BEN.

Por Daniela Alcívar Bellolio.

Ilustración: Carmen Lu Páez.

Edición 444 – mayo 2019.

La escritora ecuatoriana pone en nuestras manos este testimonio, cuyo peso nos estremece y nos conmueve, llevándonos de un extremo al otro entre el horror y la ternura, el miedo a la vida y el amor por ella, y en el que reconocemos el coraje de la voluntad.

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Parí a mi hijo Benjamín, de veintiocho semanas, el 17 de junio de 2017. Pesó un kilo y midió 36 centímetros. Vivió veinticuatro horas fuera de mi panza. Fui y soy madre. La experiencia de la maternidad y del duelo —esos misterios que se unieron para parirme a mí otra vez— me obligó a enfrentarme a los mitos devastadores de este sistema  patriarcal: la culpa, el señalamiento de los otros, el fantasma del fracaso. Pero también a otros discursos que se pretenden —y muchas veces son— amables, empoderadores, alternativos. Mi cuerpo había sido incapaz de llevar a término su embarazo. ¿En qué fallé? ¿Qué hice mal? ¿Qué pecados estoy pagando? Para una madre que sabe que vio por primera y última vez el hermoso rostro de su hijo, que intenta guardar entre los brazos la sensación, el leve peso, el fugaz perfume de ese hijo pequeñísimo que gestó y amó, y que adquiere la súbita certeza de que una parte de su cuerpo se ha vaciado y no se volverá a completar, estas preguntas tienen el color indefinible de la muerte en vida.

Mi embarazo fue, desde el inicio, lo que se diría perfecto: sin estragos, sin náuseas, sin ascos, sin antojos, sin malestares. Controles, ecografías, todo perfecto: mi hijo crecía saludable según los parámetros, y yo llevaba un proceso tan amable que amigas y familiares decían envidiarme. Me contaban de sus embarazos y yo me acuerdo que pensaba: creo que este niño será muy bueno. Cuando me hicieron mi primera ecografía, a la seis semanas de gestación, en la extinta clínica La Primavera, vimos un poroto de forma perfectamente humana que nadaba y pataleaba. Recuerdo haber llorado de la emoción y del misterio. Algo tan pequeño y ajeno a la conciencia nadaba dentro de mí. Mi suegra, que estaba presente cuando vimos la imagen inquieta de Benjamín de un centímetro y medio en blanco y negro, se convenció desde ese minuto de que su nieto sería un niño relajoso. Yo recuerdo sobre todo el sonido de su corazón desbocado palpitando por los parlantes a ese ritmo inconcebible, el corazón diminuto de mi hijo latiendo dentro de mi cuerpo.

Hice yoga prenatal desde el comienzo, leí todo lo que había para leer sobre alimentación vegetariana sana durante el embarazo, me concentré, dejando de lado temporalmente la escritura de mi tesis doctoral, en mantenerme tranquila y alegre. Hicimos nuestras apuestas sobre el sexo del bebé: aún guardo la lista de apuestas de mi familia y amigos más cercanos. La mayoría pensaba que sería niño. Yo quería una niña. Me descargué la aplicación Baby Center en mi celular, para seguir semana a semana la evolución de mi embarazo: ahora tiene el tamaño de una semilla de ajonjolí, ahora se formaron los ojos, ahora ya tiene uñas, ahora parece una papaya. Cada jueves me llegaba la notificación de Baby Center, pero yo ya había entrado a curiosear uno o dos días antes: nunca pude aguantar una semana entera sin adelantarme. Imaginar a mi hijo se convirtió en la actividad más constante de mis días.

Esa imaginación podía ser truculenta también. La paranoia fue siempre una compañera no bienvenida y en ese estado vulnerable se hizo aun más incisiva y más aguda: tenía miedo de que naciera con alguna enfermedad o discapacidad, de que mis pensamientos oscuros lo afectaran, de que heredara los genes de locura que abundan en mis antepasados. Tenía miedo de parir un bebé feo. Tenía miedo de no poder parir por vía vaginal, de tener que recurrir a anestesia durante el parto (mal mayor en las corrientes actuales de parto humanizado), tenía miedo, por supuesto, de que me hicieran una cesárea. Tenía miedo porque había leído en varias páginas y grupos de maternidad natural que la cesárea es violenta para el bebé y la madre, que el niño o la niña no tienen la oportunidad de “desear” salir al mundo y la operación lo sorprende en la placidez de su silencio uterino, generándole un primer trauma imborrable, el de unas manos arrancándolo del mejor lugar del mundo. Esa imagen me persigue y me trastorna hasta el día de hoy.

