
En algún lugar de la web yace esa cuenta que dejaste de usar hace ya tanto tiempo, los archivos de texto, imagen o sonido que una vez subiste a un sistema de almacenamiento en línea y desde entonces no has vuelto abrir, tus primeros chats o emails que ya tienen, quizá, veinte o más años, aquel blog del que te cansaste y olvidaste la clave, la página de ese negocio que no prosperó, el canal de videos que ya no ocupas y tampoco nadie ve, algún grupo en línea que iniciaste o del que fuiste parte, tus tuits más viejos, esas fotos al final (o inicio) de tu muro que, si volvieras a ver, te avergonzarían, ahora que estás en otra edad. Todo esto es la basura digital
Es que el calificativo de “nuevo” a Internet cada vez le queda más viejo. Su origen, nos han dicho, está en la Guerra Fría, cuando era necesario un sistema de comunicación descentralizado y que sirviera para compartir información entre ingenieros y científicos militares. El mismo año en que Estados Unidos llegó a la luna, 1969, se inauguró, además, la primera red informática interconectada, Arpanet, según cuentan nueve académicos en Una breve historia de la Internet.
Mediante el Proyecto Gutenberg hubo quienes desde 1971 se propusieron difundir gratis y por primera vez textos digitales, y en 1975, a solo tres años de la creación del primer software de correo electrónico, y pese a que aún no existía Internet comercial o abierto a todos, ya se buscaban mecanismos para bloquear el correo basura o spam.
Aunque no nos guste verla, e históricamente hayamos hecho de todo para esconderla, la basura que produce la humanidad cuenta un lado B de la historia universal y de cada persona. Es parte de lo que somos y lo que dejamos. Para referirse al breve paso del ser humano por la Tierra y su larga huella ambiental, en la comunidad científica se usa el término Antropoceno, una nueva y acelerada etapa geológica de esas que antes de nuestra especie tardaban cientos de millones de años.
La garbología estudia la relación entre los desechos y el estilo de vida, generalmente con fines arqueológicos. El trashing es considerado un delito por medio del cual, mediante documentos y archivos mal desechados, se vulnera la seguridad informática de empresas y personas. Y hay paparazis que han escarbado en la basura de famosos para saber más de sus vidas o, dicho en otras palabras, han aplicado el viejo y conocido método “por su basura los conoceréis”.
Pero, ¿qué pasa con la basura que no es necesariamente física, con esa que producimos en la virtualidad; es decir, con la basura digital? Sabemos que los desechos han sido un problema social, ambiental, sanitario e incluso estético en el mundo previo a Internet, entonces, ¿por qué no habrían de serlo también en el mundo online?
Internet tampoco aguanta todo
En ese sentido la mala noticia es que el argumento ecotecnológico sobre el bajo impacto ambiental de la actividad en línea es cada vez menos cierto. Internet tampoco aguanta todo, y existen residuos que mal gestionados, igualito que en el mundo físico, ya constituyen un gran y desagradable problema.
En el artículo “World Wide Shit: basura digital en las prácticas artísticas latinoamericanas”, la investigadora Lidia García identifica un espectro amplio que va desde la “materialidad amenazante de la chatarra tecnológica” y el uso artístico de desechos informáticos o, como ella lo llama, una estética trash, hasta la “ingente cantidad de despojos ideológicos (odio, racismo, machismo, troleo en general)”, sin contar con la basura digital propiamente dicha y el alto consumo energético. “Afrontemos lo que parece revelarse como una verdad evidente”, escribe, “en tanto que Internet no es sino un reflejo del mundo: gran parte de la Red es basura”.
Y en ese basurero descomunal buena parte de la información, la comunicación y el conocimiento digitalizados conviven con despojos varios. Considerando que, en términos de estructura, Internet es una enorme red informática compuesta por otras redes más chicas (la mamá de las redes), que recupera información de servidores o máquinas alojadas en diferentes lugares, determinar su tamaño exacto es improbable.
Aunque existen aproximaciones en zettabytes. Para tener una idea: un solo zettabyte equivale a 1 000 000 000 000 000 000 000 bytes, o mil trillones de bytes, o toda la información que alguien podría guardar en unos 17 200 millones de teléfonos celulares con capacidad individual de 64 gigabytes, o un video en alta resolución, a 1080 p (píxeles), de 36 millones de años. Es decir, más de lo que podrías consumir en cientos de miles de vidas.
