EDICIÓN 486

Barú se debate entre ese encanto natural que la convierte en un paraíso y las carencias de servicios básicos, por ejemplo, que la acercan al infierno. Sin duda, es un destino hermoso, pero hace falta mirarla desde adentro.
“Aquí, uno se aburre”, dice Cristian, joven venezolano de veintitrés años que administra uno de los 150 hostales que hay en la famosa isla Barú. Lo dice mientras lucha por acomodar sus rizos negros que bailan con la brisa fresca de la mañana, olor a Caribe. El agua del mar es turquesa y transparente a la vez; viene y va en silencio, al mismo ritmo de las palmeras. La arena, gruesa y blanca, acompaña el escenario perfecto para las selfis. Por donde se mire, uno se encuentra un fondo de lujo, de película, de luna de miel, de paraíso.
La playa está vacía. Basta entrar unos pocos metros al mar para ver peces de colores, erizos de mar y corales.
Barú es una isla de seis mil hectáreas que tiene la barrera de coral más grande de Colombia. La mayoría de playas son privadas, pero hay un corredor natural de alrededor de tres kilómetros de largo y no más de veinte metros de ancho, que junta Playa Blanca y Playa Tranquila.
Estas dos forman una finísima capa de turismo entre la orilla y un brazo de río, donde se asientan casas de madera casi desnudas, que ofrecen hospedaje; levantadas casi por equilibrio, sin ventanas y llenas de recovecos entre las que se acomodan las habitaciones o las carpas. Entre la paja de los techos caminan tranquilas salamandras y cualquier otro animal que emita sonidos delicados y guturales.
Frente a estas construcciones se pelean los pocos metros libres de arena unas camas de madera con cortinas blancas y colchonetas desgastadas que habrán cargado quién sabe con cuántos deseos y olvidos. Detrás de las fachadas con vista al mar se esconden, enredadas entre el manglar, la miseria y el abandono.
La isla Barú es casi un destino obligatorio para quien visita Cartagena, porque está al frente de sus costas. Hasta 2014 los nativos de Barú, que se distribuyen en tres pequeños pueblos (Santa Ana, Barú y Ararca) y suman un poco más de ocho mil habitantes, llegaban a tierra firme solo con botes. Ese año se construyó un puente que le quitó a Barú su prefijo de isla.
Desde las ocho de la mañana comienzan a llegar los visitantes por escala financiera: primero unos cuantos mochileros que vienen por la carretera, con grandes mochilas y poco dinero deben caminar por la estrecha playa, hasta el fondo donde están los hoteles más baratos.
A las diez de la mañana y durante un par de horas, llegan cientos de turistas clase media en lanchas que salen constantemente desde Cartagena. El trayecto marítimo dura 45 minutos. Ellos pagan en promedio cuarenta mil pesos por persona (diez dólares), que incluye el transporte y un plato de pescado con arroz y patacones, sin bebidas.
A partir de las dos de la tarde se van anclando los yates privados, propios o alquilados, y el glamur comienza a mezclarse con todo lo demás en esos metros de Caribe, en ese asfixiante ambiente de verano a más de treinta grados centígrados.
En Barú digan “no a todo”
“Qué vaina tan difícil vivir sin ti”, decía el vallenato del día anterior. A las 07:45 sonaba en La Reina 95.5, la radio más escuchada de Cartagena, según el taxista. La música, que se alternaba con crónica roja, acompañó esos sesenta minutos de ruta que une la terminal terrestre de Cartagena con el parqueadero de las playas más visitadas de Barú: “Ecuatoriano mató a su esposa embarazada”, fue la noticia que vino luego.
Dos kilómetros antes de llegar a esa callejuela enlodada y sin salida, que es la entrada terrestre a Playa Blanca, había decenas de hombres negros y mulatos que rodeaban a los autos.
―Ustedes digan no a todo. Digan que van donde doña M., que son amigos de Pololo Pacheco, que son amigos de los que venden ensaladas de frutas. Nada más.
Así se despidió el amable taxista mientras desaparecía entre ese soporífero calor. Con esa frase pudimos sortear la abrumadora bienvenida.
“Hello”, “I speak english”, “beer and food”, gritaban esos hombres que rodeaban autos y buses. Ofrecían comida, combos de cerveza con pescado y arroz al coco; ofrecían camas a la orilla del mar, habitaciones, masajes, agua, vestidos; ofrecían cargar la maleta; ofrecían llevarte donde doña M.; ofrecían llevarte a un mejor lugar que el de doña M.; ofrecían agua de coco, guías en español, en inglés, “bonjour”, “helados”, “zapatillas”, “trenzas”.

Casi no hay construcciones de cemento. A excepción de un par, todo es de madera. En Barú no hay agua potable ni electricidad
—Dicen que es porque así les gusta a los turistas ―confesó Cristian.
