Un subidón bajo los puentes de Ciudad de México

Ciudad de México
Fotografías: Caridad Bermeo.

En la capital del país norteamericano se ha decidido aprovechar estos espacios para el ocio: parques, gimnasios, restaurantes o centros culturales llenan estos rincones.

El olor es una extraña mezcla entre frituras y el humo que dejan los camiones después de avanzar varios kilómetros en una autopista. Aquí la comida no se refugia del incesante despliegue de esmog propio de las grandes ciudades. En este lugar los alimentos abrazan esa condición urbana.

No hacerlo sería una traición a la naturaleza misma de este espacio: un patio de comidas bajo un puente y en medio de una de las avenidas más transitadas de Ciudad de México. La capital del país norteamericano —por la que pasan a diario unos veintidós millones de personas— empezó a ejecutar en 2014 un programa para recuperar y aprovechar estos rincones. Se distribuyen porcentualmente entre zonas de uso público, locales comerciales y parqueaderos.

El gobierno local se concentró especialmente en los que ocupan Circuito Interior, una vía rápida con puentes y pasos a desnivel que rodea al centro de la metrópoli. Es ahí donde están los más grandes proyectos de la capital: gimnasios, salas de conciertos, parques infantiles, tiendas y restaurantes. El programa pretendía recuperar 71 de los 74 bajo puentes —así se denominan estos sitios— de la ciudad. Sin embargo, hasta este año, casi una década después, el número total de puentes intervenidos sigue sin ser público.

Para el investigador David Alvarado, la recuperación de bajo puentes no puede ser llamada un programa, ya que no cuenta con un documento oficial que defina los objetivos y el marco legal detrás de estas intervenciones. Para el proyecto de investigación que realizó para obtener su maestría en Diseño y Estudios Urbanos, en la Universidad Autónoma Metropolitana, Alvarado hizo una solicitud de información a la Autoridad del Espacio Público (ahora extinta), que solo confirmó su sospecha: no existe un papel en el que se determinen los lineamientos del proyecto. Por esto, llegó a la conclusión de que la única forma de definir legalmente estos espacios era el convenio entre la administración y las entidades privadas que adquieren una concesión para usarlos.

Esto se hace a través de permisos temporales de explotación, que son los que finalmente están detrás de las mejoras para los vecinos, según la investigación de Alvarado. “Se conceden diversos derechos de uso del suelo, con la condición de mejorar la infraestructura y hacer de estos bajo puentes lugares que permitan la integración del peatón”, remarca en la investigación. Estas descripciones coinciden con la falta de transparencia que el gobierno de la capital ha mostrado a lo largo del despliegue de estas mejoras. Se ha limitado a publicar pastillas informativas sobre la inversión en cada uno de los desniveles.

Por ejemplo, el segundo de los proyectos estuvo concentrado en el bajo puente de la avenida Universidad, al sur de la ciudad y donde se encuentra el patio de comidas. Este hoyo entre dos grandes avenidas aloja a los Supertacos Chupacabras, toda una institución en la capital mexicana. Lleva más de quince años sirviendo en ese mismo punto, en el que ahora hay ocho locales de comida.

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La legendaria taquería está rodeada por una cafetería, un asador y una crepería. En medio de los locales una veintena de mesas acoge a diez grupos de personas. Pese a estar frente a un centro comercial, el patio tiene una buena clientela. Testimonio de la profunda tradición de la comida callejera en la capital mexicana, visible en los miles de puestos coloridos que se alinean en sus calles y avenidas.

El ruido de los vehículos se interrumpe por unos segundos mientras los encargados de Chupacabras reparten tacos entre sus clientes. Justo enfrente, Santiago y Rodrigo atienden la cafetería The Italian Coffee Company. Ambos llevan trabajando menos de tres meses en esta barra, pero cuentan que la franquicia lleva abierta más de un año.

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Supertacos Chupacabras y The Italian Coffee Company forman parte del programa Bajo Puentes que fue lanzado en 2009 por la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda del Distrito Federal.

