Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 428 – enero 2018.
La oficina del empleo es una casona gris, no solamente porque esté pintada de ese color, que más bien está despintada, sino por ser insípida, inhóspita, sin alma. Empieza por un largo jardín de plantas secas, gatos vagabundos, jóvenes árabes fumando con una desidia ejemplar, y termina en una sala larga como un hospital para indocumentados. Allí, aterrizan los desocupados del mundo y uno que otro francés. Allí, esperan su turno para ser llamados a uno de los veinte cubículos numerados de los orientadores laborales. Cada vez me pregunto por qué no hay vomitorios. Hay un vacío transversal en el aire o bajo los zapatos. Una ansiedad confusa, parecida a la que en mi país encontraba, por ejemplo, en ciertas oficinas públicas. Es evidente que nadie tiene esperanza de salir de aquí con un empleo, y no es eso precisamente lo que agrede o angustia, sino que este engranaje sórdido funciona gracias a que hay desocupación. Funciona, mejor dicho, para que el nivel de desocupación se mantenga, ya que en otros niveles menos discernibles el empleo necesita del desempleo. Algo así como la paz necesita de la guerra, dios del diablo, la vida de la muerte. En la actualidad, se oyen tantas cosas aparentemente desquiciadas, ignominias que dan terror, como aquella de que el cáncer tiene remedio, pero su estigma de irremediable es vital. Se necesita del miedo para que funcione el turismo, como del hambre para que funcione la industria armamentista. En todo caso, viniendo a estas agencias de empleo, nadie sale de la desocupación, nadie llega en busca de empleo. A estas agencias se viene y se cumple una obligación semejante a la del convicto con libertad condicional, categoría que le obliga a presentarse en la comisaría de manera periódica. Pese a la calefacción exageradamente alta, aquí se tiene frío, o más bien escalofrío, y un silencio que huele a éter. Y, claro, como un puño, te agarra la desazón. En este microclima puede darse el desdoblamiento de un buscador de empleo a loco, que acribille entre gritos animales al resto de buscadores de empleo y se ensañe con los verdosos funcionarios. Hasta la luz parece luz de rayos equis. Y la sola, legítima y destellante luminosidad está en el rostro de ciertas buscadoras de empleo. En mi país serían reinas, hadas, musas, y acá son muchachas sin empleo mordiéndose las uñas, metidas en sus teléfonos.
Tengo cita con un orientador laboral porque, si no encuentro un trabajo aunque fuera a medio tiempo, en menos de tres meses, perderé la pensión social que me permite vivir bajo techo y comer carne al menos una vez a la semana. Acá todo funciona perfecto, de tal manera que la máquina expulsa de su funcionamiento aquello que intenta obstruirla, sea persona, animal o cosa. Tan perfecta es la máquina que cuenta obviamente con un apartado para los desechos, sean o no sean materia de reciclaje. En el otoño anterior, por ejemplo, media docena de clochares tenían su squatter en un halle penumbroso del edificio esquinero. Con tereques recogidos de la calle: sofá cama, mesa y sillas disímiles, lámpara de pie con foco moribundo, incluso un cuadro abstracto mal colgado en el solo muro, sugería una penumbrosa sala hogareña. Y, a su vez, sin fachada ni puertas ni ventanas, parecía un escenario adecuado para una pieza de Beckett. Se los veía tan de cerca en su cotidianidad, mucho más que en un reality show, y al mismo tiempo como si estuviesen viviendo en otro mundo, en otro tiempo, en la orilla opuesta de un abismo. Allí, los seis clochares navegaban en vino y latas de cerveza, pinchazos, un clarinete que sonaba falso, y una legión de perros obesos, dedicados al sueño sin ningún sobresalto. Alguna madrugada que pasé ante ellos, los vi sumergidos en una anémica luz, como si perteneciesen al mundo fotográfico de Erwin Olaf. Tres de ellos estaban desparramados donde les mató el sueño. Una pareja sin edad intentaba amarse pero les tironeaba hacia abajo la enfermedad o la borrachera. Una esquelética mujer de cabeza rapada tarareaba Bang bang, con una voz de vieja niña buscando a su madre ya sin esperanza. De ello hace un medio año. En ese sitio, hoy funciona una heladería italiana color verde pistacho, en la que también venden pizzas en cono de helado.
Me llama el orientador del cubículo 7. ¡Duro con él!