Al mismo ritmo que aumentaban los visitantes, aumentaban los vendedores ambulantes que ofertaban de todo: ensalada de frutas, coco loco, piñas, gafas y pedazos viejos de coral que uno podía encontrar a dos metros de distancia de la orilla. Vendían boyas, collares, cebiches, pistolas de agua, equipos para esnórquel, pulseras, aretes, tour a otras islas.
Pasó un vendedor de pulseras y ofreció sus productos a una familia bogotana que no respondió a su oferta. El vendedor les gritó: “¿Acaso están sordos?”.
Cada dos minutos alguien se acercaba a venderles algo, obligando a los turistas a calibrar la negación para que no sonara ni muy dura al punto de causar un altercado, ni tan suave que te quieran vender todo.
— ¿Ecuador?
—Sí, ¿lo conoce?
—Claro, yo estuve a unos metros de coronar el Chimborazo, pero por ayudar a otra persona, se nos hizo tarde y no llegamos ―dijo sin sonreír, Samir, el bartender de una covacha decorada con piezas de autos y dos camas colgantes al pie del mar.
Mientras preparaba la pizza, recordaba que en 2018 estuvo en el Ecuador.
—El problema es que me confundieron con venezolano; ¿si ve que hablamos parecido?
—Sí, tienen casi el mismo acento.
—Y justo ese año se levantó una ola de discriminación por un venezolano que robó a una chica en la terminal de Latacunga. Así es la vida. Mire, reina, le tocó a este pobre mochilero pagar las consecuencias.
Mientras Samir hablaba, se juntaron tres vendedores más, entre ellos, Mateo, de diecinueve años.
—Yo estuve tres meses en el Ecuador, visité Guayaquil, Playa Villamil, Crucita, San Vicente. Yo tengo familia allá. Cuando se me acabó la plata, me regresé.
Mateo nació en Barú. Tiene cinco hermanos. Su padre murió cuando era chico, su madre hace masajes y su hermana trenzas.

—Nosotros aquí vivimos del turismo. Por eso, durante la pandemia fue horrible ver esto vacío, ya no teníamos ni comida. Hasta las mujeres tuvieron que salir a pescar.
Vieron lo inimaginable, sus playas vacías. Esas que según un diario local para 2016 tenía capacidad para tan solo 125 personas y llegaron diez mil en un fin de semana.
—A mí me enseñó el abuelo a tejer las pulseras. Bueno, se les llama abuelos, pero son los viejos del pueblo. Agarró a un grupo de chicos de quince años y nos enseñó. Nos dijo que de esto viviríamos.
Y de eso vive Mateo. Vende en promedio sesenta pulseras diarias a cinco mil pesos cada una (1,25 dólares). Trabaja pasando un día. El otro lo ocupa en tejer su producto. Solo un hermano de Mateo fue a la universidad, los dos pequeños siguen en la escuela.
Mateo posó su canasta de pulseras en la arena y comenzó a contar las historias de piratas que le han contado en el pueblo y en la escuela. Sabía toda la trama de Los Castillo, esos españoles que se defendieron de los ataques de otros conquistadores invasores.
—En el pueblo sí tenemos un centro de salud que funciona, gracias a Dios. Allá sí hay agua y luz, gracias a Dios. Escuela primaria también hay. Ya si quieres estudiar el colegio debes salir a tierra firme.
Esto contaba Mateo en contraste con los mantras marqueteros que se escuchaban cada dos minutos de “Cómpreme uno de estos jueguitos para niños. Mire que somos pobres”. “Tengo hijos que alimentar”, es otro de los saludos de algunos vendedores. Aun así, toda frase terminaba con un “Dios bendito”, un “por Dios” o, si funcionó esa extorsión sentimental, un “a Dios gracias”. El amén es tan común como las pulseras.
Un chico baruense que trabaja con Samir pasó unos platos de comida sin cubiertos. Discutieron. “No escuche eso y mejor relájese con unos masajes, mi reina”, dijo una señora gruesa.
Se acercó una joven, la primera que vi sonreír, Argentina. Vive tres meses en Barú.
—Simplemente llegué y me quedé. Barú es hermoso. Pedí trabajo y Samir me lo dio. Atiendo este local y las horas libres las disfruto en el mar. Me gusta la calma.
La joven decía eso mientras desembarcaba el cuarto yate privado con tres personas vestidas de rojo que bajaron a tierra y se cayeron a golpes. No se escuchó lo que se gritaban porque dos raperos locales con un parlante negro improvisaban rimas, mientras rodeaban a un grupo de extranjeros que sonreían sin entender nada y soltaban, nerviosos, unos billetes.
Un burrito pasó cargado de leña.
—¿Qué hacen con eso?
