La paliza de La Tolita 1 a la delincuencia

Delincuencia en el barrio La Tolita 1.
Fotografías: Alexis Serrano

En una de las ciudades más violentas del Ecuador, rodeado de algunos de los sectores más peligrosos de Esmeraldas, los vecinos del barrio La Tolita 1 hicieron “vaca” y mingas comunitarias para colocar 130 cámaras, un centro de monitoreo en la casa de uno de ellos y hasta una UPC construida en un contenedor de acero. Una historia sobre el poder de la organización barrial.

—Aquí la gente puede caminar tranquilamente —dice Fabián Recalde, al que todos nombran “nuestro líder”.

En esta ciudad llamada Esmeraldas, en la que las muertes violentas —muy ligadas al sicariato— se triplicaron en 2022. En esta ciudad donde ya no hay rincón en el que no esté alguien contando una historia de “vacunas”. (“A tal señor le pidieron la ‘vacuna’ y, como no les quiso dar, le balearon la puerta de su casa”). En esta ciudad en la que esta misma noche atacarán a tiros el auto en el que viaja la directora de la cárcel de mujeres y matarán a dos de sus ocupantes, aunque ella sobrevivirá.

En esta ciudad en la que mañana asomarán tres cabezas decapitadas, envueltas en fundas de basura. En esta ciudad en la que los locales comerciales cierran cada vez más temprano, de un país en el que cada vez hay más miedo. Precisamente en esta ciudad Fabián Recalde se atreve a decir que “aquí”, en este barrio del sur, “la gente puede caminar tranquilamente por la calle”.

—En La Tolita 1 hay la sensación de seguridad —asegura—. Aquí hay apenas un intento de robo de vez en cuando. Hay respaldo de los vecinos. Si todos ayudan, aunque haya miedo, no van a poder con nosotros. Pero, si yo estuviera solo, ¿cómo me meto a enfrentarlos?

Fabián Recalde
Fabián Recalde

¿Qué es este sitio diminuto desde el que todo se observa? Casi un cubículo oscuro, atiborrado de cuatro pantallas, dos computadores portátiles, aparatos electrónicos, cables por todos lados, un cuadro del escudo nacional… ¡Ah!, y una pila de jabas de cerveza porque antes aquí funcionaba una licorería llamada La bodega del rey. En las tres pantallas que están encendidas, a través de muchos cuadritos, se ven las calles del barrio La Tolita 1.

Es el cuarto de monitoreo del circuito de videovigilancia que montaron los vecinos —con 130 cámaras— para combatir la inseguridad, lo que le concedió a este barrio su momento de fama en esta ciudad. En las pantallas veo a alguien en bicicleta, alguien caminando por la avenida principal, alguien comprando en una tienda, un perro. Se me hace inevitable decir que esto parece un “mini ECU-911”, pero cuando se lo digo, a Fabián Recalde —el mentalizador de todo esto— la comparación no le gusta.

—Nosotros sí somos eficientes —me dice, con voz socarrona, y sonríe—. Nosotros sí atrapamos delincuentes.

La Tolita 1 es un cuadrante conformado por mil casas y rodeado de algunos de los barrios más peligrosos de la ciudad. Hace tres años, cuando todo esto empezó, los asaltos y los arranches crecían. Los delincuentes actuaban y escapaban por el bosque, encendido siempre por el sol esmeraldeño, que colinda con el río Teaone.

—Le robaron a mi hija aquí, delante de mi casa —cuenta Fabián Recalde, molesto ahora—. Ella estaba adentro, metieron la mano y le arrancharon la tableta. ¡Mi hija tenía seis años! Entonces, comencé a hablar con los más allegados y les dije que presentáramos un proyecto para hacer este sistema con todos los vecinos.

En plena pandemia reunieron quince mil dólares con cuotas, donaciones y gestiones varias, y compraron cien cámaras, quince aparatos DVR, tres alarmas comunitarias y tres altoparlantes para alertar cuando alguien extraño se acercara. También hicieron una minga para limpiar y colocar luminarias en el bosque, y cortar así la vía de escape.

