Por Huilo Ruales.
Ilustración: Miguel Andrade.
Edición 445 – junio 2019.
Varias semanas de ir y venir y un tejido de palanqueos, incluso desenterrando gente, le implicó conseguir la entrevista con la primera dama. Depilada hasta el contorno de la boca, nuevo look, cambio de cara a cargo de su prima Pocha, que era maquilladora de teatro, y con un glamour para alfombra roja, irrumpió en el Palacio de Carondelet. La cita era a las diez de la mañana en punto, aunque fue recibida a las dos de la tarde. Abrazos con besos en los mofletes, risillas, ya que en Palacio no vas a desatarte en risotadas colegialas, y lágrimas contenidas porque el haber sido uña y carne tampoco era para tanto. Almorzaron juntas en un íntimo restaurante francés y recién a las cinco, con las mejillas abochornadas por el vino, se despidieron jurando no separarse nunca más. A las siete de la noche entró a la casa pateando al perro del puro contento.
¿Dónde estás?, mi amor, preguntó a gritos, a sabiendas de que me encontraba en mi habitáculo. Lo que no sabía es que en ese instante coronaba el cántico XV de mi obra magna, El niñotauro. Sin respeto ninguno abrió mi puerta y evacuó casi jadeando los detalles de su encuentro con la Loli Báez, la que me lamía los zapatos en la escuela y el colegio, te imaginas, la primera dama. Pues ella había aceptado con gusto, no faltaba más, conseguirte un puesto diplomático.
Naturalmente, quise matarle en ese mismo instante, pero acepté el vaso de whisky y esperé a que se hundiera en su sofá y agotara su casete un tanto prolongado de evocaciones colegialas. Le serví un segundo y hasta un tercer whisky, y apenas empezó su habitual fase depresiva: “aquí estoy con más de 40 años y hecha mierda, mira cómo me cuelgan las mejillas, los párpados, ya mismo se me revientan las várices, mira cómo se me cae el pelo, los dientes, la vida, maldita sea, en qué fallé, no soy nadie”. Empecé a estrangularle a ritmo pausado, diciéndole, por ejemplo: entonces, por qué no te salvas, mamá. Agarra el tal puesto diplomático y chántatelo y mándate a cambiar. Ya basta de considerarme tu osito de peluche. Por cienmilésima vez te lo digo: no estoy en venta ni tengo el proyecto de repetir tu vida ni repetir la historia del pocotón de renacuajos y mosquitos que hacen el charco de la familia. Soy poeta a muerte. Soy vampiro. Un puesto diplomático me resultaría una estaca en el pecho. ¿Quieres que te cuente la historia de Bartleby desde su interior? Pobre mamá, con el vaso vacío a la altura del vientre y la vista en la tele apagada, oyéndome como alumna reprendida. Pero mi estado de emputamiento me exigía que prosiguiera apretándole el gaznate. No sabes nada de tu hijo. ¿Sabías que a veces me encojo? ¿Sabías que a menudo duermo pegado al techo? ¿Quieres ver mi telaraña? ¿Sabías que escribo un diario de veneno? Si lo leyeras te quedarías ciega. Tócame aquí y aquí, son botones de las alas que muy pronto deberán abrirse y entonces saldré volando. Claro que a estas alturas la botella empezaba a secarse y mi madre fumaba y sollozaba, y de pronto, como si no me hubiese escuchado nada de la perorata, empezó a contarme por centésima vez la historia del abuelo. Su cara como carbón encendido ya que pasaba todo el día con medio cuerpo y brazos metidos en el horno de la fundidora. Ciertas tardes solía sentarla sobre sus muslos y cantarle con voz de ventarrón una canción llena de niños de cabeza rapada viajando en un tren. Entonces, el viejo maldito te mandaba mano, una manota sucia de carbón que te negreaba las partes, le recordé, aunque ya no me escuchaba. Apenas mecía la cabeza y musitaba desde el fondo del pecho, como una queja, el aire de aquella canción de su infancia.