Por: Juan Fernando Andrade / @pescadoandrade
¿Ya viste Bardo?
No, ¿qué tal? ¿Hay que verla?, ¿se deja ver?
Buenísima, onírica. El man se burla de sí mismo.
Por fin.
Onírica parece ser la palabra clave. La usan, dentro de la película, los que atacan al protagonista y la usan, fuera de ella, los que aún creen en Iñárritu y lo defienden.
Onírica, adjetivo, quiere decir: del sueño o relacionado con las imágenes que se imaginan mientras se duerme.
Bardo, nombre masculino, quiere decir poeta, especialmente cuando recita sus poemas en público.
Allá tú si, con esta información bajo el brazo y entre las orejas, decides ver una película que se llame Bardo y por género escoja identificarse como onírica.
Yo la vi. Y lo más cinematográfico que puedo decir al respecto es bien por él, bien por Iñárritu. Aguante. Bravo. Viva el cine.
Lo más televisivo que diré, en cambio, es lo contrario: no veas entrevistas del director mexicano hablando sobre su nueva película porque, irremediable e insalvablemente, encontrarás el fin de la broma y el peor de los desenlaces posibles, el fin de la risa.
Dicho lo cual, ojalá siga haciendo películas como esta, que, para empezar, pueden distraer a una persona por bastante más que diez minutos, y que, para continuar, pueden llevarte a pensar que el presupuesto y la fama y las condiciones que estos factores producen sirven para un fin mayor: continuar siendo uno mismo pero con mejor presupuesto y algo/bastante de fama.
Da la impresión de que ya nada le importa o nada le importa tanto, que se concentró en filmar y no en salvar al mundo, que sabe lo que puede poner en escena y exagera la estética consciente de que es precisamente aquel exceso el que lo debilita frente a otros, no frente a él.
Iñárritu parece decir, sin falta alguna de razón: no vengan de a uno ni vengan de a diez, vengan de a miles o de a millones.
Con Bardo se acaba la discusión: el cineasta que hace veinte años (veintitrés para ser exactos) abrió el siglo del cine latinoamericano con Amores Perros, que hizo que muchos estudiantes y creadores se jugaran la vida, ha salvado y refinado el pellejo, pretende conservarlo y hará lo posible por no sentirse muy mal en el intento.
Sobran, en YouTube y otros hoteles de paso, las opiniones honestas que acusan a Bardo de aburrida y superficial, como si no se pudiese decir lo mismo de las cintas anteriores de Iñárritu. Para este punto, y afortunadamente, la obra del cineasta superó hace rato el carácter de primicia, se trata más bien de un territorio imaginado al que uno va o del que uno se retira por cuenta propia, como corresponde.
Pero algo, entre esas opiniones, se mantiene. Se dice que la escena en el baño, en la que el protagonista tiene un encuentro, de nuevo, otra vez, onírico con su padre, es la mejor. Esto porque se siente sincera y en ella se escuchan verdades.
Por verdades, asumo, se refieren a líneas de diálogo como ésta: Caminar, comer, ir al baño, todo se vuelve un problema. Y nunca nadie nos habla de eso.
A ver. ¿Quiénes son los oníricos ahora?
Eso de que la vida, como esta columna, se va volando y se va complicando, se dice y se repite y se vuelve a decir todos los días, en cualquier sitio, no hace falta ir al cine para tenerle miedo a la vejez.
Y esto: si algo folklórico y derrochador tiene Bardo, es la canción de Bowie.
Y lo mejor: la versión a capella de Mi niña, de José José, el Príncipe de la Canción. Príncipe quiere decir príncipe y canción quiere decir canción.