Los vecinos hacían turnos y había quien se amanecía en este amasijo de cables y pantallas. Crearon un chat de WhatsApp entre ellos y otro directo con la Policía, evitaron así varios robos, y los crímenes se redujeron prácticamente a cero. Los diarios y los noticieros locales comenzaron a interesarse por ellos: era el barrio que venció a la delincuencia. Incluso, hasta este centro de monitoreo llegaron la alcaldesa, los concejales y más autoridades para preguntar cómo fue que todo esto pasó.

El método

El barrio La Tolita 1
La Tolita 1 es un cuadrante conformado por mil casas y rodeado de algunos de los barrios más peligrosos de la ciudad.

Son las cinco y se siente esa brisa que acompaña siempre las últimas horas de la tarde, una brisa que da un poco de sosiego frente a los efectos del calor. En la cancha, ocho jóvenes acabaron de colocar una red y ahora juegan un partido de voleibol; hay varias personas caminando, autos transitando por las calles, un cerrajero trabajando entre una lluvia de chispas y destellos de luz, una señora en una tienda que dice: “gracias a Dios, aquí no ha pasado nada”, un hombre colgando algo en una pared esquinera. Hay un leve bullicio.

—Yo no soy partícipe de las sirenas —dice Recalde y me explica que, por eso, no las usan tanto—. Si la tocamos, el ladrón se nos va; nosotros no queríamos eso, queríamos agarrarlo, darle un mensaje.
Recalde tiene 38 años, es alto y anda con gorra, jeans y chaleco. Cuando se refiere “al ladrón” y dice: “nosotros queríamos agarrarlo, darle un mensaje”, se refiere a propinarle una golpiza. Cuando lo dice hay en su rostro una expresión mezcla de revancha y de placer:

—Cogimos a un ladrón donde la señora de aquí atrás. Se llama Angelita la señora y se le metieron a la casa al mediodía. Ella no estaba porque trabajaba. Apenas vimos dónde se había metido, toda la gente estaba afuera, esperándolo. Llegó la Policía y nos metimos a la casa. Quiso escaparse por los techos, pero no pudo; estuvimos con bates, fierros y se le dio duro.

La terminología para referirse a estas palizas varía según el vecino; otros las llaman “masaje de bienvenida”. Muchas veces los vecinos salen a las golpizas usando algo que llaman “kit de intervención” e incluye chompa, pasamontañas y capucha, para que los delincuentes no los reconozcan. Atrapan al ladrón, le dan “el mensaje” y lo entregaban a la Policía.

(“Ante el abandono estatal, resistencia comunitaria”. Me robo la frase de una colega cuencana con quien crucé un par de mensajes justo cuando escribía este texto).

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La vaca

Recalde coloca un ventilador justo en la mitad entre el centro de monitoreo y lo que queda de la licorería La bodega del rey, su antiguo negocio. El líder cuenta esta historia casi de memoria, con los ojos rebosados de orgullo, bebiendo Coca-Cola helada en un vaso plástico, mientras su pequeño hijo lo interrumpe ávidamente una y otra vez.

La misma noche en la que Recalde y los primeros vecinos que creyeron en su idea se la plantearon a los demás en una reunión, reunieron seiscientos o setecientos dólares.

—Con eso compramos los primeros dos kits de ocho cámaras y al día siguiente comenzamos a trabajar. Incluso algunos vecinos que tenían cámaras privadas nos permitieron que las sumáramos al circuito del barrio, por eso, llegamos a 130.

Trabajaron muchas veces hasta las once de la noche. Mientras unos vecinos colocaban las cámaras y hacían las mingas de limpieza, otros colocaban las luminarias en el bosque, y otros preparaban la comida comunal. A ese ritmo, la colocación duró cuatro meses.

Si uno se fija, al caminar por las calles de este barrio las cámaras se materializan por todo lado: en lo más alto de un poste de luz, en un árbol, escondidas entre la maraña de cables que salen del tendido eléctrico o en la terraza de una casa. En muchas fachadas un adhesivo redondo que dice: “Seguridad Tolita 1. Mi vecino es mi familia”.