En un estudio publicado en 2011 por la revista Science se intentó determinar cuánta información ha generado y almacenado la humanidad en soportes analógicos, como el papel y las imágenes y sonidos registrados en tecnologías anteriores a Internet, hasta la variedad de soportes digitales que se popularizaron a partir del último cuarto del siglo pasado.
Hasta 2007 esa cifra se calculó en 295 exabytes (1 exabyte equivale a 0,001 zettabytes), en 2011 toda la información producida en el mundo llegaba a 600 exabytes y, si se toma en cuenta que 99,9 % de todas las telecomunicaciones se han realizado digitalmente desde 2007, según el estudio en cuestión, y 94 % de toda información producida y almacenada corresponde a tecnologías digitales desde ese mismo año, no es difícil sostener que la comunicación y la memoria del mundo son, sobre todo, digitales.
Con la actividad de las 4,9 mil millones de personas conectadas a Internet, según el informe de conectividad de noviembre de 2021 de las Naciones Unidas, esos números cambian tan rápido como las agujas del reloj, y en los últimos años se han dado otras cifras también astronómicas, como que cada día se envían y reciben más de doscientos mil millones de correos electrónicos, y se publican cientos de millones de tuits, y se envían cerca de cien mil millones de wasaps (esto último, cortesía de Mark Zuckerberg con respecto al fin de año 2019-2020).

Además, posteamos miles de millones de veces en diferentes plataformas sociales y sitios web, y subimos videos, fotos, audios, jugamos, nos comunicamos, pasamos el tiempo, nos evadimos o entretenemos, interactuamos, compramos, sin contar con la información que generan las actualizaciones, automáticas o no, de aplicaciones, descargas, sistemas de posicionamiento, clics y el rastro, en general, que deja la vida en línea.
Basura digital: ¿cómo discriminar la pulpa?
Para dar una idea de la magnitud de la actividad en Internet, el exdirector ejecutivo de Google, Eric Schmidt, dijo que toda la información que la humanidad había generado hasta 2003, de acuerdo a sus estimaciones, unos cinco exabytes, se asemejaba a lo que en 2011 producía en solo dos días, y eso que las valoraciones sobre el tamaño de Internet generalmente no toman en cuenta la cantidad de información de la famosamente oscura, o no indexada a buscadores convencionales, deep web.
Sin embargo, un año antes (como para calmarnos los aires de creativos), un estudio publicado por el Internacional Digital Centre calculó que solo 25 % de todo lo que existía en la red era original. ¿Al resto, la copia de las copias, lo podemos considerar basura? ¿Quién puede verdaderamente discriminar la pulpa de lo que debería estar en el tacho o sencillamente ni siquiera estar, sin desestimar por ejemplo el valor que cada uno puede darle a la autoexpresión o sus recuerdos digitales?
Existimos usuarios que, por ejemplo, utilizamos una cuenta de correo electrónico solo para registros en sitios web, plataformas e instituciones y locales comerciales que, además de facturas, llenan día a día nuestras bandejas de entrada con todo tipo de información, boletines, publicidad y spam no catalogado por ellos como spam pero que no hemos pedido ni necesitamos.
Tengo un par de emails institucionales más, en los que pasa lo mismo (pero con información de esas organizaciones), y la cuenta que sí utilizo personal y profesionalmente, aunque he tratado de cuidarla, va por el mismo camino. Y eso, además del bombardeo informativo propio de las plataformas sociales, las cadenas que circulan por chats, correos, redes, los memes más populares, GIF, stickers, fakes, chismes, infoentretenimiento, trivialidades, tuits y retuits y demás recomparticiones que hacemos deambular por feeds o timelines propios y ajenos, los sitios que olvidamos a su suerte y la información o archivos que ya no usamos. ¿Los usuarios y las organizaciones somos conscientes de la cantidad de información basura que generamos y la energía que desperdiciamos?
La Agencia Francesa para el Medio Ambiente y el Control de Energía calculó que enviar un solo correo electrónico de 1 megabyte, es decir, con un texto y algún archivo o imagen adjuntos no muy pesados, produce diecinueve gramos de dióxido de carbono (CO2), debido al consumo energético y las emisiones que propician los servidores alojados en centros de datos. En 2007 el uso mundial de Internet y las tecnologías de comunicación provocó 830 millones de toneladas de CO2, según estimaciones de The Climate Group, y se esperaba que en 2020, más allá de la eficiencia de los dispositivos modernos, represente el 6 % del total de emisiones en el planeta: la industria automotriz era responsable del 9 % en 2019, según Greenpeace.