—Es la leña con la que se cocina aquí. No hay otra manera. El señor se va al manglar de al lado y va recogiendo los palos secos. Todos los días trae seis paquetes y nos vende a quince mil pesos (cuatro dólares) cada uno. Así la gente se va haciendo sus negocios —dijo Samir mientras prendía un parlante a batería. Comenzó a sonar “No me acostumbro” de Rey Ruiz, el Bombón de la salsa. Luego, siguió un set de vallenato.
—Así se baila el vallenato. A dos ritmos por lado. Se baila en una sola baldosa.
—Hubo un asomo de sonrisa en los labios de Samir.
Todos los días son “así”
Son las cuatro de la tarde. El turquesa del mar desaparece entre los eufóricos turistas que gastan sus últimos minutos en las aguas de Barú. Unos se hacen la banana que se da modos para pasar entre las decenas de lanchas y yates. La adrenalina no estaba en caerse de la gran boya amarrilla, sino en el miedo de golpearse contra alguna embarcación. Niños con sus padres corren entre el agua para que los nuevos botes no los atropellen. En la arena se pide permiso para pasar y la gente casi desnuda se mezcla en una danza sin música. Caminan como si no supieran a dónde ir. Las huellas de las centenas de transeúntes se van borrando con las llantas de las motos que van y vienen todo el día trayendo unos pocos tanques de gas, garrafas de agua, comida, nativos y hasta tierra abonada.
—¿Eso es tierra abonada?
—Claro, y se vende bien —dice Samir—, no ve que aquí no hay nada para poner en las macetas y las plantas decorativas.
A las cinco dan la espalda las lanchas llenas de turistas de un día.
También se retiran los yates. Se llevan la música, los live de Instagram, las poses en la proa y las cervezas por terminar.
Los vendedores ambulantes hacen grupos y se regresan pagando entre cuatro un taxi que los dejará en alguno de los tres pueblos de la isla. Las ensaladas de frutas se rematan a mitad de precio hasta las seis.
A las siete suenan los generadores de energía de los hoteles que funcionan con el diésel traído desde Cartagena. Solo se permite cargar teléfonos celulares. Hay pocas luces que prender. Con muy baja presión cae el agua dulce en las duchas. Agua que también viene desde Cartagena tres veces por día en cargueros que se buscan un espacio entre las bananas, los turistas nadadores, los yates y las lanchas. Veinte litros cuestan veinte mil pesos (cinco dólares). Un váter normal utiliza entre diez y dieciséis litros de agua por cada descarga. Por eso, en Barú, los baños de los restaurantes y de la mayoría de los hoteles se limpian con agua del mar.
—El agua potable es un tesoro —dice, la última mañana, Cristian, el joven administrador.
Aquí todo es más caro. Todo cuesta el doble y más. “Llevarán sus propios galones de agua, sus cervezas, sus cigarrillos y lo que puedan”, nos gritaron días antes en la terminal terrestre.
Barú no tiene vida nocturna. La noche sigue virgen, con poca electricidad, sin altos parlantes ni gente bailando. A medianoche se puede sentir el silencioso movimiento de las diminutas olas caribeñas.
Al tercer día, a pesar de la bulla, las lanchas y miles de personas que intentaban acomodarse en ese hilito de Babel, ya dieron ganas de quedarse.

Antes de servir el desayuno, Cristian discute con la mujer que está en la cocina. Sale, se disculpa. Dice que hace dos meses que no ha tenido vacaciones porque el hijo de la dueña del hotel no viene y es el único que lo puede reemplazar. Cristian pregunta cómo es el Ecuador, dice que sueña con armar algún día una mochila y salir como han hecho muchos nativos de Barú. Como lo hizo Samir. Como lo hizo Mateo.
—Aquí los días son todos así —dice Cristian con un tono triste—, si no fuera por unos dos amigos que tengo por aquí cerca, ¿qué sería de mí?
Cristian dice que recibe en ese modesto hotel personas de todas las nacionalidades. Que a veces les pide que le enseñen a decir hola en sus idiomas. Cristian, por sus clientes, sabe que hay todo un mundo afuera de ese borde costero tan codiciado.
Cristian se queda esperando que el hijo de la dueña del local regrese, para tomar unos días libres y volver a Cartagena donde viven sus padres con su hermana pequeña.
Se siente un malestar. Los turistas sí debemos ser fastidiosos. Las mismas preguntas, las mismas negociaciones. Los mismos chistes en diferentes idiomas. ¿Qué tan divertido puede ser divertir a otros en un abrumador aburrimiento?
Pololo Pacheco nos manda un mensaje: “Ya estoy llegando a la entrada”. Él nos hace la vuelta para regresarnos por carretera a la ciudad. Volvemos a atravesar esos tres kilómetros de bulla, fiesta, bronca, besos, masajes, cansancio, sonrisas, Caribe, vacaciones, tedio, bronceados, trenzas, ensaladas de frutas, peces de colores, agua cristalina, fondos de pantalla.