En medio de sonrisas confiesan que la limpieza sí les da más trabajo que en otros sitios: “Pero los alimentos están protegidos”, aclara Santiago, “tienen la misma calidad aquí que en todos los demás locales”. En la conversación los dependientes se aseguran de remarcar que el patio de comidas es un espacio público, no se necesita ser cliente de ninguno de los restaurantes para usar una mesa. Pese a esto, todas las que están ocupadas tienen al menos un plato sobre la mesa.

Un cartel, que recuerda a las marquesinas de los cines antiguos, anuncia la entrada al multifloro Bajo Circuito. Debajo del puente de las avenidas Circuito Interior y Juan Escutia, el primero que se intervino en la ciudad. Una pequeña barra y una mesa reciben a quienes se aventuran dentro. A simple vista, parecería una pequeña cantina callejera.

Bastan nada más unos pasos en la rampa que lleva al piso inferior para realmente dimensionar el espacio. Luces de colores iluminan un pequeño escenario en el fondo del salón, en el que se reparten una docena de mesas. A la izquierda, justo frente a la entrada, un barman atiende a los primeros clientes de la noche. Han venido para ver un concierto: cuatro bandas, tres locales y una estadounidense, por entre 100 y 180 pesos (de cinco a nueve dólares) por entrada.

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La sala de conciertos da la sensación de estar en un bar subterráneo, al estilo de The Cavern Club, sitio mítico de Liverpool donde The Beatles comenzaron a tocar a principios de los sesenta. Esto le da un doble sentido al adjetivo underground con el que se clasifica a la contracultura o la música independiente. Antes del concierto, el público aligera la espera con vasos altos de cerveza y picadas para compartir, que volverán a surtir en los intermedios. De pronto las luces se apagan y la primera banda toma el escenario. Más de la mitad del centenar de personas que acudió al evento se agolpa a los pies del escenario, mientras meseros e ingenieros de sonido buscan pequeños huequitos donde trabajar.

La primera en lanzarse a la tarima es Various Blonde, la estadounidense, con un vibrante tono roquero que recuerda a las bandas de los primeros años de este siglo. “Fue una experiencia increíble, no noté que estábamos debajo de un puente hasta hace un momento.

Es decir, puedo ver que está ahí, pero no es posible escucharlo cuando estamos dentro”, valora Joshua Allen, vocalista de Various Blonde, la banda originaria de Kansas City que abrió el espectáculo. Es su primera presentación en Ciudad de México y asegura que no podría estar más contento con el resultado: “Me parece genial que le den un uso a este espacio, por dentro parece un club como los de Nueva York, pero es muy único. Superó nuestras expectativas”, concluye contento.

Pilares para la comunidad

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Bajo Circuito Multiforo Urbano, ubicado en el bajo puente de Circuito Interior en la colonia Condesa, el primer puente que se intervino en la cuidad.

Una pesada reja metálica bloquea el acceso a la escuela de judo del bajo puente en el cruce entre las avenidas Circuito Interior y San Cosme. A simple vista, se podría pensar que se trata de un garaje o galpón para vehículos. Pero la presencia de Juan Robles y su nieto Alonso, de siete años, rompe con esta idea. Ataviado con el uniforme de judo, Alonso corretea por el pequeño terruño que, detrás de la puerta deslizable, hace las funciones de vestíbulo para este gimnasio. Él y sus amigos juegan a las traes (cogidas), con una modernización: incorporan los movimientos del popular anime Dragon Ball.

“Estoy en base”, grita uno de los dos amigos del pequeño judoca, tratando de evitar ser eliminado del juego. Al fondo una lona con información del gimnasio hace de cortina para ocultar un enorme galpón en el que solo hay un par de carros y más tierra. Una leve brisa mueve la base desgarrada, abriendo el espacio para que los curiosos se asomen. En las demás paredes cuelgan carteles similares con más información sobre el arte marcial y las clases. El correteo de los niños para cuando la senséi llega y abre una pequeña puerta a la izquierda: dentro el dojo se abre como un espacio inesperadamente grande. Un refugio del ruido de la calle.

En la oficina su esposo, el senséi Ricardo Rodríguez, narra la historia detrás de este pequeño gimnasio que ha querido abrirse paso como un pilar en la comunidad del barrio San Rafael (centro de la ciudad). Cobran cuatrocientos pesos al mes (unos veinte dólares) y con eso garantizan su supervivencia. “El judo te ayuda a forjar carácter, a equilibrarte mentalmente y fomenta la salud. Hay muchas menos enfermedades, mucho menos alcoholismo o drogadicción”, asegura.

