¡Basta!

Por Francisco Febres Cordero.

Ilustración: Archivo de Dinediciones.

Edición 445 – junio 2019.

Firma--Pajaro

Ahí estaba el féretro, cubierto por la bandera ecuatoriana. Al pie, una foto de él cuando era joven. La sala estaba llena. Había políticos, dirigentes sindicales, estudiantes, campesinos, intelectuales, obreros, ricos, pobres.

Su muerte era esperada. Había tenido una vida larga, llena de vicisitudes. Las causas de los trabajadores eran sus causas.

El derecho, su obsesión.

Fue profesor. Político siempre activo. Pero fue más, mucho más: fue honesto.

Y por eso, tal vez por eso, la gente seguía entrando a ese auditorio de la Universidad Católica que ya estaba lleno. Todos querían mostrar su admiración, su respeto, a quien jamás se dejó doblegar y nunca sucumbió a las tentaciones que le pusieron al frente aquellos concupiscentes que no tienen otra mira que el dinero y que buscan atesorarlo a como dé lugar.

Fue legislador. Fue candidato a la presidencia de la República. Fue gran lector y autor de libros.

Fue tantas cosas que sorprende.

Como sorprende que, ya a sus viejos años, haya seguido luchando en pos de una quimera: combatir la corrupción.

La gente lo escuchaba, la gente lo admiraba. Él era un ejemplo. Si él había —después de tantas cosas que fue— salido bien librado de las tentaciones, la honestidad era posible. La honestidad no era solo una palabra que había quedado perdida en algún rincón del diccionario, como si hubiera sido un arcaísmo.

La honestidad era una actitud.

Una forma de ser.

Una forma de actuar.

Y por eso, viéndolo como un ejemplo, la gente fue a rendirle su tributo.

Un tributo de silencio.

Un tributo de presencia ante su ausencia.

Entre tanta podredumbre, él se abrió paso para gritar ¡basta!

Gritó, para que un país somnoliento, adormecido, abriera los ojos.

Para que una patria, anestesiada, despertara.

Y, despertando, volviera a caminar por los rumbos de la decencia, del pudor, del respeto a los fondos públicos.

Por los rumbos de un pasado de decencia que los salteadores se encargaron de destrozar para imponer los suyos, que eran los de la ambición ilimitada para lograr su propio beneficio a costa del hambre de los otros, del dolor de los otros, del analfabetismo de los otros.

Y su figura se agrandó, se fue agrandando mientras ejecutaba su ímproba tarea. Fue agigantándose mientras de su boca brotaban sus denuncias certeras. Esas palabras con que latigueaba a los asaltantes de caminos, a los parias revestidos de un discurso altisonante que hablaba de manos limpias, sin enseñar las uñas ennegrecidas y curvas como garras con las cuales empuñaban todo aquello que no les pertenecía, con una avidez de halcones y un hambre de lobos de la estepa.

Por eso, el obrero, el político, el dirigente sindical, el campesino, el pobre, el rico, de pie frente a su féretro, le rindieron un homenaje que resultó, a la vez que merecido, enternecedor: el viejo Julio César Trujillo había muerto, pero ellos decían que no: que continuarán con la tarea.

Y también gritaban, como él a su momento, ¡basta!

Y, de pronto, Trujillo ya no fue uno: fue un ejército dispuesto a dar combate.

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