Enviar un solo correo electrónico de 1 megabyte, es decir, con un texto y algún archivo o imagen adjuntos no muy pesados, produce diecinueve gramos de dióxido de carbono (CO2).
Agencia Francesa para el Medio Ambiente y el Control de Energía
El país Internet: uno de los más contaminantes
La oenegé ambientalista más popular también hizo público que “si Internet fuera un país sería el sexto que más consume energía en el mundo”, conforme a datos de 2011 y publicó en 2017 su informe Clicking Clean: ¿Quién está ganando la carrera para construir un Internet verde?, donde reveló que el tráfico de datos crece a una tasa del 20 % cada año, liderado por los videos en línea, y que nuestra actividad virtual le cuesta al mundo casi 8 % de toda la energía que producimos.
Es decir que la inmaterialidad del entorno digital o, dicho de otro modo, el sistema de almacenamiento ofrecido por empresas especializadas en la gestión de datos informáticos, en lenguaje de cibernautas, la nube, sí contamina, y mucho. A manera de ejemplo, el periodista especializado en ciencia Raúl Limón calculó, en un artículo publicado por el diario El País, que la actividad en Internet de un sevillano de veinte años genera tanto CO2 anualmente como un viaje de mil kilómetros en carro.
Google hizo también la tarea, y determinó que los archivos olvidados en ese mundo etéreo, pero dependiente de servidores informáticos que ocupan espacio físico y energía de a de veras, significan seiscientas toneladas de CO2 (se necesitan más o menos seis árboles adultos para absorber una tonelada al año), de modo que recomendó mayor limpieza a sus usuarios: “Al eliminar estos proyectos, no solo puede reducir costos y mitigar los riesgos de seguridad, sino que también puede reducir sus emisiones de carbono”.
La chatarra tecnológica, conformada por todos esos aparatos que simplemente tiramos, computadoras, televisiones, celulares, tabletas…, con sus respectivos cargadores, baterías, cables y más, también viene al cuento, pues, si bien es parte del mundo físico, denota la mala gestión que hacemos con respecto a la actividad online.

En el informe Global E-Waste Monitor 2020 de las Naciones Unidas se dice que la humanidad generó 53,6 millones de toneladas métricas de basura tecnológica en 2019, o sea, 21 % más de lo registrado en los cinco años previos, o sea, más de lo que pesaría la construcción más grande de la Tierra, la Gran Muralla China (esto, una estimación del Foro Económico Mundial), y solo 17,4 % fue reciclado.
Los autores del informe, además, prevén que a ese ritmo produciremos 74 millones de toneladas de basura tecnológica en 2030, y atribuyen buena parte de la gravedad de esas cifras al corto ciclo de vida que ofrecen los fabricantes y las pocas opciones de reparación. Aunque, si se me permite, no hay que olvidar la responsabilidad individual y el consumismo tecnológico actual.
¿Qué hacer entonces? Producir menos cantidad y más calidad podría ser una meta para las industrias culturales, periodísticas o de ficción, para las organizaciones públicas y privadas, los usuarios y los productores de tecnología que, sabemos, se centran en actualizar funciones, modelos y vender más, no en ofrecer durabilidad. Está claro que, con sus diferencias particulares, el negocio de las plataformas, gestores de contenido o sitios web se beneficia del volumen (más cuentas activas son más usuarios y publicaciones), no por cerrar, aunque una limpieza masiva de nuestros archivos basura tampoco les vendría mal.
Las apps en permanente estado activo, actualizaciones, descargas de eso que jamás usamos y olvidar los dispositivos conectados también significan más gasto de energía, así como el tiempo excesivo en plataformas digitales, videoconferencias, juegos en línea y demás, por no hablar de los posts, correos, chats y archivos que almacenamos o enviamos por enviar. Ser selectivos con las plataformas o sitios que elegimos, e incluso con nuestras búsquedas, lo que compartimos y nuestras reacciones en línea, es una forma necesaria de ecologismo o sostenibilidad digital.