En esa época mi pareja y yo vivíamos en Buenos Aires. Llevábamos doce años en esa ciudad y un par planeando infructuosamente volver a Quito. Con la noticia del embarazo la decisión se hizo efectiva y empezamos a armar la mudanza. Teníamos que desarmar toda una vida y trasladarla a Quito. Esto incluía vender nuestra casa y transportar tres perras, dos gatas y dos mil libros. Incluía también despedirnos de lo que fue nuestro hogar, de los amigos que fueron familia, enfrentarnos a la brutal burocratización de los afectos que implica concluir un largo período de migración. Pero estábamos seguros de querer que nuestro hijo naciera entre montañas, en este abrazo paradójico que es el vivir entre volcanes activos. Sabíamos que nuestro hijo nacería en una casa con jardín y con grandes ventanales que dejarían entrar el paisaje sereno de los valles.

A las veinte semanas de embarazo, nos comunicaron que sería niño. Enseguida barajamos nuestras opciones principales: Julián, Tomás, Nicolás. Nombres de moda. Nombres con significados que no nos gustaban. Nombres en los que no nos poníamos de acuerdo. Luego surgió Benjamín y algo se acomodó instantáneamente: Benjamín, el más pequeño, tres sílabas que nos transmitieron una alegría inmediata, como si ya le estuviéramos viendo la cara solo con nombrarlo. Mis hermanas empezaron a referirse a él como Benja, mi papá como Benji. Yo le decía Ben. “Hola, Ben”, cada mañana cuando me despertaba. “Hasta mañana, Ben”, justo antes de dormir. Nada, ningún miedo, ninguna paranoia, ninguna genealogía torcida, podía contra esa intimidad. Baby Center me indicó que poco después de las veinte semanas el feto ya puede escuchar: yo le hablaba a mi hijo, lo llamaba por su nombre, y contra esa simple complicidad todo era nada.

El empecinamiento por la perfección es un vicio destructivo. Por algún lado leí que a las mujeres se nos cría para ser perfectas, para ponderar obsesivamente pros y contras antes de tomar riesgos, para no actuar hasta no tener la certeza de que los resultados serán favorables. Mi perfeccionismo me hizo tardar diez años en escribir mi tesis doctoral, por ejemplo. Mis primeros libros pecan, siento ahora, de cierta esterilidad ajena al riesgo, de cierta pureza sin desboque. Durante mi embarazo, sentía frecuentemente cierto irracional orgullo por el orden con que todo se desenvolvía. Escuchaba historias de partos prematuros, de problemas de gestación, y sentía que todo eso estaba demasiado lejos de mí. También pensaba y me decía que el momento de mi vida en que me quedé embarazada no podía ser más oportuno: a los 35, ni joven ni vieja, con mis tres primeros libros ya publicados, después de haber hecho mis estudios, de haber vivido en la ciudad de mis sueños, todo además sin que medie mi voluntad, pues mi embarazo no fue planificado. Como escribió en algún lugar Barthes: “el misterio de la simple concomitancia”.

Un día, poco antes de cumplir veintiocho semanas de gestación, empecé a sentir acidez por las noches. Era fuerte, me impedía dormir. Consulté con conocidos médicos y todos me dijeron lo mismo, que era normal en el tercer trimestre. Tomé antiácidos y empecé una dieta sin sal ni condimentos, pero el leve alivio que estas soluciones me dieron duró muy poco. Como durante el día el dolor desaparecía, yo jugaba en esas horas a suponer que esa molestia pasajera al fin se había terminado. Pero con la noche volvía el ardor en el pecho, tan severo que a veces me sentaba a llorar en mi cama ante la mirada impotente de mi esposo. Así que, después de pasar seis noches en vela, decidimos ir a la guardia del sanatorio Anchorena para pedir que me recetaran un antiácido más fuerte. De ahí salí una semana más tarde, sin panza, sin bebé, con el cuerpo cortado por la mitad y una certeza absoluta de que la vida, de ahí en adelante, no podía ser más que un infierno.

