Por Diego Pazmiño
Edición 460 – septiembre 2020.
Fotografías: La Flor y El Ojo, Karina Terán
Cada familia cuenta una historia que no es la propia sino la de una pequeña y compleja civilización en sí misma. Algunas heredan a sus descendientes títulos, posiciones, contactos. Y otras simplemente siguen un camino que parece trazado por un orden superior, tan maravilloso como inevitable.

Clan Cachimuel
Cada vez que me acercaba a la puerta del cuarto en el que estaban reunidos los hermanos Cachimuel, escuchaba la canción que estaban tocando al otro lado. Son once personas y nunca dejan de tocar sus instrumentos. Necesitaba hablar con ellos, pero sentía que estaba interrumpiendo una celebración. Igual me contestaron de la manera más entregada; tomándose su tiempo, pensando y desarrollando cada respuesta. Pero yo, francamente, prefería retrasar mi entrada. Primero porque me gusta escucharlos y, segundo, porque no se puede competir con un sanjuanito.
El trabajo del grupo de danza y ensamble musical Yarina, de Otavalo, resulta más que inspirador. En un principio, se trató de un proyecto compuesto íntegramente por miembros de la familia Cachimuel, pero desde hace varios años cuenta con la colaboración de otros artistas: fusionan ritmos andinos, africanos y contemporáneos, y escriben en kichwa. Cada hermano domina varios instrumentos musicales; algunos forman parte de grupos que exploran géneros como el jazz o el hip hop, y por los que también son ampliamente reconocidos.
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