Avatares de un francotirador

Ilustración: Miguel Andrade

1

El problema con los talleres era su falta de hospitalidad y sindéresis. En el Pez que Fuma, por ejemplo, me lanzaron el ron en la cara acusado de espión del taller de la CCE. En el Klub Klus Klan me expulsaron a coscachos por hacer burbujas con mi saliva y por reírme casi sanamente de un poema sobre la doble vida del ratón Mickey. En el Zur-Hip, por haber leído el poema anónimo “Semana de mierda”, en el que hay florituras en contra de la luchita de clases, me vejaron de palabra y obra, encerrándome una noche entera en un armario con tufo a rata.

Lo peor me ocurrió en el Encuentro Poético Millennial, que reunió ocho andines y seis mones, efectuado a orillas del Tomebamba. Hubiese sido menos patético el evento si el único micrófono no era tan gangoso y con eco, de tal manera que los poemas leídos eran inentendibles. Y, claro, ante ello, mi maldita risa nerviosa que suena a puerta inaceitada provocó la carcajada colectiva hasta volverse algo así como un incendio.

Súcubo de mierda, bórrate, me dijo con su voz de vaca el licenciado Toro, gurú de talleres patrios. Sus pupiles, haciendo una angosta calle de honor, me escupieron como a cristo, me descalzaron y tiraron desde un balcón al río mis botas de guerra. Al tacto, ya que la noche era tupida y sin la menor estrella llegué a las fangosas aguas donde intenté vanamente recuperar mis botas. ¡Oh, mis botas! cual dos barcarolas, yéndose sin mis pies hacia otras aguas. Y así, descalzo y vejado, volví al insulso evento.

Cabe anotar las razones por la que suelen expulsarme y que son tres: uno, porque jamás leo textos propios, ya que no tengo, aparte del poema extralarge “Himen y castigo”; dos, porque siempre intento leer textos, Poemas de Poetas Poderosos, y, tres, porque me he permitido opinar que sus bodrios son simplemente bodrios. Salvo, claro, los poemas loquísimos del Dron Quijano, que siempre está en pleno vuelo, por lo cual le aplaudo hasta que me arden las palmas.

En aquel Encuentro Millennial de mi ultraje mayor, quizá se me fue la mano, y dije, no por terrorista sino por fumado, que en lugar de tanta paja leída, por qué mejor no se pone rock pesado y se desata el frenesí. Entonces, sí, me sacaron la madre y me echaron a la intemperie, como si no lloviera, como si al igual que ellos no fuera sino un pobre diablo sin permiso para volver al infierno.

2

Ante tanto vejamen, me dije: ¿Y por qué no fundar un taller en el que no se escriba ni se lea? Un taller para guardar silencio. Para escuchar los remotos jadeos del mundo, el bramido secreto de los volcanes, la música jaloneada por el viento, los gritos subiendo de las alcantarillas, los sollozos vecinos, algún disparo en pecho ajeno, los latidos propios. Un taller del oído sin habla ni puerta de salida, titulado Bartleby.

“Mi poeta de leche, aún no tienes los pies en el piso y tus alas son muy pesadas”, me dijo la Barbi. Aquella glamorosa madrina de los poetas sin ombligo, que recorre el centro de los Kitos infiernos, rastreando su memoria perdida.

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