Los tiempos duros

La clave es el monitoreo. De nada sirve tener las cámaras para ver quién robó, dice Recalde:
—La manía de tener el control de todo funciona a veces. Es una manía de nosotros de estar pendientes de cada cosa que pasa.

Durante los dos primeros años, las cuotas mensuales de los vecinos permitieron pagar un sueldo para que siempre haya alguien sentado en el centro de monitoreo. Pero luego las distintas crisis económicas y el miedo a las bandas organizadas han hecho que cada vez menos vecinos aporten económicamente. Y ahora el monitoreo lo hacen Recalde y otros tres vecinos, obedeciendo únicamente a esa manía de estar pendientes de todo.

—Si aquí, en La Tolita, de ochenta que aportaban antes, siguen aportando diez, es bastante; con eso hacemos maravillas —dice Recalde—. Si diez aportan, hacemos milagros. Se ha hecho parte de nosotros este proyecto; aquí, pase lo que pase, aunque no dé nadie, va a seguir.

Hace casi un año, compraron un contenedor de acero, de esos coloridos que siempre aparecen en las fotos de los puertos marítimos, lo colocaron en la salida posterior del barrio y lo convirtieron —a la antigua— en un PAI, un puesto de auxilio inmediato. Le pintaron de azul y plomo, le pusieron electricidad, agua, baño, internet, e hicieron un acuerdo con la Policía.

El lugar tiene unos ocho metros cuadrados, con hamaca, televisión, algunas sillas y viandas regadas en la mesa y el escritorio, donde los vecinos suelen llevar a los policías la comida. Esta mañana hay tres pero, normalmente, me cuentan, suele haber cuatro.

Jorge Reina - La Tolita I
Jorge Reina

De pie junto a la puerta, los policías me explican que son rotativos, que suelen venir de distintas ciudades para quedarse una semana o dos, que ellos son de Quito; que son 150 en total los que van rotando por este PAI-contenedor. Lo único que no tienen es un lugar para dormir. Permanecen de siete de la mañana a seis de la tarde, hacen rondas y, si los vecinos notan algo sospechoso, ellos actúan enseguida. Justo en el árbol que está frente al PAI, a unos siete metros de altura, hay una cámara; los policías se tienen que ir. Es momento de hacer la ronda.

“Lo más importante”

Jorge Reina viste gorra, una camiseta maltrecha, sin mangas y pantalón plomo. Es otro de los vecinos que aún hace el monitoreo de las cámaras y quien puso la alerta cuando aquel ladrón se metió a la casa de la señora Angelita. Vive hace más de treinta años en el sector y, arrimado contra una pared blanca, en la mañana de un miércoles, me dice que él se gastó “cantidad” de balas de salva, disparando al cielo, cada vez que tuvieron que hacer una “intervención” para “dar el mensaje a un delincuente”.

—Hay que hablar de dos épocas —dice—. La que estamos viviendo ahora es de una inseguridad total, casi de terrorismo. Antes de la pandemia y durante la pandemia eran ladrones normales, arranchadores. Asaltaban a las personas cuando iban a la tienda. Muchachos menores de edad en bicicleta. Ese tipo de delincuencia fue anulada casi al 100 %. Sin embargo, incluso ahora que estamos como estamos, nuestro sistema evita que ellos tengan procedimiento libre para actuar.

Reina está convencido del poder de la organización barrial. “Incluso nos ha permitido tener limpio el sector, porque los vecinos saben que los estamos viendo y que, si sacan la basura el día que no es, les vamos a botar esa misma basura a sus casas”.

—Nunca se va a lograr el 100 % de participación de todos los vecinos —dice—, pero aquí, logrando el 50 %, se hizo bastante. Si lográbamos el apoyo del 70 % de los vecinos, se bajaba la delincuencia a cero. La presencia policial no puede ser 24-7 en cada barrio del Ecuador; por eso, la unión barrial es lo más importante.

Reina se despide. Se acerca el mediodía; de nuevo el sol en su momento más crítico, y el calor de Esmeraldas en su máxima expresión. Apenas a unas cuadras está la avenida principal, los restaurantes, cantidad de buses, las bocinas, los semáforos. De a poco, el bullicio de la ciudad va dejando atrás a La Tolita.

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