Me informaron que estaba al borde de un coma hepático, que tenía síndrome Hellp, que tanto para mí como para mi hijo la única esperanza era una cesárea de emergencia. Sebastián y yo nos miramos sin entender nada: mi bebé seguía moviéndose adentro mío, cinco minutos antes nos estábamos riendo en la sala de espera, yo tenía un pasaje para regresar a Quito dentro de solo diez días. Veinte minutos después estaba en un quirófano, sin poder dejar de temblar del miedo, atravesada por sondas, vías, agujas. Mi hijo nació y ni siquiera pude avisarle antes. La urgencia me arrebató un último minuto a solas con él, algo que no fuera ese ajetreo de camillas, inyecciones, firmas de autorizaciones, preguntas hechas al aire, preguntas sin respuesta, y todo el miedo de este mundo concentrado en mi cuerpo poseído de pronto por un mecanismo imparable y ajeno a la piedad.

Me sacaron a mi bebé y me lo mostraron un solo segundo, y lo escuché gemir por un instante aún más corto. Luego se lo llevaron a neonatología a toda velocidad para salvarlo y no lo volví a ver vivo. Mi esposo se fue con él y yo quedé en compañía de los médicos que empezaron a cerrarme. Poco después vino la partera con el acta de nacimiento mientras los doctores aún trabajaban mi cuerpo abierto: Benjamín Alcívar, un kilogramo, 17 de junio, 20:56, y la huellita de su pie impresa ahí como una firma inocente.

Al día siguiente por la noche mi hijo, que durante las primeras horas no necesitó intubación y respiraba solo, falleció. Yo estaba sola en mi habitación de terapia intensiva y sentí de repente un estremecimiento que confundí con una dosis de morfina. Empecé a llamar a mi esposo por celular y no me contestó. Así supe que mi hijo había muerto. Es poco lo que recuerdo del momento en que él y mi madre vinieron a darme la noticia. Me contaron que blasfemé mucho y que grité. Que en mi cara se veía sobre todo una profunda confusión. Lo primero que experimenta el cuerpo de una madre cuando su hijo muere es la más radical desorientación. Si hubiera podido articular algo en ese momento definitivo, creo que la pregunta hubiera sido así de simple: ¿qué está pasando?

Un médico vino y me apretó fuerte el hombro. Me dijo que me iba a dar un calmante y luego me iba a traer a mi hijo para que me despidiera. Le dije que si lo veía me iba a morir. Él me apretó más fuerte el hombro, me miró a los ojos y me dijo: tú puedes, y te tienes que despedir. Me pasaron a una habitación más privada y me trajeron a Benjamín: el niño más hermoso del mundo. Cuando lo tuve en mis brazos mi cuerpo reaccionó sonriendo. De verdad nunca había visto algo tan bello. Tanto imaginarlo, y mirando sus pestañas largas y sus cejas rubias, la dulzura de sus facciones, la paz total de sus ojos suavemente cerrados, la boca pequeña, las manos de perfectos dedos largos, supe que todos mis miedos eran banales, porque todo siempre fue perfecto. Lo miré bien para quedarme con toda la belleza de su rostro, sorprendida por la inmensa oleada de amor que ese pequeño cuerpo desató en mí, y luego lo entregué. Entregué a mi hijo, a quien nunca más volveré a ver.

Los médicos me dejaron claro que mi vida seguía en riesgo. Pasé tres días más en terapia intensiva y luego dos en el pabellón de recién nacidos. Mi recuerdo de esos días es borroso y terrorífico. Esperaba que salir del hospital para ir a mi casa supusiera un alivio en ese pantano interminable y viscoso de miedo y dolor, pero no fue así. Cuando llegué a mi casa sentí que el mundo se había terminado y esa sensación no me abandonó en mucho tiempo.