En el fondo la voz de su esposa se alza por encima de la conversación con instrucciones ininteligibles en medio de su clase. A las espaldas de Rodríguez se alzan los diplomas y reconocimientos del gimnasio, que ocupan casi toda la pared.

Rodríguez está orgulloso de su contribución para mejorar el barrio: “Aquí había antes mucha drogadicción y mucha situación de calle y ya no”, cuenta, mientras explica que él inauguró ese espacio en 1999, quince años antes del programa de recuperación del gobierno local. “Hemos dado clases a niños de la calle y a hijos de conductores de microbús, así empezamos”, explica el entrenador de 55 años, “han pasado cinco generaciones y hemos tenido campeones de olimpiada nacional”, cuenta, mientras desvía la mirada hacia las dos grandes peceras que decoran la entrada de su oficina.

Cuando todo esto empezó, Rodríguez era el presidente de una ruta de transporte público. Adquirió un permiso para usar el espacio bajo el puente para estacionar los microbuses. Poco después destapó lo que creía que sería un pequeño hueco subutilizado en la parte de atrás, para encontrar un enorme espacio. Decidió convertirlo en un gimnasio para compartir su pasión por el judo, un deporte que ha practicado durante cincuenta años.

Lo construyó poco a poco, con mucho esfuerzo económico, laboral y deportivo, hasta consolidarse como una buena alternativa para los hijos de sus colegas y los niños del barrio. “Estuvimos así hasta 2013 cuando empezaron con locales y la recuperación de espacios. A mí me retiraron para poner los negocios y nosotros nos pusimos a defender la cuestión deportiva y cultural”, asegura. Lo hicieron con una sesión de veinticuatro horas de entrenamiento, una guardia para evitar que los saquen de su gimnasio. Ganaron y Rodríguez dejó el volante para dedicarse completamente a su pasión.

El bajo puente de San Cosme no está entre los más grandes de la ciudad, se extiende solo por un par de cuadras. Caminando desde la escuela de judo hacia el oeste, se puede pasar por La Esperanza, una cadena de pastelería que tiene locales en varios de estos espacios. Frente a ella, cruzando la avenida, está el parque para patinetas Skatopista. Quinientos adolescentes pasan por este conjunto de pistas y saltos cada día, según los datos de 2014 —los últimos disponibles— de la Secretaría de Desarrollo Urbano y Vivienda de Ciudad de México. Es un conjunto de rampas y desniveles con paredes oscuras tatuadas con decenas de obras de arte callejero, autoría de quienes ocupan este espacio. Quien entre al lugar será recibido por una pintada con el claro lema de quienes practican deportes aquí: “Vive y deja morir”.

Ciudad de México
Uno de los lugares más visitados por los jóvenes que practican el skateboard es la Skatopista, ubicada en Circuito Interior sobre Calzada México.

“Me gusta porque nadie se mete con nadie y es un espacio pacífico”, cuenta Adri, de dieciséis años. Es más complicado de lo que parece: en el bajo puente confluyen patinadores, ciclistas y artistas. Todos ocupando las pistas y vigas a distintas velocidades y con distintos propósitos. Pero alcanzan una armonía natural. Nadie choca con nadie. Mientras un chico practica y graba sus hazañas en una bicicleta BMX, un grupo de patinadores ocupa el mismo tazón para sus propósitos, esperando su turno. A la derecha un grupo de adolescentes practica movimientos en el área plana, mientras sus amigos ríen sentados en un círculo.

En la viga de enfrente, cuatro jóvenes pegan su arte en las paredes. Se trata de Ronald, Emilio, Alejandra y Bruno. Los cuatro amigos se están iniciando en el mundo del arte urbano con pegatinas. Con una brocha gruesa reparten goma blanca en toda la parte de atrás de sus creaciones, que luego pegan con cuidado sobre la pintura negra. Una calaca, un collage con caras y un gato caricaturizado. Todos colocados en perfecto orden. “No está nada mal para ser la primera, ¿no?”, se reafirma Ronald al mirar su calaca nuevamente. Este bajo puente podría ser el origen de su carrera artística.

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