos. Jamás me dijeron que los leyera. Simplemente estaban ahí.

Y eso debo agradecérselo al maravillosamente ochentero Círculo de Lectores que, con sus suscripciones y cuotas, y con la persistencia voraz de sus vendedores puerta a puerta, consiguió que mi papá se enganchara a los libros. Nosotros no íbamos a librerías: la librería venía a la casa en formato revistilla a todo color. Aún no sabía lo que era excitarse y ya me excitaba ese catálogo.

Reconozcámoslo, la mayor parte de la oferta de Círculo de Lectores era clase B, pero de vez en cuando se colaban en medio de El masaje sensual o En forma sin esfuerzo, Cavafis, Hemingway, Capote, Maquiavelo, Henry Miller, Camus, Agatha Christie y, bueno, Stephen King. Gracias al Círculo, yo muté en una tragaldabas de libros. No había manera de quitármelos: si me apagaban la luz, leía con linterna. Casi niña, lo leí todo: Esposas de Hollywood, Flores en el ático 1, 2 y 3, El pájaro espino, Adiós Jeanette, Lazos de sangre y un larguísimo etcétera de best sellers —ah, los ochenta— absolutamente impropios para mi edad.

Que leyera sobre incestos, promiscuidades y erotismos de un sacerdote, no era lo más perturbador para mis padres, sino la obsesión que, gracias a El diario de Ana Frank, adquirí por la Segunda Guerra Mundial. Con 12 o 13 años leía como una desquiciada diarios de nazis, testimonios de sobrevivientes, biografías de Hitler y su gavilla, y todo lo que sobre ese tema cayera en mis manos. Mis padres, supongo que por miedo a mi salud mental, encargaron —al Círculo, claro— una coqueta colección de libros para adolescentes llamados Las mellizas y el amor, lo que hoy sería Crepúsculo, pero sin vampiros ñoños. Era demasiado tarde: yo ya era una lectora seria. Esos libros cursis los leí en una tarde y por la noche seguí con Los hornos de Hitler.

El Día del Libro alguien me preguntó a quién le debo mi afición por la lectura y creo que es a mi papá, el socio de Círculo, un lector nada remilgado en cuanto a calidad literaria, pero sí incansable. Nunca nos forzó a leer, nunca hizo proselitismo, solo leía. En mis recuerdos más antiguos, lo veo leyendo a la luz de una lamparita pegada al respaldar de la cama. Por muy cansado que estuviera, jamás se dormía sin leer unas páginas. Yo veía a esa escena —un hombre, iluminado apenas, con un libro en las manos— como algo mágico. Para mí la luz no venía de la lámpara, sino del libro mismo. Y yo quería con todas mis fuerzas que esa luz también me iluminara.

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