La realidad hirió de muerte mis aspiraciones a la perfección: un embarazo mío de ahora en adelante se considera “de alto riesgo”. Tengo una cicatriz de cesárea pero no tengo un bebé. Soy madre, pero mi hijo está ausente. Todo es disimetría en mi vida, todo es desfasaje. Ya nada calza con nada y mi cuerpo está recorrido por una línea que rompe todo y está habitado por un vacío que durante mucho tiempo fue perfectamente físico: mi cuerpo había sido vaciado pero seguía sintiendo a mi hijo, no pudo asimilar esa ruptura abrupta, esa súbita pérdida. Fabricó leche para un bebé que no iba a poder tomarla, dejó un espacio adentro que no se va a volver a llenar. Siguió sintiendo las patadas de un niño ausente. Cuando la dislocación se hace carne no hay más presente, todo es paradoja temporal en que se mezclan con salvaje crueldad ausencia y presencia, deseo y realidad, dolor físico con dolor mental, deseos profundos de morir y vida empecinada en continuar.

La vida de una madre que ha perdido a su hijo es rara. Volver a la calle y ver bebés o embarazadas fue durante largo tiempo un auténtico tormento. Aún ahora escucho de los libros de moda sobre lo difícil que es la maternidad y siento un injusto pero inevitable resentimiento. Pienso: ¿creen que criar hijos es difícil? Intenten parirlos y enterrarlos. Intenten una maternidad sin hijo. Ya no reniego de estos pensamientos nocivos: los observo, los acepto y luego los dejo ir. Con el tiempo aprendí a valorar de mi duelo todo: la tristeza y el alivio, los momentos de risa y los de llanto, la bronca, el odio, el enojo que me produce haber tenido que pasar por algo así. Incluso la culpa. Pasé mucho tiempo preguntándome qué había hecho para merecer la muerte de mi bebé; ahora, después de todo este tiempo, empiezo a comprender que la culpa es un mecanismo de defensa y que es posible deconstruir sus mecanismos y en cierta medida revertirlos para abrazar el azar del mundo.

Para darle forma a un duelo insoportable escribí mi novela Siberia: fue otro nacimiento, el de una lengua atropellada y fragmentaria, rota como estaba yo, tratando de decir algo que no cabe en ningún alfabeto. Al final de esa novela vuelvo a ver a mi hijo: pequeño y rubio, caminando en el jardín que soñamos para él y que ahora habitamos abrazados al amor que nos enseñó a sentir, libres de supersticiones sobrenaturales pero acompañados siempre por él. Enterramos las cenizas de su cuerpo bajo un limonero en nuestro jardín y ahí él florece y nos acompaña finalmente, en la casa que empezamos a construir cuando supimos que vendría. No hay desperdicio: por él entendí el valor inmenso de lo fugaz.Gracias a mi hijo aprendí el valor de la paciencia. El valor de la vulnerabilidad, la fuerza del amor aunque todo esté roto. Me refugié en mi amor por mi hijo porque intuí en un punto que solo eso me iba a permitir transitar la parte más horrenda de mi duelo.

Gracias a mi hijo aprendí a escucharme, a darme espacio para el miedo y para el llanto, para el contingente de imperfección que conlleva toda vida. Gracias a mi hijo aprendí a sostener la mirada aunque la imagen arda y perfore; aunque la imagen cada vez sea más borrosa, mi hijo me enseñó que hay presencias que necesitan solo unos segundos para trastornar una vida y hacerla más feliz y más potente. A mi hijo le debo haberme atrevido a dejar de huir del miedo y abrazarlo por un momento para luego hacerle espacio a otros afectos más alegres. A Benjamín le debo la experiencia de la paradoja que ahora me permite vivir la extrañeza y la imperfección de la vida con más confianza, como si su fugaz paso por el mundo hubiera acallado un murmullo que desde un tiempo remoto me hizo siempre presa del miedo a la desgracia. No hay desgracia mayor que la muerte de un hijo. No hay dicha mayor que la vida de un hijo, aunque sea corta, aunque nos deje con las imágenes amadas de un futuro que no pudo ser.

Baruch Spinoza se hizo una pregunta fundamental: ¿Qué es lo que puede un cuerpo? Han pasado veintiún meses desde el nacimiento de mi hijo. Cuando el filósofo holandés respondió: “Nadie sabe lo que puede un cuerpo”, lo que estaba diciendo es que no existe una fuerza trascendental que determine a priori los límites y las potencias del cuerpo ante determinada circunstancia. Han pasado veintiún meses desde la muerte de mi hijo: yo sé lo que puede mi cuerpo.

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