Por Paulina Gordillo Tejada
El color, además de un fenómeno físico y sensorial, es un hecho; gracias a los colores, las sociedades clasifican, proclaman, asocian y oponen

“Triturar arena del desierto de Egipto junto con cuarzo, silicato de calcio, azurita y carbonato sódico hasta obtener una mezcla fina como la harina. Revolver con limaduras de bronce y cobre de Chipre hasta formar una masa compacta. Colocar en una orza de barro dentro de un horno. Con la elevada temperatura del fuego se produce un intercambio de vapores y la eliminación de las propiedades originales, y se adquiere un color azul”.
Si desea obtener un azul que dure para toda la vida, siga paso a paso esta receta que el general romano Marcus Vitruvius publicó en su libro De architectura, en el siglo I a. C. Y es que los auténticos inventores de este pigmento, el primer color sintético de la historia, no la dejaron escrita, pero sí plasmaron sus resultados en monumentos tan insignes como el busto de Nefertiti. De azul pintaron su corona.
El ejemplo más antiguo de azul egipcio data de hace unos cinco mil años y fue hallado en la tumba del último faraón de la Primera Dinastía. En 2015 un grupo de investigadores españoles publicó en la revista Inorganic Chemistry, un estudio sobre el comportamiento molecular del antiquísimo color. Confirmaron que, sometiéndolo a 800 °C, “los átomos de cobre se separan tanto unos de otros que emiten luz infrarroja”. Sus aplicaciones serían muy útiles en nanotecnología.
Lo cierto es que, antes de los egipcios, la opción de reproducir una tonalidad tan presente en el Planeta Azul, aunque tan escasa en la naturaleza, fue prácticamente nula. Los artistas rupestres carecían de materiales con los que obtener un azul tan estable como el rojo, el negro o el blanco, la tríada de colores dominante en las sociedades antiguas.
Tuvieron que pasar miles de años para que una civilización asentada a orillas del Nilo experimentara con una serie de compuestos minerales y lograra un color que cambiaría el curso de la historia. Porque el color, además de un fenómeno físico y sensorial, es un hecho de sociedad. Gracias a los colores, las sociedades clasifican, proclaman, asocian y oponen.

Un estudio que la firma de investigación de mercados YouGov realizó en 2015 concluyó que el azul es, actualmente, el color más popular del mundo. Lo prefieren, incluso, los chinos, para quienes el rojo y el amarillo son, por tradición, los colores de la suerte.
Ahora bien: esta azulmanía es, en realidad, “bastante” reciente. Hace siglos, como explica el historiador francés Michel Pastoureau en su libro Azul, historia de un color, su dimensión simbólica era “demasiado débil para transmitir ideas, suscitar impresiones fuertes u organizar códigos y sistemas”. Que en la actualidad lo prefiramos significa “una inversión total de valores”.
El innombrable
Existe un tipo de daltonismo que se llama tritanopía, que impide ver la mayoría de tonalidades de azul. En el siglo XIX circuló la hipótesis de que los antiguos mediterráneos eran tritanómalos. En sus lecturas de la Ilíada y la Odisea, al británico William Gladstone no se le escapó el detalle de que Homero nombraba repetidamente al rojo, el negro o el blanco, pero jamás el azul. Para el poeta los cielos eran sonrosados y los mares de color vino.
El filólogo alemán Lazarus Geiger se interesó por el descubrimiento de su contemporáneo y fue más allá. Analizó sagas islandesas, antiguas historias chinas, una versión primigenia de la Biblia y el Corán. “Estos himnos están llenos de descripciones de los cielos”, escribió. “El Sol y el enrojecimiento de la madrugada; el día y la noche; las nubes y los relámpagos (…), pero hay una cosa que nadie podría aprender de estas canciones antiguas y es que el cielo es azul”.
En una entrevista para el Paris Review, el lingüista Guy Deutscher explicaba que los antiguos “encontraron un nombre para el rojo antes que el azul, no porque pudieran ver el primero antes que el segundo, sino porque encontramos nombres para lo que creemos que es importante hablar, y el rojo era más importante —¿cuál puede serlo más que el color de la sangre?— en la vida de las personas en todas las culturas”.
Cuando los romanos llegaron a Egipto se percataron de la fastuosidad que el wꜣḏ (azul en egipcio) confería a los monumentos de este asombroso imperio. Lo rebautizaron como caeruleum. Con la caída de Roma en el 476 d. C., la producción sintética del azul egipcio también cayó, aunque en el olvido.

