




Textos y fotos por Marcela García
La presencia constante del Chimborazo en mi niñez debió dejar una marca que dirigió siempre mi mirada a los nevados y a buscar de manera obsesiva, en mi trabajo fotográfico, las sutilezas de este color, aparentemente ausente de colores.
No tengo claro el recuerdo de cuándo imaginé la Antártica por primera vez, lo que sí tengo claro es que cuando fui a la Patagonia se iniciaba mi aproximación al continente blanco.
Tan concentrada estuve durante mi trabajo de los blancos del Salar de Uyuni y de mi última exposición Naturaleza desnuda, que decidí ir mas allá a buscar el blanco infinito de la Antártica. Y cuando se persigue con obstinada pasión un objetivo las cosas se confabulan para que suceda: por eso, inesperadamente, recibí la información de una amiga de que el rompehielos Akademik Sergey Vavilov (que es un barco ruso que efectúa investigaciones científicas en los polos y actualmente funciona, además, como barco turístico) ofrecía una promoción de última hora para realizar la travesía por la península Antártica y los canales a su alrededor.
El Akademik Sergey Vavilov zarpó del puerto de Ushuaia el día 21 de enero de 2012, a las seis de la tarde. Lentamente nos alejamos del paisaje de Tierra de Fuego, bañado por las aguas del canal de Beagle, con rumbo al temido Paso Drake que duró 49 horas de permanente embate de las aguas de los dos océanos: el Pacífico y el Atlántico.
En alta mar, en medio de esa masa tan grande de agua, de olas pesadas, de movimiento lento y constante, donde no se veía nada 360 grados a la redonda, la luz y, por tanto, el ambiente cambiaban todo el tiempo. Amanecía de un nublado, aparentemente monótono y, poco a poco cuando soplaba el viento, el cielo se pintaba de tenues rosados y lilas, y el mar ensombrecido adquiría tonalidades en azul. Nunca oscureció totalmente, característica del verano, al sur del Sur.
La pequeña ventana de mi camarote me permitía sacar medio cuerpo para fotografiar prácticamente todo el día. Si no estaba en cubierta, estaba en mi ventana mirando maravillada y observando la rapidez de los cambios de atmósfera y condiciones climatológicas australes.
La llegada al continente blanco, con una luz de la tarde (7 pm) intensa, pegando en el blanco y produciendo unas sombras y volúmenes con los más distintos matices de blanco fue impactante: el sueño empezaba a realizarse.
Como tan acertadamente lo expresa W. Kandinsky: “El blanco que se ha considerado a menudo un no color es como el símbolo de un mundo donde todos los colores, en cuanto propiedades de sustancias materiales, se han desvanecido… El blanco actúa sobre nuestra alma como el silencio absoluto… este silencio no está muerto, rebosa de posibilidades vivas… es una nada llena de alegría juvenil, o por decirlo mejor, una nada antes de todo nacimiento, antes de todo comienzo, así resonó la tierra, blanca y fría, en los días de la época glaciar”.
La naturaleza de este entorno blanco es como yo entiendo la inocencia. Este paisaje flotando en el agua es una imagen limpia, nítida, cristalina. El aire es de una transparencia tal que el blanco de los glaciares, de la nieve, el azul de los témpanos y del agua transmiten energía y, al mismo tiempo, serenidad. Ante semejante naturaleza, sentí un profundo descanso interior. Mis expectativas estaban más que cumplidas.
De ahí en adelante el viaje fue fotografiar. Lo primero que hacía al abrir los ojos era mirar por la ventana. Si me salía una foto al encuentro, la tomaba y luego quedaba a la expectativa de las imágenes que me depararía el resto día.
En tierra, caminar en solitario y buscar las fotos en las islas era muy placentero y estimulante. Descubrir esa naturaleza magnífica, sus pocos habitantes, el aire frío, los olores de guano… Fotografiar con esa calidad de atmósfera fue un gran regalo al espíritu.
A pesar de que no había silencio total en el barco por el ruido del motor ni en las islas por el graznido de los pájaros, la sensación de silencio y recogimiento era envolvente.
Y así es la Antártica, un espacio de silencio, de vibrante transparencia, una atmósfera ausente de estridencia, silenciosa y serena en la que resulta fácil evocar a Violeta Parra: “… volver a sentir profundo, como un niño frente a Dios…”