De b a V
Aunque el azul fue extraído por celtas y germanos de una planta conocida como glasto, ante los ojos de romanos y griegos resultaba denigrante y, cómo no, bárbaro. Tenemos que saltar más de mil años para presenciar la evolución de un color bárbaro a un color verdadero. Pastoureau nos lo cuenta: “En unas pocas décadas entre el siglo XII y XIII, el azul adquirió tal valor económico y social que se convirtió en el color de la aristocracia”.
En el arte gótico del siglo XIII el azul se reconcilia con Occidente como alegoría de la virtud de la madre de Dios y la luz divina. En las vidrieras catedralicias adquirió un rol protagónico. De azul se vistieron reyes y nobles, y azul fue el color de su poder, pues no tardó en aparecer en los símbolos heráldicos de las principales dinastías.
Este giro tuvo, ante todo, un impulsor: el lazuwárd o lapislázuli, una gema semipreciosa atesorada por civilizaciones orientales durante milenios y que solo podía extraerse de las canteras de Hindú Kush en Afganistán.
Su primer uso como pigmento data del siglo VI y VII d. C, en unos templos-cueva zoroastrianos afganos. Fue en ese último siglo cuando el lazurd —así lo abreviaban los comerciantes árabes— arribó a Venecia y se tornó en la obsesión europea. En latín medieval se le llamó azzurum ultramarinus. Entró en el léxico español a través del francés azur.
El costoso mineral pronto rivalizó con el oro. En su libro La psicología del color, la socióloga Eva Heller cuenta que Alberto Durero llegó a cambiar “sus obras valoradas en doce ducados (unos 41 gramos de oro) por treinta gramos de azul ultramarino”. En Francia se comerciaba a cuatrocientos francos la libra (unos 430 dólares actuales). A día de hoy, la libra ronda los 150 dólares.
La quintaesencia del color fue la estrella indiscutible del Renacimiento. Da Vinci la hizo brillar en La última cena o La Virgen de las Rocas, Miguel Ángel lo usó en grano para los frescos de la Capilla Sixtina, Raphael en La madonna de Alba o La transfiguración.
El maestro barroco Johannes Vermeer, autor de La joven de la perla, estuvo a punto de la bancarrota a causa del dichoso polvo. Varios colegas, temiendo correr su mala fortuna, optaron por dar las primeras capas de azul con azurita —un pigmento a base de carbonato de cobre muy socorrido pero que al tiempo se tornaba verde— y recubrirlas con una última capa de ultramar.
Años más tarde la solución natural la trajo el índigo o añil, un pigmento que se obtiene de las hojas de la Indigofera tinctoria que crece en India y en otras zonas tropicales del mundo. Tras la llegada de los europeos a América, nuestro continente se convirtió en uno de los principales proveedores de este color.
Made in América
Si conseguir la arena del desierto egipcio le resulta complicado, pruebe con esta receta del pintor quiteño Miguel de Santiago: “Poner añil en grano con meados cuarenta días; sacar y desaguar ocho días poniéndole alumbre de Castilla cada vez que remude el agua. Molerlo con aceite de lino y ponerlo en un horno hasta veinticuatro horas. Sacar y poner un poco de vidrio molido que es muy bueno”.

En su ensayo Colores en los Andes. Hacer, saber y poder la historiadora Gabriela Siracusano cuenta que el anir, annil, mintli, xiuhquilitl “fue uno de los colores más utilizados en los talleres cusqueños y quiteños, ya que su precio no era elevado y servía para cubrir bien las superficies”.
La azurita fue otro de los pigmentos predilectos de los pintores andinos: “Este color se comercializó en todo el virreinato, proveniente tanto de vetas europeas como las de Santo Domingo y la zona cordillerana”. Lo encontramos en obras barrocas de maestros como el mismo Miguel de Santiago, Bernardo de Legarda o Diego Quispe.
El triunfo definitivo
La apoteosis artística del azul ocurrió en el siglo XVIII. El descubrimiento accidental en 1704 del berlinés Heinrich Diesbach, de un nuevo pigmento artificial bautizado como azul de Prusia, desembocó en una nueva era para el azul: la de la libertad y el progreso. “En Francia nace el azul como color político, el color de los defensores de la República (…) y, más tarde, de liberales y conservadores, en clara oposición al rojo socialista”, señala Pastoureau.
A principios del siglo XIX las autoridades francesas encargaron al químico Louis Thénard la búsqueda de un sustituto asequible para el azul ultramar. Thénard estudió antiguas manufacturas de vidrio esmaltadas con azul cobalto y, tras un proceso sintético, el nuevo pigmento dejó de ser un producto de lujo.
Su fórmula fue utilizada por los románticos para representar la melancolía y los sueños. Las paletas de los impresionistas se rindieron a él —¿quién no guarda en la retina los vívidos mares de Renoir o las noches estrelladas de Van Gogh?—. Para el expresionismo de Kandinsky, el blaue era la llamada del infinito; para Picasso, que le entregó tres años de su vida, fue el color de los labios sin sangre, la miseria, el hambre; para Guayasamín fue el arma que golpeaba el duro corazón de los hombres.